Bangkok: sueños en el catre

Está borracha como una cuba. Dice que quiere ser mi amiga. Se disculpa porque solo habla Thai, pero por sus gestos entiendo que quiere decirme que le gusto mucho, mucho. Se golpea el corazón con el puño. Efectivamente, siente algo por mí. Yo también siento algo. Mucho calor
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Toda vuelta al mundo “Overland”, o sea, por carretera, exige determinados saltos en avión o barco. Uno de ellos está en la puerta del Sudeste Asiático debido a que Myanmar, la antigua Birmania, tiene cerradas todas sus fronteras terrestres. De modo que llegado a Nepal, no me quedaba más remedio que enviar la moto por avión a Bangkok, la capital de Tailandia. El tránsito no iba a resultar demasiado complicado porque Nepal es un país con una regulación aduanera relajada y tras el alto el fuego entre los maoistas y el gobierno, Thai Airlines ofrece por 250 dólares un vuelo diario entre Katmandú y Bangkok en el que acepta cargo.

Una vez empaquetada la moto a través de Eagle Export y metida dentro del recinto de aduanas, quedaba organizar mi propio viaje. Tras pasar un control de seguridad algo laxo a pesar de estar rodeado de policías y militares, esperamos en una sala desangelada. Gris, antigua, triste. Con grandes ventanales. Iluminada tan solo por la visión de las grandiosas y nevadas montañas de los Himalaya más allá de la pista de aterrizaje. Somos un heterogéneo conjunto de viajeros tailandeses y occidentales. Para muchos europeos y americanos, Bangkok es el aeropuerto de regreso a sus hogares en un largo y terrible viaje. Pero no para mí. Me encanta la sensación de proseguir hacia el Este, siempre al Este, hasta que se me acabe.

Me encanta la sensación de proseguir hacia el Este, siempre al Este, hasta que se me acabe

Cuando abren las puertas salimos en estampida. No hay finger ni autobús. Caminamos hasta la escalerilla. Llevo la plaza 53C, así que me toca bastante atrás. Subo por la escalerilla de cola y me reciben dos amables azafatas orientales vestidas con elegantes uniformes morados. Ese el primer shock. El avión también me causa buena impresión. Grande, colorido, un Airbus nuevecito. Es moderno y limpio. Definitivamente, el universo dominado por India y su mugre queda atrás. Tengo el asiento de en medio libre y pido hasta tres latas de cerveza. Chang y Shinga. Cojonudas. Escribo estas notas y dejo que el tiempo pase. El vuelo dura dos horas y cuarenta y cinco minutos. Es curioso volar a Bangkok en un trayecto tan corto. Y más todavía desconocer el jet lag. Voy perdiendo horas con tanta suavidad que más parece que se me caigan de los bolsillos o las deje de propina.

Aterrizamos de noche. Como me avisó mi buen amigo Miguel Ángel Anta, me llevo una hostia de modernidad y limpieza nada más pisar tierra. Este universo reluce nuevo y brillante. No todo es perfecto, sin embargo. La cola para el sello de inmigración es larga y avanza despacio. Cuando por fin me toca, encuentro una funcionaria fea y antipática. Me devuelve a la casilla de salida porque no he escrito el número de vuelo y ya no llevo encima la tarjeta de embarque. Carajo con el formalismo. Vuelta a empezar. Cuando consigo cumplimentar el trámite, mi bolsa amarilla de Sw Motech es la única que da vueltas en la cinta de equipaje como un verso triste sin lector enamorado. Me doy cuenta de que he entrado de repente en la soledad de Lost in Translation.

Me llevo una hostia de modernidad y limpieza nada más pisar tierra

En el exterior el golpe de calor húmedo es tremendo. Por un instante no soy capaz de reaccionar. Me he quedado noqueado. Al primer paso, estoy empapado en sudor. Toda la cerveza ingerida en el avión busca los abiertos aliviaderos de mis poros. Soy un hombre Chang. Quiero coger un taxi para acercarme hasta el hotel. Me acerco a la cola y se entonces me aborda un tipo con una terrible camisa hawayana. Pronto empezamos.
—¿Quiere taxi el señor?
—Cuánto por llevarme a Lumpinee Park.
—1000 bats—responde, unos 30 euros.

Replico con una carcajada y sigo caminando hacia la cola de los taxis legales. No es que sepa exactamente cuanto cuesta una carrera en Bangkok, pero sí sé reconocer a un buscavidas fullero y ladrón. En el mostrador de los taxis, la señorita de turno me indica mi vehículo de un flamante color morado. Es un Toyota nuevo. El conductor es un hombre maduro de unos sesenta años. Se ríe sin cesar. Todo le hace gracia. No hablar inglés provoca en él una carcajada. Que yo no tenga ni idea de idioma Thai, casi le causa una hemorragia cerebral de la risa. Y así, entre risotada y risotada, vamos avanzando kilómetros por una asombrosa red de autopistas, puentes y pasos elevados. Es la auténtica urbe de Flash Gordon. Cuando llegamos a Lumpinee Park, el taxímetro marca 250 bats, que más los 50 de suplemento aeroportuario, hacen 300, o sea, menos de 10 euros y mucho menos que el estoque a traición que me quería clavar el fulano de la camisa de flores.

No he venido a ciegas a este sitio. Consulté en Internet cual era el parque más grande de Bangkok para poder ir a correr. Luego consulté los hoteles que había cerca. Encontré una casa de huéspedes barata: la Charlie Guest House. He llamado desde el taxi y me han dicho que la habitación individual son 450 bats, unos 11 euros. Cuando abro la puerta del establecimiento, me dicen que acaban de alquilar esa habitación y que ahora solo tienen de clase superior por 650, que ellos no reservan por teléfono. Cansado y harto, me entra uno de mis terribles accesos de mal humor que desconcierta por completo a los orientales.

Otro agujero más en mi larga lista de palacios de miseria, palacetes terribles y castillos de los horrores

—Me da lo mismo—escupo en recio inglés—, ustedes no me han avisado nada de eso cuando he llamado y tendrían que habérmelo dicho. Si no tienen esa habitación, han de hacerme un descuento en la superior.
El dueño, un tailandés maduro que se pasa el día jugando a las cartas en el ordenador, se sorprende por mi carácter y accede a dejarme el precio en 500 baths. Lo que me sorprende es que el cuarto básico y espartano que merezco por esa pequeña fortuna se llame Vip A. Joder, con la Vip A. Una tele vieja, catre duro, vistas a un patio interior, armario desvencijado, una nevera que hace ruido y el retrete dentro de la ducha. Literalmente dentro de la ducha. Y encima, un extractor de cocina muy cerca que mete un estruendo de escándalo. “Bueno”, pienso encogiéndome de hombros, “otro agujero más en mi larga lista de palacios de miseria, palacetes terribles y castillos de los horrores.”

Dejo el equipaje y bajo a beber unas cervezas que repongan las que he sudado. Aparezco en la calle principal Rama IV. Encuentro un figón con terraza, o sea, unas mesas inestables con sillas de plástico en la estrecha acera. Me siento. El calor es tenaz pero la cerveza está fría. Veo que tienen marisco. Pido unos langostinos. Me atiende una señora bajita, regordeta, de unos cincuenta años. Está borracha como una cuba. Dice que quiere ser mi amiga. Se disculpa porque solo habla Thai, pero por sus gestos entiendo que quiere decirme que le gusto mucho, mucho. Se golpea el corazón con el puño. Efectivamente, siente algo por mí. Yo también siento algo. Mucho calor. Más cerveza fía, por favor, o me derrumbaré al lado de los perros callejeros que vagabundean a mi alrededor.

Más cerveza fría, por favor, o me derrumbaré al lado de los perros callejeros que vagabundean a mi alrededor

Sirven los langostinos. Son enormes, blandos, insípidos. Marisco de agua cálida. Aquí todo lo que tiene caparazón crece mucho. Como esas cucarachas gigantescas que veo recorrer la basura amontonada en la esquina. En el interior del restaurante atruena un karaoke. La mujer insiste. Declino amablemente sus invitaciones. Ella se resigna bebiendo güisqui con agua. Entre ella y una amiga calva se bajan una botella en lo que yo doy cuenta de mi comida. De vez en cuando me saluda, se levanta y bailotea un éxito popular del karaoke. Observo la calle y sus paseantes nocturnos. Mototaxistas, homosexuales y practicantes de thai Boxing, todo músculo y tatuajes.

Acabo mi cerveza y me doy cuenta de que estoy completamente grogui por el calor, el cansancio y el alcohol. Me levanto. La mujer viene a despedirse. Miro sus ojos turbios y descubro en ellos un destello de candidez. No dormiría con ella ni aunque estuviera completamente inflamado de mosca española, yohimibina y películas de Ciocciolina, pero me cae bien, tanto como el taxista de la risa. “Volveré mañana”, prometo. Pago una cantidad ridícula y camino dando tumbos hasta el hotel. en la oscuridad del callejón se cruzan las ratas con total impunidad. Respiro el aire de la tórrida noche de Bangkok y me siento muy feliz por estar aquí.
—Bienvenido a Asia—me susurro a mí mismo antes de quedarme profundamente dormido sobre el duro catre a pesar del atroz ronquido del extractor.

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