En los litorales uruguayos del río de la Plata dicen que hay 1.200 naufragios, de los que sólo 400 están inventariados y 19 serían de alto impacto. Bajo las aguas, donde parece que yacen estos armazones de historia, mezclados con maderas nobles y con proyectiles usados, moran en sospechosa armonía imaginarios compactos y fantasías demasiado tangibles de piratas viejos y de cajas de ron.
El peso de la palabra “naufragio”, del “barco hundido” y del término peligroso y electrocutador “tesoro” llenan los buches de los uruguayos como lo hacen los chinchulines a la parrilla, las tardes de Rambla y mate o los vientos azorados que entran en la vela mayor.
Y, sin embargo, los días, las semanas y los meses pasan en el Uruguay terrestre, donde a menudo el río de la Plata no pasa de ser un decorado y una masa de aire y de cielo, que se dibujan sobre unas crestas de olas de color marrón. Está ahí, en los paseos por la Rambla, las vistas desde la oficina, en las excursiones de playa y, según el viento que sopla, es de color parduzco o de un color cobalto casi estremecedor.
el río de la Plata no pasa de ser un decorado y una masa de aire y de cielo, que se dibujan sobre unas crestas de olas de color marrón
Pero, como todo en el paisito, cuando uno dirige la atención hacia cualquier parte y opta por la incursión, el lugar se abre como el mar Rojo y empieza a desprender misterios y brazos tentadores que, en un estadio de hipnotismo, le transportan a uno inevitablemente al fondo de lo irracional. El río es el carcelero de los pasadizos secretos, del coqueteo con lo invisible, de los canales sutiles de las quimeras y de las imaginaciones que, hasta en los cuentos más declinados, arrancan a las rutinas zarpazos de un sueño feroz.
Hace pocos días cambiamos de dimensión.
Apenas nos plantamos a mirarle de frente desplegó de manera tan facinerosa sus alas de historia y de mareos ornamentales, que nos dieron ganas de doblegarnos ante sus orillas y sus espumas con una reverencia y un canto melódico y marinero. Primero fue el Juan Sebastián Elcano que atracó en las orillas que rozan Montevideo y que, según nos contó el capellán a bordo, navega con fortuna gracias a las mercedes de la Virgen Galeona y del señor de la calma y la tormenta.
¿Qué imaginario es capaz de sustraerse a una “Virgen Galeona”? ¿En qué espíritu, uruguayo o indio, pasa de largo una tormenta en el mar?
El sol tostaba la cubierta brillante y los guardiamarinas nos mostraban sus vidas a bordo, nos hablaban del descubrimiento de América y de Colón, de las tierras heladas del estrecho de Magallanes y de cómo, trepando a los palos, sueltan las velas cuando hay viento y ya solo se escucha el aire, la madera crujiendo y las voces de la tripulación.
¿En qué espíritu, uruguayo o indio, pasa de largo una tormenta en el mar?
No habían pasado dos días cuando, tras noches de sueños extraños, recalamos en Punta del Este donde, después de un huracán, había aflorado un yacimiento arqueológico con herramientas de cuarzo, lascas de una cuarcita oscura y unos huesos quemados que nos llevaron a visualizar a indígenas cocinando tortugas y peces, haciendo collares con caracolas y fabricando cuchillos y hachas de minerales brillantes.
Entonces fue Eduardo, que ha buceado sus aguas en busca de piezas de historia, quien, mirando la isla Gorriti, me habló de barcos hundidos, de la conservación del patrimonio marino y del peligro de la imaginación.
Me dijo que hay un fetichismo del objeto hallado que pone la zancadilla a la coherencia mansa del contexto globalizador, que la costa está llena de cazadores de tesoros y que la “fiebre del oro” sigue cegando, como un destello de luz hiriente, la cordura académica de cualquier titán soñador. Esto me trajo, por una vía poco transitada, a un viejo amigo, a lo que él llamaba, en un adiestramiento de literatura, almíbar y montañas de cartas, “monedas de chocolate”, y que venía a definir el ideal jugoso de los cofres de los mares como amputadores de sensatez.
En su actitud me explicaba, porque su discurso lo nublaba el agua, que las ánforas se peleaban las portadas con la gestión del patrimonio ambiental. Que los sueños de filibusteros y el mareo vanidoso de los fantasmas del almirante Nelson o del Capitán Drake no tenían nada que temer frente al encefalograma plano de la problemática de la erosión costera o el inventariado monótono de las dunas del litoral.
Neptuno y los litorales, las monedas de oro y la gestión ambiental, eran dos partes y eran una sola y lejos, entretanto, se mecía el mar.
Y a través de un despliegue magistral de misterios liberados, cantos de sirenas y promesas de esmeraldas, lanzaba unos garfios al inconsciente más primitivo que hacían que cualquier intento de militar por la cordura resultara una traición a la aventura y una condena eterna al aburrimiento esencial.
Después, hablando de vuelta con arqueólogos reales, una venía de un cuento tan remendado de pulsiones, que ya no sabía a dónde mirar. Todo, Neptuno y los litorales, las monedas de oro y la gestión ambiental, eran dos partes y eran una sola y lejos, entretanto, se mecía el mar.
Los tritones provistos de tridentes soberbios buceaban invitando al juicio a naufragar, y los certificados académicos de aplauso social tenían el mismo valor a ojos de los espejismos que las alas de mariposa en las corrientes del mar. Los valores se confundían en un dualismo de formas fabulosas, y la razón se retiraba amorfa porque aquí, en el multiuniverso denso de las texturas frescas y de los colores infalibles, para ganarse la vida tendría que mendigar.
¡Qué lucha tan ilustre y noble!, dijo la razón peregrina, qué dicotomía hermosa de previsiones enceradas y de parques de niñez. Porque ¿Quién no ha querido nunca jugar a ser un pirata? ¿Quién no ha temido el sortilegio de esa embriaguez?