Las niguas son las responsables del color blanco de las casas de Popayán y del apodo de los payaneses, “patojos”, por su forma de caminar a causa del padecimiento que les provocan en los pies estos arácnidos, cuyo poder, sin embargo, es mucho menor que el de las “vacunas” (pagos fruto de la extorsión) que determinados sectores arrancan a los habitantes del país.
—No te queremos víctima de atracos, secuestros o burundangas— me dicen mis amigas de Cali. Por eso quieren que deje la ciudad temprano. Trabajan en barrios de desplazados a causa de todo tipo de violencias y siempre temen lo peor.
Así que me dirijo obediente a la terminal de autobuses de la capital de la salsa. Tras conseguir asiento junto al conductor de un taxi colectivo, el motor arranca. Nos dirigimos a Popayán por Santander de Quilichao. Una hora más tarde, a consecuencia de su “hora pico” —nuestra “hora punta”—, aún continuamos dando tumbos sobre los cavernosos baches de las calzadas, con vertederos elevándose como volcanes color verdigrís a ambos lados. Entre bocanadas de somnolencia, voy guardando tras la retícula las últimas imágenes de esta ciudad, una de las que más cadáveres del narcotráfico ha abocado a sus siete ríos, número sagrado.
Mis amigas quieren que deje Cali temprano. Trabajan en barrios de desplazados y siempre temen lo peor
Cuando abro de nuevo los ojos, veo extendidas en gran angular fincas de ganado y cultivos de caña de azúcar, las dos producciones caleñas tradicionales. A lo largo de 138 km, transitarán frente a mí paisajes pirenaicos, suizos e irlandeses, inmenso “patchwork” que me hace dudar por momentos de dónde estoy. Solo las elevadas temperaturas y los últimos kilómetros, definitivamente tropicales, me devuelven a Colombia.
Las casas del casco antiguo de Popayán son de un blanco de paloma limpia. Si estuviese vestida de colores, sería gemela de otras ciudades caribeñas, como Santa Fe de Antioquia o la Antigua de Guatemala.
—Era la única forma que tenían sus habitantes de librarse de las niguas— dice una vivaracha estudiante universitaria que trabaja como guía turística en sus horas libres. “Aunque ya no hay niguas, todavía las pintan de blanco poco antes de Semana Santa”, agrega. Esa semana que recuerda a las nuestras del sur; aquí, entre granadina y sevillana.
Las casas del casco antiguo de Popayán son de un blanco de paloma limpia
—Servían para rascarse espaldas y pies a los habitantes infestados de niguas— responde mi cicerone cuando le pregunto acerca de los grandes terrones de piedra marfileña incrustados en las esquinas de sus caserones.
En la actualidad, sin embargo, el quebradero de cabeza de “patojos” y no patojos ya no son esos arácnidos tan agresivos, sino las “vacunas” que les cobran narcotraficantes, paramilitares, guerrilleros y miembros corruptos del ejército y la Policía. “Vacunas” que no inmunizan contra la miseria y la muerte. Ni siquiera las empresas extractoras de las inmensas riquezas de este país se libran de ellas. Esas cosas tiene la vida, como diría la canción.
Ni siquiera las empresas extractoras de las inmensas riquezas de Colombia se libran de las extorsiones
No me gusta el eufemismo “vacuna”. Aporta un matiz higiénico que no tiene la basura, sea en forma de polvo blanco o de billetes. Muy pocos han podido sortearla, aunque, como suele ser habitual, a los pobres les sale más cara. Son eficaces si te doblegas, porque, de momento, salvas la vida aunque te mueras de hambre. Si te niegas, no tardará tu familia en comprar una lápida y colgarte un contundente epitafio, muy descriptivos y desbordantes en los cementerios de este país.
—A mi hermano, lo mataron los “elenos” (guerrilleros pertenecientes al ELN, rama guevarista) por no pagar, pero quiero la paz al precio que sea— me cuenta un colombiano metido a defender indígenas a quien acabo de entrevistar, aunque a mi interlocutor no le hayan dado el Nobel. O, como dice el protagonista de Ciro & yo, un documental de Salazar, “perdonamos pero no olvidamos”, después de secuestrarle un hijo la guerrilla y matarlo los paramilitares cuando consiguió escapar.
A mi hermano, lo mataron los “elenos” por no pagar, pero quiero la paz al precio que sea
Sentada en el tranquilo patio “sevillano” de una mansión de Popayán —una pequeña fuente de mármol en el centro, símbolo de riqueza para los próceres del pasado— un abogado y psicólogo que trabaja para varios organismos vinculados a derechos humanos apunta cuán contradictoria es la actitud del actual presidente, Juan Manuel Santos, a quien sí le han concedido el Nobel de la Paz.
—Fíjese, fue el más encarnizado perseguidor de guerrilleros durante el gobierno de Uribe, cuando ministro, y ahora se ha convertido en el profeta de la conciliación. Muchos pensamos que, detrás de esa mudanza, están las presiones de las empresas extractoras y las multinacionales. Las tierras más ricas del país y las plantaciones de coca están controladas por las guerrillas: FARC, ELN, ELP… Y hay que sacarlos de ahí para que ganen todavía más, que con la plata no se juega… Los accionistas, ustedes mismos, no les ponen pegas a los beneficios cuando llegan, vengan de donde vengan— apunta con dedo acusador.