El otro Cali: coces en el ojo en la Loma

“De la urbe colonial queda muy poco; con dos horas tienes de sobra. Así que hemos organizado una gira por dos barrios de la Comuna 18 para que conozcas nuestra realidad a pie de campo”, me dice en llamada transatlántica Carmiña Navia, escritora, profesora de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle, de gran prestigio en Colombia, y feminista. Carmiña vive con Asunción Pintó, una catalana que lleva aquí 50 años. Se dejó de ciudades condales para ayudar a “peladitos” (muchachos) caleños. Fundaron en 1976 la Casa de Cultura Tejiendo Sororidades, con sedes en Barrio el Jordán y Prados del Sur.

Me hospedo en su casa, junto a la sede del Barrio el Jordán. Es una vivienda austera de ladrillo rojo por fuera y encalada por dentro, con un patio abierto en el centro. Con mis anfitrionas vive Viqui, javeriana como ellas; será mi guía por esta “caliente” ruta caleña. En solo 48 horas, me cuentan de su vida, sus creencias y reflexiones, y de esta ciudad con cadáveres del narcotráfico flotando por los ríos de la memoria.

En 48 horas me cuentan de su vida, sus creencias y reflexiones, y de esta ciudad con cadáveres del narcotráfico flotando por los ríos de la memoria

Empezamos hablando de su pertenencia a la teología de la liberación durante 30 años. “Impulsada en parte por el sacerdote Camilo Torres, fue un movimiento de cambio que nos acarreó muchos enemigos”, cuenta Carmiña frente a un plato caleño a base de verduras, carne y arroz.

La jerarquía católica se empleó a fondo contra ellas, sobre todo el arzobispo Uribe Urdaneta; con el apoyo de militares y castas gobernantes. “En atacarnos, ha sido lo único en lo que han estado de acuerdo todos; incluso los “elenos” (miembros de la guerrilla del ELN, el Ejército de Liberación Nacional)”, añade con sonrisa escéptica.

“En atacarnos, ha sido lo único en lo que han estado de acuerdo todos; incluso los “elenos”

Hoy practican un matizado “laissez faire” mutuo que no impide su indignación ante las numerosas denuncias de pedofilia en el seno de la Iglesia local, obviadas sin rubor, se quejan, por la sociedad biempensante y el propio Vaticano. De hecho, las palabras del papa Francisco en su pasada visita a Chile han dejado un sabor agrio en los paladares de las comunidades eclesiales de base.

“Nunca me hice expectativas con él; ni con el poder, porque el poder corrompe”, apunta Carmiña. Demasiadas palabras y poca acción. Ni han aceptado a las parejas divorciadas católicas ni se aclaran las cuentas del Vaticano. Eso sí, las críticas a los cristianos progresistas continúan— se le une Asunción.

Su “paseo” por la Loma, la montaña más alta de Cali, les descubrió las necesidades reales y se quedaron

En cuanto a su relación con otras comunidades eclesiales de base, han sido constantes con las brasileñas y costarricenses, y también con las mejicanas desde Puebla Paralela (1979).

Mi siguiente pregunta está relacionada con los caudillos bolivarianos. “Tampoco nos hicimos expectativas. Chávez tuvo algunas ideas interesantes, pero era muy machista, y ya ves Daniel Ortega. Con Lula y Pepe Mújica fue distinto y el tiempo nos ha dado la razón”, afirma rotunda Carmiña. —La situación latinoamericana no puede ser fruto de un proceso revolucionario de grandes caudillos, sino de maduración de las bases a través de su formación, lo cual no es óbice para que no consideremos válido el concepto de líder de Gramsci, porque se imbrica en la base— concluye mi interlocutora.

—Pero la teología de la liberación era demasiado patriarcal y machista— apunta Asunción. Por eso, a partir del año 2000 se decantan por la teología feminista de Ivone Gebara. Fruto de una crisis profunda, viajaron, observaron y reflexionaron. “Y decidimos ubicarnos en otro espacio y otra perspectiva, trabajar con víctimas de la violencia de género”, continúa la española.

Sus habitantes llegaron aquí obligados a dejar sus tierras por desastres medioambientales, por la violencia del ejército y los paramilitares y por las guerrillas, que les secuestran a los más jóvenes para engrosar sus filas

Su “paseo” por la Loma, la montaña más alta de Cali, les descubrió las necesidades reales y se quedaron. Aunque no hay censos, se calcula que en la Loma viven unos 110.000 habitantes. Su asentamiento, como ocurre en otras grandes urbes colombianas, es resultado de grandes invasiones provocadas por desplazamientos forzados. Se han visto obligados a abandonar sus tierras a causa de desastres medioambientales y la violencia ejercida por el ejército y los paramilitares, que apoyan los intereses de los grandes propietarios y las multinacionales, y las guerrillas, que les secuestran a los más jóvenes para engrosar sus filas y les cobran “vacunas” (extorsiones económicas periódicas).

Empezaron instalando 250 libros en un salón para que acudiesen niños y jóvenes. Luego, llegaron las sedes, donde viven los estratos 0, 1 y 2 (la sociedad colombiana se divide en estratos, que abrazan del 0 al 6. El primero es el de la miseria; el 1, el de extrema pobreza; el 2, el de gran pobreza). Su objetivo primordial siempre fue conformar un grupo que aglutinase a la gente del barrio y crease un sentido de comunidad.
En mi incursión, comprobé enseguida que las “fronteras invisibles” entre los distintos sectores de la colina no existían para nosotras. Para Viqui, por ser componente de la comunidad que trabaja y vive en el distrito; para mí, por ser invitada suya. Las mujeres nos saludaban y acogían; ansiosas por reunirse tras el impasse vacacional que va de noviembre a enero.

En mi incursión, comprobé enseguida que las “fronteras invisibles” entre los distintos sectores de la colina no existían para nosotras

—Cuando has consolidado una red de mujeres, muere una de las lideresas o un golpe familiar muy duro la hunde, y otra vez a empezar; a ganarse la confianza de otra para que siga convocando— cuenta Viqui tras presentarme a una de carácter resuelto y mirada limpia, pero con biografía trágica. Aun así, posó coqueta ante mi cámara tras hablarme de brutales muertes familiares a causa de la droga, mientras una nieta observaba la escena, mujer de 20 años, madre de tres hijos y coja. Resultado de una bala “perdida” procedente del campamento militar “Batallón Pichincha”, donde instruyen a los soldados con escasas medidas de seguridad y grave deterioro medioambiental cuando prueban sin avisar gases lacrimógenos que intoxican toda la Loma en cuestión de horas.

Viqui irá desgranando a lo largo de este peregrinaje de 12 horas la historia de la Comuna y de esa Colombia que no aparece en las guías turísticas ni en los manuales de historia. En el pasado, fue un paraíso tapizado de verde tropical sobrevolado por un buen puñado de aves. Podemos encontrar descripciones de lo que fue en la “María” de Jorge Isaacs, su novela cumbre. Por la colina, han ido creciendo las barracas como mullidas alfombras de hongos. Ya llegan casi al río. Al principio, sus nuevos colonizadores levantaban cuatro cartones que caían enseguida a causa de la lluvia y el viento o los paramilitares, pero no cejaban y, con ahínco comunal, aprovechaban la noche para levantar paredes. Al final, su penuria venció a la climatología y los pistoleros a sueldo y las casas se han mantenido en pie.

La Loma fue un paraíso tapizado de verde tropical sobrevolado por un buen puñado de aves. Ahora, por la colina crecen las barracas como mullidas alfombras de hongos.

Recorremos en coche los tramos peligrosos; a pie, los seguros. Algunas calles me recuerdan el Street Art: basura apilada en las esquinas, rejas asfixiando puertas y ventanas, corros de drogadictos practicando juegos de mesa en plazoletas mínimas, dos policías veinteañeros haciendo la ronda en destartaladas motos, pandillas defendiendo en las esquinas cada palmo de su territorio mediante fronteras invisibles y vendedores de “basuko” a 30 metros de las escuelas de primaria; a las de secundaria, se la venden a 7 km de aquí, porque no hay aulas en la Loma. Cada mañana, los que deciden continuar estudiando recorren 14 km por caminos donde es muy probable que terminen siendo violados.

A veces, alguna imagen me recuerda una coz en el ojo de la que hablaban Cézanne y Ginsberg, como gimnasios de fitness o salones de belleza en territorio de pocos pesos (moneda colombiana).
—Los colombianos viven obsesionados por su aspecto; vinculan imagen a categoría social— cuenta mi guía. Colonial diría yo; son como aquel caballero español que escondía bajo una lustrosa capa negra la miseria de su biografía. Los nombres e imágenes sobre las invasiones que veo en muros y fachadas me atrapan; han creado un imaginario fascinante.

Algunas calles me recuerdan el Street Art: basura apilada, rejas asfixiando puertas y ventanas, corros de drogadictos practicando juegos de mesa, dos policías veinteañeros de ronda en destartaladas motos

Nos detenemos ante la Fundación Jera, nacida bajo los auspicios de la riquísima familia Otoya en apoyo de la educación. Es un edificio moderno y aséptico, vacío y silencioso. Podría albergar la educación secundaria para evitarle a la adolescencia los 14 km diarios de terror, pero el Gobierno no aporta presupuesto.
Pasamos por delante de la Aldea Infantil nº 1000, para niños sin familias; el problema aquí es que se les cuelan colectivos enteros barridos por la violencia y la escasez de pesos.

A las doce, el calor arrecia cuando nos acercamos al centro de salud del Jordán. El silencio de la única sala de espera chirría frente al sonido de las aves atravesándola en vuelo rasante. Dos hombres dormitan sentados en el banco; las mujeres preparan la comida en casa; la salud puede esperar para ellas.

La Loma es una biografía colectiva del desamparo, pero con hambre de seguir luchando

—No se puede imaginar vuesa merced qué calvario es caer enfermo— me contó una. —Tres días para conseguir mi medicina para la diabetes— señala con tres dedos alzados. El primero para pedir turno con su médico; el segundo, para solicitarle el volante que le permitiese encargar el medicamento en la farmacia a un precio desmedido; el tercero, para ir a recogerlo.

Regresamos a casa. La temperatura y la humedad nos han echado de la calle. La gira vespertina será más de lo mismo: una biografía colectiva del desamparo, pero con hambre de seguir luchando.

Tenía razón Carmiña: la urbe colonial solo me quitó dos horas escasas de paseo y los barrios de los estratos 5 y 6, una en taxi. No encontré manifestaciones de Street Art tan interesantes como las que me deparó la Loma.

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