El niño que me salvó de la lluvia

Por: Alicia Sornosa
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El viaje por Etiopía en moto estaba siendo todo lo contrario de lo que yo me había imaginado. En vez de encontrar el desierto, los campos de refugiados, los niños con las tripitas hinchadas por el hambre y mucha pobreza, me encontré en un país de altas montañas y verde. Campos infinitos de cultivo de guisante, pimiento, haba y cebada que hacían recordar las mantas de patchword que mi madre pone en la casa de la sierra.  El primer paso, parecía el Stelvio africano, un sinfín de curvas y contra curvas por la verde montaña para coronar su cima a más de 3.000 metros. Las nubes se acercaban al paso de mi BMW, bautizada como Descubierta, en honor al Capitán Malaespina y una de las carabelas con las que llegó a las costa de Alaska.

Lo había pasado mal en Sudán con la arena omnipresente y ahora me iba a tocar aprender a manejar la cargada BMW sobre el barro

El asfalto se acabó cuando terminó el puerto. Para llegar a los pequeños pueblos o medianas ciudades el camino se convertía en una franja de tierra rojiza y las nueves seguían acechando. Lo había pasado mal en Sudán con la arena omnipresente y ahora me iba a tocar aprender a manejar la cargada BMW sobre el barro. Los caminos de esta parte del norte de Etiopía están adornados con enormes árboles, los más grandes que he visto en mi viaje. Dan sombra, pero en este caso, cobijo para la lluvia. Y así fue, se puso a llover sin parar. El suelo de tierra roja comenzaba a embarrarse, se transformaba en un chocolate color naranja peligroso incluso con los neumáticos de tacos. Lo mejor era dejar las motos ahí, en medio del camino e intentar pasar el rato bajo una de las gigantescas higueras que bordeaban el camino.

Y así fue. Bajo la higuera comenzó la espera. Al poco o tiempo, un grupo de niños con plásticos en sus cabezas se acercaron a la higuera. Delante de ellos un rebaño de vacas y bueyes, con unas largas cornamentas, comenzaban a apretujarse junto a nosotros. Daba miedo, o respeto, estar cerca de semejantes herbívoros, que te empujaban sin miramientos. Entonces me puse a cantar, total, ya estaba lloviendo. Los cuatro flacos niños, me miraban entre sorprendidos y asustados. No entendían nada de una pequeña mujer, disfrazada de astronauta (aún no me había quitado ni el casco), cantando y haciendo gestos con las manos. Dejó de llover y de nuevo sobre las motos hicimos algo más de 100 km. La lluvia regresó, pero en ese estrecho camino, embarrado ya de antes, no había grandes árboles. El agua comenzaba a discurrir como si por un arroyo fuésemos. De nuevo hubo que parar y allí en medio y dejar las motos. Pero entonces sucedió lo mejor del viaje por Etiopía: un pequeños de unos ocho años salió a nuestro encuentro de entre unos matorrales. Iba descalzo (como la mayoría de los etíopes) su cuerpo estaba cubierto con una manta de color rosa y rojo. Me miraba con grandes ojos abiertos y unos dientecitos blancos impolutos. Me extendió su mano y la tomé. Así, tirando de mi con delicadeza me condujo hasta su casa.

Me extendió su mano y la tomé. Así, tirando de mi con delicadeza me condujo hasta su casa.

Todo estaba lleno de barro mezclado con excrementos de algún burro o vaca. Quiso que entrara en su choza, era circular, fabricada con maderas puestas en horizontal y adobe. El techo de paja bajo el cual se dejaba ver la uralita. Quiso que entrara por la puerta de detrás, pequeña y que daba a un corralillo pegado a la casa. Había un perro pequeño allí tumbado, medio mojado también al que echó de un puntapié. Unos pollitos piaban buscando a su mamá. Este pequeño patio techado comunicaba con la casa por una puertecita. Una voz de mujer salió por ella e hizo que el pequeño tomara mi mano de nuevo y me condujera hacia la puerta principal.

La casa redonda tenía el suelo de tierra compactada y estaba perfectamente limpia, olía a especias y piel de cordero, las paredes de adobe estaban adornadas con telas, clavos y algunas piezas de metal, cobre o plata. Un banco “de obra” hacía las veces de sofá. Las pequeñas ventanitas dejaban pasar la poca luz que las nubes de la tormenta permitían. Todo estaba en orden. Frente a mi otros dos niños, más pequeños y una mujer. Ella me miró y me sonrió. No necesitamos palabras, yo lo entendía todo, ella también. El niño más pequeño, como de unos tres años, tenía miedo. Nunca había visto a nadie como nosotros.

El niño más pequeño, como de unos tres años, tenía miedo. Nunca había visto a nadie como nosotros.

Nos volvimos a mirar sonrisa en boca, mediante señas, nos ofrecieron algo de comer. El pequeño de ocho años hacía de anfitrión. La cocina tenía un horno de leña que hacía de pared con otra habitación, esta con tres catres en los que presumiblemente dormían ellos y su madre. No había ni rastro de que hubiese un hombre en esa casa.

Los pollitos paseaban piando por dentro de la estancia. Me acerqué a ella y la tomé las manos. Me las apretó y me miró a los ojos mientras intentábamos decirnos algo. Yo quería preguntar por su edad, por su vida allí, por sus hijos. Ella probablemente quería preguntarme si quien me acompañaba era mi pareja, si tenía hijos, mi edad…

Nunca me ha dado tanta pena no ser políglota, me hubiera encantado charlar aún más. La lluvia, incesante y fuerte, golpeaba la uralita del techo haciendo que el estruendo nos tuviese aún más callados. Saqué la cámara de fotos y los niños salieron corriendo. No imaginé que en este siglo aún quedasen seres humanos que no supieran qué es una cámara de fotos. Es la magia de algunos lugares remotos, por donde el turista no pasa y donde la inocencia del ser humano sigue intacta.

No imaginé que en este siglo aún quedasen seres humanos que no supieran qué es una cámara de fotos.

Pasó una hora, dos, tres… Pensé en algún juego universal: el escondite. Y así, jugando en un espacio de menos de veinte metros cuadrados, acabé jugando y riendo con esos niños. Sé que su madre lo agradeció, entretuve a tres pequeños enérgicos durante unas horas, los niños son niños en todas partes, vayan descalzos o tapados con un anorak. La lluvia cesaba. Nos despedimos regalando un bolígrafo y unas hojas al más pequeño. Ella me abrazó. Era delgada, pero muy guapa y tenía pinta de ser valiente, una gran mujer. Nos miramos a los ojos por última vez. Gracias, le dije. Ella algo me dijo también.

Así, dentro de una pequeña choza en medio de Etiopía comprendí muchas más cosas del ser humano, de la familia y del amor incondicional. Me fui llorando bajo el casco, echaba de menos a mi familia.

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Comentarios (10)

  • Ana

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    Precioso, Alicia

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  • Javier Brandoli

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    Maravilloso relato. Un placer leer historias como esta en VaP. Me he emocionado hasta yo… 🙂

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  • alicia

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    Muchas gracias….fue uno de los momentos más mágicos vividos en Äfrica.

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  • ruben chavez

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    Excelente Alicia privilegiada de tener esas vivencias saludos

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  • Nestor

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    Me encantan tus relatos. Los viajes toman forma con las paradas, no con el movimiento, sino sólo sería una sucesión de fotos; y la vida es más que eso. Tú cuando sales no te vas de viaje; te vas a vivir un viaje y es así como tiene que ser. Un beso!

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  • Elisa

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    Enhorabuena, seguramente hayas vivido algo tan profundo y especial q nunca olvidaras, y seguramente también, hablarán de ti esos niños cuando tengan q contarle a sus hijos q cosas maravillosas tuvieron en su infancia….

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  • Manuel Reyes

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    Me has hecho llorar Alicia. Aparte de lo emotivo del relato y, sobre todo, de la situación, de la vivencia yo, quizá, sea de lágrima fácil. En fin, es mi Talón de Aquiles. Una mirada lo dice todo. Un besazo.

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  • Lydia

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    Una historia conmovedora.

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  • angel

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    Bonito de veras…felicidades

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  • Angela

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    Emocionante, precioso, enhorabuena!

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