De pronto, noté el viento sacudiéndome en la cara. Se levantó un olor a tierra mojada, a tierra por parir, a noches de cielo despedazado. Me fijé que a lo lejos se veían algunos rayos. Parecían perdidos, lejanos, inalcanzables. Pronto llegó también el sonido. Se escuchaban los truenos partir el horizonte. Lo lejano se hizo rápido cercano. La lluvia comenzó a descargar con fuerza. El aire era pesado con su olor a entrañas. Y de pronto, en medio de aquellas jornadas duras, difíciles, ocurrió lo sublime, la magia.
El viaje por Etiopía en moto estaba siendo todo lo contrario de lo que yo me había imaginado. En vez de encontrar el desierto, los campos de refugiados, los niños con las tripitas hinchadas por el hambre y mucha pobreza, me encontré en un país de altas montañas y verde.
“Ahhhh. ¿Y cómo consiguen que no llueva?”, pregunto con cierta curiosidad antes de escuchar una respuesta que si me hubieran dado cien mil oportunidades para darla ni siquiera me hubiera acercado. “Agitan colas de hipopótamos con sus manos, hacia el cielo, e impiden que llueva”, me explica con rotundidad.
De pronto, miro a derecha e izquierda, y veo otras inmensas tortugas baulas volviendo al mar o remontando la playa. Parecen espectros que se arrastran por la noche. Da igual la performance para los turistas, aquel momento es inolvidable, real.