“Me salvó la niebla”, pensé cuando llegué a Chaitén, un pueblo en el recóndito sur de Chile. La larga fila de autos me decía que todavía no habían empezado a embarcar al ferry, seguramente todo se había atrasado por la espesa neblina que cubría la ciudad y su puerto. Esa misma mañana, cuando cargaba la camioneta en la cabaña a 50 kilómetros del puerto, encontré que una de las ruedas delanteras estaba sin aire. Estas cubiertas sin cámara generalmente lo pierden muy lentamente, así que sin perder un segundo le metí aire con mi pequeño inflador de pie. Tenía el tiempo justo para llegar al ferry.
Con la rueda inflada partimos raudamente. Mientras recorríamos el fabuloso camino entre bosques y montañas, los rayos del sol iluminaron las nieves de los cerros. Nos detuvimos a fotografiarlos. Uno de ellos, poco tiempo después, se haría tristemente célebre. Más adelante tuve que detenerme una vez más para volver a inflar la rueda. Casi perdemos el barco por eso.
Una vez a bordo y pasada la tensión de pensar que no llegábamos a tiempo, empezamos a disfrutar de un viaje fantástico. La barcaza Alejandrina, ése es el nombre del ferry, zarpó de Chaiten sin que nadie imaginara lo que pocos días más tarde le ocurriría a este simpático pueblo. Al principio la niebla blanca nos cubría sin que pudiéramos ver nada, pero a poco de navegar empezamos a ver los picos de los cerros que sobresalían de entre las bajas nubes costeras.
A medida que se disipaba la niebla a estribor pudimos admirar las montañas nevadas de los Andes y, entre ellas, varios volcanes cuyas siluetas dominaban el horizonte
Aproveché para repasar mis apuntes sobre los antiguos viajeros de la zona. Todos ellos coincidían en que navegar por la zona permite tener una vista espectacular de los volcanes. Específicamente Darwin escribe: “Disfrutamos de una estupenda vista de conos nevados en la Cordillera”. Mirando hacia la popa de la barcaza sobresalía uno de ellos: el Corcovado, que le da el nombre al lugar por donde navegábamos, el Golfo de Corcovado.
A medida que se disipaba la niebla a estribor pudimos admirar las montañas nevadas de los Andes y, entre ellas, varios volcanes cuyas siluetas dominaban el horizonte. Además del Corcovado sobresalían el Yates y el Osorno. Del otro lado, a babor, veíamos la isla de Chiloe, que nos protegía del fuerte mar del Pacífico, y más cerca nuestro una serie de islotes de extrañas formas. Uno de ellos, conocido como la Silla del Diablo, captó mi atención y le saqué varias fotos.
Detrás, amenazadora, aparecía una nube marrón. Cenizas volcánicas. “El Llaima”, dijo misteriosamente un pasajero a mi lado
En el trayecto nos cruzamos con algunos barcos, no muchos. La extraña geografía de la zona hizo que la región quedara al margen del avance del progreso. Hay muy poca población y casi ninguna actividad económica más que la pesca y la cría de salmones. Gracias a esto permaneció intacta la espesa selva valdiviana que, lamentablemente, más al norte de Chile fue eliminada.
Al cabo de unas horas, y ya con la niebla totalmente desaparecida, podíamos ver en toda su majestuosidad al Osorno y sus nieves eternas. Detrás de él, amenazadora, aparecía una nube marrón. Cenizas volcánicas. “El Llaima”, dijo misteriosamente un pasajero a mi lado. Desde hacía pocos días el volcán Llaima había entrado en erupción vomitando su ceniza al aire para que los vientos la desparramaran. Estábamos sorprendidos, ¿Cómo podrían haber viajado más de 100 kilómetros?
Al volver a mirar la Cordillera y ver esos hermosos conos no pude dejar de pensar cómo, detrás de esa belleza, se escondía un enorme potencial destructivo
Entre mis apuntes tenía un dibujo y una frase de otro viajero. El capitán Robert Fitz Roy escribió hace 180 años: “Por la noche el Osorno se veía en erupción arrojando chorros de llamas brillantes en la oscuridad”. Éste y muchos otros relatos de viajeros dan la pauta de la intensa actividad volcánica que domina la zona. Al volver a mirar la Cordillera y ver esos hermosos conos no pude dejar de pensar cómo, detrás de esa belleza, se escondía un enorme potencial destructivo. Es lógico pensar que esas montañas crecieron a partir de una sucesión de catástrofes. Pero uno tiende a creer que éstas pertenecen al pasado y que en el presente todo es paz bucólica. Cada tanto, la Tierra nos demuestra cuán equivocados estamos.
Al amarrar en el norte de la isla de Chiloé terminamos un viaje inolvidable por las exquisitas vistas del mar y las montañas, pero la enorme nube marrón nos recordaba, como una amenazanta espada de Damocles, que esos volcanes están vivos y que, inexorablemente, su potencial se liberará provocando destrucción.
Pocos días después de nuestro viaje otro volcán explotó. Sus cenizas embalsaron y desbordaron el río Blanco, cuyas aguas inundaron el cercano pueblo del Chaitén
Muy pocos días después de nuestro viaje en la barcaza Alejandrina otro volcán explotó: el Chaitén. Se trataba de uno de aquellos picos que había fotografiado desde la camioneta camino al ferry. Sus cenizas embalsaron y desbordaron el río Blanco. Sus aguas inundaron el cercano pueblo del Chaiten, que fue totalmente evacuado. De la noche a la mañana, sus habitantes perdieron sus hogares.
Como si eso no bastara, tres años más tarde otro volcán muy cercano entró en una devastadora erupción de cenizas, el volcán Puyehue. Nosotros continuamos nuestro viaje sin saber lo que el destino depararía a los lugares que estábamos visitando.