En pocas ciudades del mundo una estatua es tan reveladora de su idiosincrasia como en Tlaxcala. México es hoy lo que es gracias, en gran medida, a los tlaxcaltecas, cuyos antepasados se aliaron con Hernán Cortés para derribar la hegemonía azteca. Su nobleza emparentó con los españoles, germinando la sociedad mestiza que todavía perdura. Cinco siglos después, sin embargo, sus descendientes, tan mexicanos como el que más, llevan ese episodio de su historia como un baldón, hasta el punto de que el único monumento que recuerda lo sucedido es una estatua de Xicoténcatl “El joven”, el hijo del cacique que se rebeló contra el conquistador y fue ahorcado por ello. México todavía no está preparado para reconciliarse con Cortés, “con su otra mitad”, como dejó caer el nobel mexicano Octavio Paz, para quien “el odio a Cortés no es ni siquiera odio a España, sino a nosotros mismos”. Y Tlaxcala, mientras esa reconciliación se produzca, sigue negando su recuerdo tantas veces como haga falta. “Prohibido recordar a Hernán Cortés”, deberían advertir a los visitantes.
La antigua Plaza de Armas de Tlaxcala invita a dejar pasar el tiempo, a conversaciones mecidas por la rutina, a escrutar a los extraños buscando el anonimato en una sombra. La hoy plaza de la Constitución (bautizada así en honor a “La Pepa”) está trazada a escruadra y cartabón a imagen del urbanismo castellano de la época. Es una plaza mayor con todas las de la ley, donde no falta ni Palacio de Gobernación (la autoridad política) ni catedral (autoridad espiritual) ni la indispensable fuente (obsequio de Felipe IV).
La estatua de Xicoténcatl desprende, tan apuesto y aguerrido, esa sublimación con que los mortales solemos adornar a los mitos
Como todo epicentro de poder que se precie, el palacio ha aguantado el tipo frente a rebeliones indígenas y hasta terremotos. El peaje: apenas una parte de su fachada es original. Pero dentro alberga un verdadero tesoro: el mismísimo Hernán Cortés pintado por Desiderio Hernández Xochitiotzin (los apellidos del artista local explican por sí mismos el pasado de la ciudad), que retrató en unos murales magníficos la historia de Tlaxcala. Allí está el viejo cacique, casi ciego, palpando las facciones del conquistador extremeño con el que acaba de sellar el pacto más importante de la historia, no ya de Tlaxcala, sino de todo México. Los 400 metros cuadrados de pinturas no incorporan la carga dogmática de los murales de Diego Rivera en el Palacio Nacional del DF, lo cual es de agradecer. Pero rebosan la misma eclosión de colores y vitalidad. Ésta no es historia muerta, sino muy viva.
A unos pasos del Palacio de Gobernación, camino de la catedral, me doy de sopetón con la estatua de Xicoténcatl, que desprende, tan apuesto y aguerrido, esa sublimación con que los mortales solemos adornar a los mitos. De pie y preparado para el combate, Xicoténcatl sostiene un escudo en una mano y su arma en la otra, un precursor de Terminator dispuesto a vengar la afrenta de las amistades peligrosas de su padre.
Su oposición a Cortés le sirvió como pasaporte para la gloria y como coartada moral para los hijos de Tlaxcala
Es el eterno tira y afloja entre la determinación y el arrojo de la juventud y el pragmatismo sereno de la vejez. Sucede que la valentía impetuosa conduce muchas veces a la muerte, a la horca en el caso de Xicoténcatl, quien desertó de las tropas hispanoindígenas que caminaban ya hacia Tenochtitlan, capital del imperio azteca, para intentar regresar a Tlaxcala y encender la rebelión contra los españoles. Su traición fue descubierta a tiempo y Cortés envió a varios emisarios para intentar que recapacitase, pero el joven se negó en redondo. Su padre no movió un dedo por salvarlo. Muy al contrario, advirtió a Cortés de que su hijo no era trigo limpio, que no se fiase de él y que intentara matarlo. Tampoco uno de los lugartenientes del conquistador, Pedro de Alvarado (amante de la hermana de Xicoténcatl, rebautizada como Luisa), intercedió en su favor. Fue ahorcado en un árbol de Texcoco, pero su oposición a Cortés le sirvió como pasaporte para la gloria y como coartada moral para que los hijos de Tlaxcala encontrasen un motivo del que enorgullecerse cuando sus compatriotas les señalaran como malinchistas.
Es difícil elegir entre dos traiciones. La memoria de Tlaxcala estaba obligada a decantarse entre Xicoténcatl “El Viejo” -quien tras plantear batalla a Cortés infructuosamente decidió sellar una alianza para arremeter contra sus enemigos aztecas, que año tras año capturaban a sus jóvenes para regar de sangre sus pirámides y les freían a impuestos– y su hijo, que no acató ese pacto e intentó levantar a los tlaxcaltecas contra su padre. Tlaxcala eligió a este último, porque en el juicio sumarísimo de México a Cortés no quería ser condenada como cooperador necesario. Ya había bastante con la Malinche, la indígena amante de Cortés que fue su intérprete durante los primeros pasos de la conquista, para estigmatizar el colaboracionismo con los invasores (el malinchismo sigue vigente como sinónimo de traición en la sociedad mexicana).
La iglesia está vacía y el viajero agradece que sus puertas estén abiertas de par en par, una costumbre hospitalaria que en España hace mucho tiempo que se perdió
En los pórticos de la plaza se anuncia la actuación de un ex concursante del Gran Hermano español, que viene dispuesto a quitarse la ropa en un espectáculo de “streaptease”. Hemos cambiado la espada por el tanga, lo cual no está nada mal. Ya en el antiguo convento de San Francisco (rodeado por una muralla recordando su condición de convento-fortaleza) lo primero que llama la atención es su techo de artesonado mudejar, muy bien conservado. La iglesia está vacía y el viajero agradece por encima de todas las cosas que sus puertas estén abiertas de par en par, una costumbre hospitalaria que en España hace mucho tiempo que se perdió (quizá en prevención de la incómoda visita del Erik “El Belga” de turno).
Xicoténcatl parece mirarme de reojo al pasar de nuevo a su lado. Sus ojos, sin embargo, no piden pelea
Muy cerca del antiguo convento se encuentra la Capilla Real de Indios, construida por los caciques de Tlaxcala en honor a Carlos V y donde se celebraban los actos religiosos para los indígenas. En una sociedad donde, desde el primer momento, se produjo el mestizaje (algo que no sucedió, conviene recordarlo, en las colonias administradas por Su Graciosa Majestad) me cuesta creer que esta separación de cultos respondiera a una estigmatización. Prefiero pensar que era una forma de atraer a la fe católica a los indígenas, acostumbrados a celebraciones al aire libre, de forma menos traumática. Asumo, desde luego, que puedo estar equivocado.
Me despido de Tlaxcala, cuna del México moderno mal que le pese, en la Posada de San Francisco. Xicoténcatl parece mirarme de reojo al pasar de nuevo a su lado. Sus ojos, sin embargo, no piden pelea. Debe estar al tanto de que ahora sólo venimos armados con un tanga.