El hombre que inventaba mujeres

info heading

info content

A Abdul el mundo se le encogía en sus delgadas manos. Todo le era tan pequeño que no había en sus ojos suficiente mirada. Y entonces lo inventaba. Inventaba un mundo a lápiz y papel en el que soñaba con la libertad. Eso es lo que siempre repetía con su gesto resignado, “quiero ser libre, que nadie intervenga en mi vida, que nadie decida por mí”.

Y entonces este joven egipcio de 25 años comenzaba a soñar con mapas e imposibles. “Es muy caro, muy caro salir del país”, repetía mientras tomaba un té mirando el Mediterráneo en Damietta,  una ciudad egipcia que arrastra el Nilo hasta la muerte. Abdul quiere viajar, ver el mundo que existe más allá de sus huellas y no puede. Y lo intenta, y sueña y mientras tanto pinta el mundo que quiere conocer.

Me gustaría ir a pintar a París. Me gustaría salir de aquí

Y en su mundo hay bellas mujeres que enseñan la espalda y el rostro. No son nadie, son sólo sombras con luz que él inventa en su soledad. Esa soledad en la que él puede permitirse el lujo de ser sincero con sus ganas tras un lienzo en el que la vida aparece más real que en todo su estricto mundo de reglas ajenas. “Me gustaría ir a pintar a París”, nos confesaba con tono tan firme como bajo. “Me gustaría salir de aquí”.

Y todo aquello pasaba mientras su primera juventud se iba gastando entre papeles de un puerto donde trabajó también su padre. Y él trabaja  allí para el hijo del jefe de su padre, un buen tipo, que ahora es también su jefe. Porque en su mundo esas son las normas: “Las cosas se hacen por rutina”, nos decía indignado. Y rutina quiere decir que él está obligado a ser su padre porque el orden de este universo requiere que las líneas sean rectas para no poner en peligro el destino de las cosas con curvas inesperadas.

La madre se desespera de tanta anarquía que su hijo practica en su alma

Y para ello su madre, una estricta profesora que maneja el futuro de su hijo como se explican las reglas ortográficas, le va presentando mujeres de las que Abdul debe enamorarse. Y él  va a aquellas cenas con las familias de unos y otros con la rebeldía de quien ha decidido soñarse. Y entonces mira a su madre con gesto contrariado y le explica que aquella joven no es la suya y la madre se desespera de tanta anarquía que su hijo practica en su alma.

Y cuando nos contaba eso estaba también su amigo de infancia, Ali, también de 25 años, que había vivido once años en Arabia Saudí con su familia y que le quedan tantas cicatrices en el recuerdo que aseguraba que nunca más saldría de su tierra. “Egipto es el mejor lugar del mundo y podría ser el país más rico de la tierra, lo tiene todo”, decía el inmenso Ali que triplicaba en tamaño a su soñador amigo. “Ahora estamos haciendo las cosas bien, hay que dar tiempo al nuevo Gobierno para cambiar las cosas. Nosotros no somos Afganistán”, decía. Y Abdul negaba con la cabeza y Ali le decía entre risas, que son dos buenos amigos, “vete con ellos a Sudáfrica”. Y a Abdul se le encendían los ojos con la posibilidad de huir de su sombra.

A Abdul se le encendían los ojos con la posibilidad de huir de su sombra

Y para Ali todo era bueno. Y él estaba ya prometido con su enamorada. Y sus hormonas soñaban con la noche que pudiera quedarse a solas con ella, para lo que tiene que casarse antes. Y su suegra ponía las normas y fijaba los criterios para permitir la boda de su hija. Y pedía mucho, y quería una casa mejor, y que se instalaran en su tierra, y… Y él, que nunca ha podido pasar un solo día a solas con la mujer que pasará el resto de su vida, me decía: “El día que nos casemos será mía y dejará de ser de su madre. Es la mujer más bella del mundo”. Y aceleraba su coche hasta el límite, que esa era la única pasión que hasta ahora le está permitida palpar a Ali.

Pero nada de eso es la vida de Abdul. Y entonces él huye y pinta de nuevo, en la intimidad de sus horas, para olvidar tanto reglamento con el que amasar sus sentimientos. Y con una de esas pinturas apareció una noche en nuestro hotel de Damietta, Casablanca, que era una cueva sin vida en la que nos sentíamos presos, para regalársela a Vítor. Mi amigo portugués había visto antes la pintura y le había pedido comprársela. Y el joven egipcio hizo todo con tanta generosidad que vino con cinco lienzos y nos ofreció a todos uno. Y Vítor eligió uno en el que una chica guapa se sujeta el rostro con gesto tímido. Y Abdul enrolló el lienzo, lo entregó y pidió a cambio una única cosa: “Te regalo este lienzo con una única condición, que si ves en algún lugar a esta mujer le digas que la ando buscando. Tienes que prometerme que lo harás”.

Y tras aquellos días encarcelados en Damietta hasta que nos devolvieron nuestro coche se quedó Abdul, el tipo que inventa mujeres a las que amar, que quiere vivir libre, viajar.

P.D. Abdul, Ali y Mohamed son tres jóvenes que trabajan en la agencia portuaria que debía sacar nuestro coche del puerto de Damiettta. Son tres tipos formidables, los únicos amigos que encontramos hasta ahora en esta tierra, que en su juventud tienen una rebeldía ante tanta absurda regla y tanto estricto pasado. Del resto, mejor no hablar de las canalladas del puerto y sus funcionarios, ni  del trato de un hotel en el que te intentaban cobrar cada sonrisa, ni de tanta gente que lo único que ha pretendido es nuestro dinero sin ofrecer nada a cambio. Conocer gente como aquellos chicos y escuchar sus historias es por lo que viajamos. Ya estamos en ruta de nuevo.

  • Share

Comentarios (1)

  • Lydia

    |

    Abdul huye de la realidad mediante sus lienzos, Alí confía en que Egipto mejorará… Un contraste interesante.

    Contestar

Escribe un comentario