Se cumplen hoy, 27 de enero de 2025, 80 años de la liberación del campo de concentración de Auschwitz, en Polonia. Los nazis asesinaron allí a más de un millón de personas. La mayoría de ellas fueron judíos, pero también se exterminó a polacos, romaníes, soviéticos, homosexuales… a los que el régimen de Adolf Hitler convirtió en un simple virus que liquidar. Esta es la historia y voz de Jacques Stroumsa, uno de los supervivientes de aquel horror. Conviene leerla, más ahora que el mundo parece asomarse de nuevo al abismo de las grandes guerras y las agresiones impunes de naciones y sus habitantes, para recordar lo que significa quitar a todo un colectivo la categoría de ser humano y convertirlo en un simple trozo de carne al que deber eliminar. En VAP recuperamos esta historia de 2012 de Ricardo Coarasa y su encuentro con el violinista de Auschwitz:
Es fácil sucumbir al calendario lamentando ocasiones perdidas, sin tiempo siquiera para ser conscientes de lo afortunados que somos cuando la vida nos guiña un ojo. No fue éste el caso. Tener la oportunidad de escuchar durante hora y media a Jacques Stroumsa fue un verdadero privilegio que comencé a agradecer en el mismo momento en que entró en la sala ese vigoroso y empequeñecido anciano que lucía en su antebrazo izquierdo el número del infierno. El encuentro se produjo en Jerusalén (mi agradecimiento eterno para Casa Sefarad y Yad Vashem, que lo hicieron posible), cuando al “violinista de Auschwitz” le quedaba apenas un año de vida. Tenía por entonces 96 años, pero en su mirada todavía brillaba la determinación y el coraje de la juventud perdida. Lo escuchabas hablar y albergabas la sensación de que Stroumsa había sido bendecido, después de todo, con un don divino: su longevidad y la pasión de sus palabras eran necesarias para recordarnos que un día fuimos bárbaros y, lo que es peor, podríamos volver a serlo si olvidamos con civilizada displicencia la oscuridad del alma humana en los campos de concentración nazi.
La historia de Stroumsa es bien conocida, y él la recordó a grandes rasgos para nosotros, un grupo de periodistas españoles de seminario en la ciudad santa. Judío sefardita, nació en Salónica, que sería ocupada por las tropas de Hitler en abril de 1941, por lo que dos años después fue deportado a Polonia. El 8 de mayo de 1943 es una fecha que le acompañaría siempre. Ese día llegó a Auschwitz. Su esposa, embarazada de ocho meses, lo acompañaba. Sus padres y suegros también formaban parte de la triste comitiva. Bajó del vagón asido de la mano de su mujer. En la otra mano llevaba el violín. Así nos lo contó. En los mismos andenes los separaron. “El violín déjalo en el vagón y tu mujer que se vaya con su madre o la tuya”, le ordenó un SS. “Se fueron hacia la derecha. Había unos automóviles con la insignia de la Cruz Roja y pensé que nos volveríamos a ver dentro de tres horas”, rememoraba Stroumsa. No fue así.
A las cinco de la tarde me dijeron toda la verdad: “Tu esposa, tu padre y tu madre, olvídate, no viven más, pero no hables de esto”
Ese mismo día todas las mujeres y los niños fueron asesinados en las cámaras de gas. Qué poco cuesta escribirlo y cuánto tratar de imaginarlo. “A las cinco de la tarde me dijeron toda la verdad: “Tu esposa, tu padre y tu madre, olvídate, no viven más, pero no hables de esto”. Era para volverse loco”, explicaba en ladino, la lengua de los judíos sefarditas expulsados de España que sus descendientes, cinco siglos después, no han olvidado. Entonces le tatuaron en el brazo el número que le acompañaría hasta su muerte, porque como a él le gustaba repetir “lo tengo grabado en la sangre”. Podía haber seguido el camino de los seis millones de judíos exterminados en las cámaras de gas, pero las notas de su violín amansaban a las fieras y pasó a formar parte de la orquesta del campo de Auschwitz-Birkenau II, de la que era el último superviviente. A los oficiales de la SS les gustaba escuchar marchas militares, liturgia atroz, después de gasear a miles de inocentes todos los días.
Para Stroumsa, su violín fue el salvoconducto para seguir viviendo. Eso y su conocimiento del alemán (hablaba seis idiomas). “Ser ingeniero y saber hablar alemán me ayudó. Los SS, cuando pasaban a mi lado, ni me saludaban, pero me tenían un respeto terrible y nunca me amenazaron con matarme”, recordaba. Paradójicamente, la única agresión que sufrió durante su estancia en el campo de concentración, al menos la única de la que era capaz de acordarse, fue a manos de otro judío, “un capo (prisionero seleccionado por los alemanes encargado de mantener el orden en los barracones), que era yugoslavo, me dio un día una patada. Yo le dije: “No me hagas rabiar que también tengo pie”. Luego fue asesinado por los propios prisioneros”.
Hablaba con la mirada mientras sus palabras apuntaban a la conciencia de la humanidad entera; durante hora y media no se permitió la más mínima debilidad
En enero de 1945, “el día que salí vivo de Auschwitz”, el violinista de la orquesta del campo de concentración que encarna como ninguno todo el horror del nazismo, empezaba una nueva vida. Todavía le quedaban casi cinco meses, los de los estertores del régimen, en el campo de Mauthausen, pero lo peor había pasado. Vivió en París, se trasladó a Israel en 1967 como voluntario en la Guerra de los Seis Días y ya nunca abandonó Jerusalén, donde moriría un 14 de noviembre de 2010. Se casó de nuevo, con una descendiente de españoles, superviviente como él de un campo de concentración. Regresó a su Salónica natal para saldar cuentas con la memoria de su niñez, buscando quizá en las aguas del Egeo una explicación para tanta barbarie. Un viejo amigo le reprochó que no volviese a vivir allí, “donde hasta las piedras te conocían”. Tras escapar de la muerte necesitaba rodearse de vida. Y vaya si lo hizo. Tuvo tres hijos, ocho nietos y cuatro bisnietos. Y, sobre todo, conservó una vitalidad envidiable hasta sus últimos días.
Se sabía heraldo de la mayor de las atrocidades y se sentía indudablemente orgulloso de ser la voz de las voces quebradas en las cámaras de gas
Nos advirtieron de que no le fatigásemos con muchas preguntas, pero a él no parecía importarle. Hablaba con la mirada mientras sus palabras apuntaban a la conciencia de la humanidad entera; durante hora y media no se permitió la más mínima debilidad, la más ligera concesión a su avanzada edad. Se sabía heraldo de la mayor de las atrocidades y se sentía indudablemente orgulloso de ser la voz de las voces quebradas en las cámaras de gas, de su mujer, del hijo que nunca nacería, de sus padres, de tantos otros. No le importaba enseñar su brazo tatuado, dejarse fotografiar, escarbar por enésima vez en la memoria funesta de aquellos días terribles. Mostraba orgulloso una copia de una carta del Rey de España agradeciéndole sus memorias sobre esos “años de lucha”, antes en Auschwitz, después por todo el mundo “para que nadie olvide una de las páginas más trágicas de nuestra historia”. La otra, la suya propia, seguirá muy viva en el corazón de todos los que tuvimos la suerte de escucharle. Como él mismo decía, “mi historia no tiene final”. Descanse en paz Jacques Stroumsa, el violinista que escapó de las fauces de la bestia.