La ciudad se deshace como cartón empapado por la lluvia. Su robusta piel de edificios altos en el centro, de hormigón en desgana y aceras con hoyos constantes, no evita que la ciudad tenga la misma filosofía que todas las grandes urbes africanas que he visitado: en las afueras se agolpa la miseria, los tenderetes de ventas inservibles, fruta acumulada sobre maderos o zapatos desparramados por las calles. La ciudad, sin embargo, quizá por el bello sonido del portugués, parece más cercana; casi, por momentos, más caribeña que africana.