Algunas montañas parecen llevar en su nombre una maldición, como si arrastraran una implacable condena o pesara sobre las mismas un anatema bíblico, pero basta con escuchar su nombre para sentirse irremisiblemente atraído por ellas. Me pasó en su día con los Infiernos y la Maladeta, en el Pirineo aragonés, y, más recientemente, con la Maliciosa, en Guadarrama.