La Revolución Naranja ha muerto antes de nacer entre huevazos y bofetones. En el Parlamento se han liado a guantazos y los comentaristas se sorprenden. Ucrania está dando la espalda a Europa, dicen consternados. Les entristece que la guapa Timoshenko, rubia europeista que se peina con una ensaimada en la cabeza, se haya quedado con un palmo de narices y la flota rusa en Crimea. Fuera de estos lugares comunes, nadie va más allá en el retrato. Tengo la impresión de que muchas de estas columnas están escritas por gente que no ha puesto jamás los pies en Ucrania.
Polonia, la República Checa o Eslovaquia sí son Europa. Una Europa invadida, dominada y humillada por la Unión Soviética. En esos países han mandado al basurero toda la ferralla comunista. Están en un sincero esfuerzo por recuperar su ser: naciones occidentales y modernas que fueron un día parte esencial del Imperio Austrohúngaro. Ucrania es otra cosa. Es algo que se siente nada más cruzar la frontera, algo que los sabihondos deberían hacer. No es que nos dé la espalda, es que nunca ha pretendido darnos la mano. Además, ¿por qué habría de hacerlo? En caso de conflicto con Rusia, saben que les dejaríamos en la estacada como hemos hecho con Georgia.
Entrando desde Hungría, el país se muestra boscoso y montuno. Los campos exhiben gran cantidad de colores: verde, amarillo, rojo, violeta. Todo el camino está salpicado de estrellas rojas, monumentos a la victoria contra los alemanes, esculturas dedicadas al agricultor, al soldado, al artesano, al obrero. Sigue en pie toda esa vieja épica musculosa de cuadriculados héroes del pueblo. Lo curioso es que la imaginería soviética coexiste con un fuerte resurgir religioso. Lenin y Cristo conviven frente a frente mientras los habitantes muestran un rostro hostil y antipático. Nadie sonríe en Ucrania.
Si uno pretende vivir una aventura en moto conviene, antes de comprar un solo mapa, enterarse de qué idiomas hablan por ahí fuera y aprender al menos unas cuantas palabras
Nadie salvo los agentes de tráfico. Pero la suya es una sonrisa de hiena. Depredadores insaciables para cobrar sobornos. Su desfachatez demuestra una corrupción consentida por las autoridades. Sería un eficaz modo de conseguir que el servicio público se preste mientras se pagan salarios de miseria a los funcionarios. Ya se encargan ellos de aplicarse al trabajo para completar la escasa paga cobrando directamente de los usuarios. Hacer los primeros ciento cincuenta kilómetros me ha costado un buen puñado de euros. He pagado la novatada. Pronto aprenderé que incluso para la extorsión hay fijadas tarifas aceptables.
Si uno pretende vivir una aventura en moto conviene, antes de comprar un solo mapa, enterarse de que idiomas hablan por ahí fuera y aprender al menos unas cuantas palabras que faciliten lo más básico: comida, bebida, repostaje y alojamiento. ¿No basta acaso con el inglés y el francés? Dejando aparte los grandes hoteles de gran ciudad, la mayoría de la gente con la que te relacionarás fuera de Europa Occidental sabe menos inglés que Alfredo Landa.
En la antigua Unión Soviética podemos caer en la más total incomunicación. Allí solo hablan ruso. El aventurero principiante tal vez confíe en mímica para hacerse entender. Pero se puede llevar sorpresas, situaciones embarazosas, cuando no un buen susto. La mímica es, como todos los lenguajes, una creación cultural y una convención social. Diferentes culturas y sociedades, distintos gestos. Cuando entré en Ucrania, tanto las señales de tráfico como las voces me eran incomprensibles. Era como estar en un laberinto. Allí hay hombres armados en las estaciones de servicio. ¿Cómo hacer comprender que quieres llenar el depósito?
Se me acercó un tipo con manguera en ristre y mirándome a los ojos deslizó el dedo índice por su cuello como quien amenaza con cortar el tuyo. Me quedé helado. Deslicé un montón de billetes en la caja, llenaron el depósito, devolvieron el cambio, y me largué todavía con temblores en las canillas. Trescientos kilómetros más tarde, en la siguiente gasolinera, el operario repitió tan amenazador gesto. Esta vez, lejos de asustarme, asentí. Él llenó del depósito y yo pagué la cifra exacta. Así fue como aprendí que el modo soviético de indicar que quieres llenar el depósito “hasta arriba” consiste en deslizar el dedo por el cuello de un extremo a otro. Y es que los gestos no siempre significan lo que parecen. Así que cuidado ahí fuera con lo que hacemos con las manos.
La camarera no entiende una palabra de inglés pero es muy simpática. Se llama Iluana. Me regala la primera sonrisa sincera
Kirovgrado es una ciudad en el centro del país. El hotel Interturist es un mausoleo gris de más de diez pisos. Todas las luces están apagadas. No hay huéspedes. La habitación goza de todas las comodidades que necesitara Breznev: teléfono de bakelita y jergón de medio metro de ancho. Intento cenar pero no encuentro nada comestible salvo un quiosco con terraza donde sirven cervezas y cacahuetes. Los hombres parecen asesinos en serie; las ucranianas tienen tipazo. Se ve que comen poco. Son muy guapas hasta los 25, a partir de ahí las afea la dentadura de oro y el exceso de vodka casero. La camarera no entiende una palabra de inglés pero es muy simpática. Se llama Iluana. Me regala la primera sonrisa sincera.
Me despierto a las cinco. Entra luz a raudales. No hay cortinas, lujo decadente y burgués que sólo aprecian los vagos y los enemigos del pueblo. En el comedor suena música de discoteca. Sale a mi encuentro una empleada malencarada. Me odia y ninguno de los dos sabemos por qué. Entrego mi ticket de desayuno y recibo como premio un plato de pescado de río cocido y arroz blanco con pepinillos. Ahora entiendo tanta hostilidad, esta gente no come fibra vegetal.
Voy hacia el éste, hacia la parte rusa. Es todavía peor. Asombra tanta pobreza. He visto a un tío arando su campo. Sería algo normal si no utilizara a su mujer como animal de tiro. Cada ciudad o pueblo es un atasco de Ladas, Trabants y Dacias. Los camiones echan más humo que Santiago Carrillo en una reunión del Comité Central.
Me dirijo a Mariupol, ciudad vacacional a orillas del Mar de Azov. Cuando llego donde se supone que está la playa, solo encuentro un horizonte de chimeneas humeantes y grúas portuarias. A los ucranianos no parece importarles. Se tumban felices en una arena gruesa mezclada con cenizas. Los veraneantes se bañan en estas aguas oleaginosas mientras su pálida piel contrae enormes melanomas. Me siento en una terraza a tomar una cerveza de sabor deleznable. Una cuadrilla de rapados delincuentes se acerca a examinar la moto. “¿Amerikanski?” preguntan entusiasmados. “No”, contesto, “Español”. En su visible mueca de decepción se puede leer el hondo afecto que sienten por Europa.