Regresé empapado, tan bañado en mi sudor como ahora. 1981, 1861, 1981, 1861. Me duché y arranqué en dirección Manila. Estaba lejos. A más de 450 kilómetros. Diez horas, me advirtieron. Y no mentían. El tráfico y las obras se sucedían. Poco a poco, fui acercándome a mi destino. Cada vez más impaciente por llegar. Es Manila, me decía. Es Manila, la deseada. El destino. Y como siempre, los últimos kilómetros, los más largos. Hasta que se produjo el milagro. Una autopista. Una autopista de verdad, con sus dos carriles y sus peajes. A 100 por hora me lancé hacia el centro de la ciudad. En realidad son varias ciudades apiñadas en torno a la bahía y al pequeño enclave de Intramuros. Cuando entré en la zona amurallada lo vi como el símbolo de mi victoria. El monumento al 400 aniversario de la expedición de Legazpi en 1564.
Cuando entré en la zona amurallada lo vi como el símbolo de mi victoria. El monumento al 400 aniversario de la expedición de Legazpi en 1564
El “Viejo” y yo tenemos algo en común. No la grandeza. Claro. Yo no soy un grande por muy lejos que viaje, solo soy un hombre pequeño en un tiempo confuso. No trato de conquistar cumbres ni fundar ciudades, solo de contar historias porque nací y moriré escritor y aunque un día no tenga lectores ni fuerzas para montar en moto seguiré escribiendo sin obedecer a ningún amo. No hay sponsor suficientemente importante para moverme una coma. Como aquellos capitanes que reprimían motines sin piedad, mi discurso es lo único que tengo y por protegerlo tal cual es, he apartado compañeros de viaje, perdido novias y rechazado cheques. Y así será hasta al final. Yo no soy un grande como lo era Legazpi aunque sí tengo una virtud que la falsa modestia nunca me hará negar. Soy esforzado. Lo aprendí en casa. Sin esfuerzo no hay recompensa alguna. El talento, la genialidad, la inteligencia, la belleza física… todo eso son dones que te regala Dios o la naturaleza. No se puede estar orgulloso de ello. Pero el esfuerzo es solo nuestro. Nos pertenece. Y el mío es solo mío. Como el de Legazpi era solo suyo.
Miguel López de Legazpi no era marino cuando recibió la encomienda del Virrey de la Nueva España de comandar una flota que colonizase Filipinas. Yo tampoco era un aventurero cuando abandoné mi cómoda plaza de registrador. Hidalgo segundón, estudió para letrado, se hizo notario (escribano) en Guipúzcoa y para poder prosperar se marchó a América. Allí, gracias a su buen saber de leyes y procedimientos, siguió escalando en su carrera como alto funcionario hasta enriquecerse y ser Alcalde Mayor de Ciudad de Méjico. Cuando ya tenía casa, hacienda, familia y la vida más que resuelta, recibió una encomienda a la que podía haberse negado. .¿Por qué no lo hizo? Era mayor, lo llamaban “El Viejo”, y ya tenía fortuna y posición. ¿Para qué meterse en ese lío? ¿Qué pintaba en semejante aventura? ¿El ansia de riqueza? Imposible. Vendió todo y de su propio dinero armó una flota en la que reclutó a sus propios familiares. El oscuro burócrata arriesgó cuanto tenía en pos de un sueño. Y lo consiguió. Su viaje fue un éxito. Pacificó las islas, firmó tratados y fundó Manila. Pero la vida es eso que te pasa mientras planeas otras cosas y Miguel López de Legazpi no disfrutó los premios de su esfuerzo. Murió arruinado en Manila en 1572 sin saber que Felipe II le había nombrado Gobernador Vitalicio de Filipinas con una jugosa renta.
Cuan cambiante es la vida. Qué mudable, corta e injusta puede ser
Cuan cambiante es la vida. Qué mudable, corta e injusta puede ser. Sometida siempre al albur de las aleatorias combinaciones, la suerte, el destino, la fama o la riqueza. Magallanes descubrió las Filipinas y lo pagó con su vida. No recibió el blasón que merecía y que sí consiguió su subordinado Elcano. “Tu Primus circunmediste”, tú, el primero que me circunnavegó. Villalobos las bautizó en honor de un príncipe lejano por el que vino a dar la vida; murió preso en una cárcel enemiga. Legazpi alcanzó todos sus objetivos, pero nunca obtuvo la riqueza merecida a pesar de poner en la empresa todos sus esfuerzos. No hay gloria completa. Pero así es el juego. Supongo que ellos asumían ese riesgo en el cargo y que eso es lo que les diferencia de nosotros, siempre quejosos si las cosas no salen como deseamos. Sin embargo, ellos sí sabían que los adoquines del destino marcan una fecha u otra en función de cómo los hayan colocados, y que ese orden desigual hay que asumirlo como inherente a la partida. Ora 1861, ora 1981.
Sobre el barro fresco con el que se hacían estas losetas se grababan siempre los números 1861, la fecha correcta de fabricación
1981, 1861, 1861, 1981. Ahora entiendo la razón de esta inaudita doble fecha que parece no tener sentido. Sobre el barro fresco con el que se hacían estas losetas se grababan siempre los números 1861, la fecha correcta de fabricación. Pero según el adoquín se colocara por el obrero del derecho o del revés la fecha mudaba en más de un siglo. 1861 o 1981 según se mire. Una mera cuestión de descuido o tal vez de lógica implacable. Puede ser que al trabajador que los puso no le importara en qué orden estuvieran colocados. Pero pudiera ser también que estuvieran así dispuestos con toda intención. Este pasillo sobre la muralla se recorre en las dos direcciones. Yo mismo estoy regresando ahora. Los equivocados 1981 que viera al avanzar ahora se tornan correctos 1861. Lo mismo le sucede a los 1861 de antaño, que hogaño se vuelven fecha errada. Piso los últimos peldaños de la muralla y me dirijo al hotel con los ojos enrojecidos por el sudor y la emoción. Ahora que estoy completamente despierto pienso en que la existencia es así y así hay que aceptarla porque los adoquines del destino están siempre ordenados en el orden adecuado aunque muchas veces no los entendamos.