Un mundo de hielo

“El viajero siempre se va de allí más pequeño, más callado, porque los glaciares son por definición inmensos y silenciosos. Impone su dimensión colosal y si les da por partirse, su solo estruendo queda grabado en la memoria como un crujido de siglos imposible de olvidar.”

La Patagonia es uno de esos sitios en los que acabas con la risa floja incapaz de asimilar la hilaridad del paisaje. Los Andes acompañan el camino de ripios de la parte occidental y en la ruta oriental los pingüinos se acomodan en las playas del Atlántico. Hay lagos encendidos, montañas blancas, ciudades de esquí, mapuches reclamando tierras, volcanes activos, ñandúes, moteros, gauchos, cordero patagónico, bosques de araucarias y también hay glaciares, cientos de kilómetros de hielo, un universo de agua congelada, empacho de azul, icebergs descolgados para abrumar al viajero. Y el viajero siempre se va de allí más pequeño, más callado, porque los glaciares son por definición inmensos y silenciosos. Impone su dimensión colosal y si les da por partirse, su solo estruendo queda grabado en la memoria como un crujido de siglos imposible de olvidar.

Hay cientos, miles de glaciares. Se tumban en las montañas argentinas o en los valles inaccesibles de Chile. La mayor parte de ellos es inaccesible, pero hay un lugar que concentra las maravillas en un paseo náutico: es el lago Argentino.

Cientos de kilómetros de hielo, un universo de agua congelada, empacho de azul, icebergs descolgados para abrumar al viajero.

Desde Calafate parten hordas de turistas con gorros de lana, cámara de fotos y sonrisa de ganadores. Los barcos esquivan los témpanos de hielo, pedazos que cayeron de la pared de los glaciares. Nosotros viajamos en la proa, para captar el color azul-verdoso del agua, para apuntar a las montañas nevadas. Detrás, el resto de turistas haciendo zooms y ensayando muecas delante del paisaje.

El lago Argentino, con o sin barcos de turistas, es uno de los lugares más agrestes y hermosos del planeta. Es singular por sus estatuas de hielo flotante y por la cercanía de los glaciares que se pueden rozar con la punta de los guantes. Junto al lago, la bahía Onelli tiene aspecto de cuento, porque sólo en la ficción se puede inventar un lugar con sus flores y sus arboles decorando un lago lleno de estructuras congeladas y valles donde se descuelgan más glaciares.

De vuelta al lago nos acercamos al glaciar Spegazzini y al Upsala, el mayor del Parque Nacional de los Glaciares, tan majestuoso y tan enorme que uno pierde ya la noción del espacio y sólo ve hielo, un mundo de hielo.

Algunos temerarios se han acercado en exceso para ver cómo se desploma el glaciar y han muerto acribillados por las esquirlas de hielo

Pero de todos los glaciares, hay uno que más que contemplarse se choca contigo: el Perito Moreno. Es el más célebre de los campos helados del mundo, el más visitado, el más admirado. Tal vez porque es amable, te da facilidades. Se presenta sin contemplaciones, de golpe, a apenas cuarenta metros de distancia con su frontal elevándose con orgullo y sus bloques desprendiéndose con un sobresalto sordo. Algunos temerarios se han acercado en exceso para ver cómo se desploma el glaciar y han muerto acribillados por las esquirlas de hielo, que salen despedidas cual metralla al impacto con el agua.

Como tantos otros senderistas con crampones, también nosotros caminamos su superficie para sentir que andábamos en otro planeta, rugoso como una gigantesca bola de papel, con pozos de agua donde caben toda la gama posible de azules. El Perito Moreno merece un paseo, pero más de eso sería un exceso de paredes verticales y recovecos que no acaban nunca.

Cuesta pensar que se trata de agua, sólo agua congelada, siglos varados en hielo. Y así contemplando cómo se pierde el glaciar entre los montes, sin ver el final helado uno se queda con la risa floja, sintiéndose un poco más pequeño.

 

 

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