Existe un poblado donde los hombres viven en grutas, al abrigo de una roca gigantesca, junto a los valles más escarpados de África. Habíamos dedicado muchas horas a buscar Coma Cave, porque nadie parecía querer indicarnos el camino que conducía a uno de los lugares más primitivos del país. Pero allí estábamos, con las cámaras apuntando a los pies descalzos de los niños, a las cuevas excavadas hace ciento cincuenta años, a las mantas raídas de las ancianas que han pasado su vida junto a un fuego. Y sin embargo, no hallamos ni un sólo gesto contrariado.
Estábamos en una aldea sin memoria en uno de los países más olvidados del continente. Y todos parecían felices.
La historia de Lesoto se ha forjado con la sangre de los guerreros. Hace dos siglos, muchas de las tribus de esta región del mundo huyeron, se disgregaron o se refugiaron en las escarpadas montañas de lo que es hoy Lesoto. Un tal Moshoeshoe, de la estirpe de los sotho, consiguió unificar los diferentes pueblos y se proclamó rey, que es lo que se llevaba, pero las luchas se sucedieron durante décadas. Los británicos denominaron Basutolandia a ese territorio y lo incorporaron a sus colonias en 1868. A mitad del siglo XX, los sudafricanos también reclamaron la soberanía de una región encajada en sus dominios, pero los sotho combatieron los preceptos del apartheid y las tensiones duraron muchos años más. El 4 de octubre de 1966 se constituye el estado independiente de Lesoto, que significa literalmente “los que hablan la lengua sotho”. Y aunque durante mucho tiempo éste ha sido un terreno de conflicto, británicos y sudafricanos han decidido ya dejarles en paz en sus montañas, que allí de todas formas resulta difícil vivir.
Y eso es lo que encontramos nosotros, un país abandonado, con los tataranietos de aquellos guerreros errantes pastoreando el ganado entre las sierras. Durante nuestra estancia en Lesoto descubrimos que la vida se abre paso entre los maizales, como si sus habitantes quisieran esconderse del mundo. Las casas cilíndricas, que ellos llaman mohorros, estaban limpias, porque las mujeres se empeñaban en ordenar la pobreza y los hombres se plantaban gallardos frente a la cámara, para dignificar su estirpe.
Eso es lo que encontramos nosotros, un país abandonado, con los tataranietos de aquellos guerreros errantes pastoreando el ganado entre las sierras.
Lesoto sigue a su ritmo, mientras que todo alrededor (“todo alrededor” es Sudáfrica) ha crecido demasiado rápido. Por eso, al entrar en sus carreteras de montaña uno siente un frenazo, como si el país entero viviera de espaldas al progreso, cansado tal vez de tanta guerra y tanta promesa de futuro. El porvenir se limita a un estación favorable para sus huertas, a un ternero que está por nacer, a un invierno más clemente. El resto es una ficción y ni siquiera pelean por sus minas de diamantes, ya que los blancos sudafricanos se llevarán eso.
Por eso, cuando alcanzamos la aldea de Coma Cave notamos la paz del que no aspira a grandes cosas. El pueblo, con sus grutas, tiene vistas formidables a un valle situado a dos mil metros sobre el nivel del mar. Algunas vacas pastan en las laderas, siempre hay leña preparada para combatir el frío y en las cuevas, diminutas, cada familia comparte cama, un hornillo y hasta un espacio limpio en la entrada.
Itumele tenía dos años y una risa capaz de convertir la oscuridad de la caverna en un hogar. Como los otros niños del poblado, crecerá con una manta para combatir tormentas, en un país amarrado en el puerto del olvido.
Durante nuestra vuelta al mundo vivimos una situación repetida. En los pueblos más aislados del mundo, los niños nos daban la bienvenida, mientras los adultos nos miraban con recelo. Los que para unos era motivo de júbilo por la sorpresa, para otros significaba cierta presencia invasiva. Sin embargo, en Coma Cave, incluso los mayores acabaron abriéndonos las puertas de sus viviendas sin ventanas.
Pasamos toda la mañana subiendo y bajando el valle, para encuadrar la realidad del lugar con su contexto y siempre estuvimos escoltados por un grupo de niños entusiastas. Cantaban mientras correteaban alrededor de la cámara, como si nada en el mundo pudiera alterar su alegría, ni el frío, ni el hambre, ni la distancia obscena con el mundo del que nosotros veníamos.
José Luis, nuestro productor, afectado por la ilusión inquebrantable de aquellos niños, les compró varias mantas y zapatos y libros de escuela que ellos fueron pagando con más bailes y canciones que aún hoy seguirán sonando en las montañas de Lesoto, porque nada detiene la fe del que nada tiene.