Sudán: una ruta por los pueblos nubios
―Quedaos a cenar, estáis en vuestra casa.
―Muchas gracias, pero tenemos un largo viaje.
―Pero no tengáis prisa, quedaos a dormir y continuad la ruta por la mañana.
―Nos encantaría, pero es imposible, de verdad.
Y entonces nos daban racimos de dátiles para el camino y nos despedían con una sonrisa. Era una familia de Sudán a la que sencillamente preguntamos cómo dirigirnos al norte del país. En lugar de una respuesta nos abrían las puertas de sus casas.
Habíamos perdido la cuenta de las invitaciones que no pudimos aceptar. El viaje andaba acelerado por razones de logística que hoy me parecen tan absurdas que me dan ganas de volver y llamar a cada puerta que no cruzamos para pedir disculpas a aquellos nubios.
Dejamos atrás las pirámides de Meroe, tan solitarias que daba pena su estampa altiva, como de templo hidalgo en mitad del desierto.
Dejamos atrás las pirámides de Meroe, tan solitarias que daba pena su estampa altiva, como de templo hidalgo en mitad del desierto. El viento y la arena se conjuraban para ir tapando la historia de los nubios, desde su origen de piedra, en un rincón perdido de Nubia que nadie transita, en un país que se divide en dos.
Nosotros cruzábamos Sudán con un coche sin suspensiones ni aire acondicionado durante un mes de agosto que nos castigaba acercando el termómetro a los 50ºC. Las noches eran igual de cálidas, nunca por debajo de 40ºC. Debíamos seguir el rastro de otros vehículos pues los caminos desaparecían confundidos en la arena o en terrenos de piedras que no iban a ningún sitio. Pero el Nilo nos acompañaba con su hilera de palmeras aplaudiendo al milagro del agua que cruza la parte oriental del Sahara. Sin embargo, en ocasiones, las huellas de otros coches se adentraban tierra adentro y perdíamos de vista al Gran Río. Agotados, al caer la noche, localizábamos constelaciones, comíamos unos dátiles y dormíamos al raso.
Pero el día nos desvelaba con las primeras luces y las poblaciones del camino se iban presentando con discreción, sin levantar la voz.
Pero el día nos desvelaba con las primeras luces y las poblaciones del camino se iban presentando con discreción, sin levantar la voz. No hay ruidos en los pueblos nubios porque no hay tráfico y sólo el ladrido de los perros o el llanto de algún niño quebranta el silencio del desierto.
Me gusta descubrir la dignidad de lo humilde, el gusto a la hora de pintar las paredes de adobe. Me apacigua contemplar la alegría de estas gentes, su sonrisa callada, como si siempre hubiera alguien durmiendo en el cuarto de al lado. Los hombres no se alteran. Las mujeres se cubren el rostro y andan como de puntillas, para no llamar la atención.
Los pueblos nubios son obras de arte. Mas allá del encanto de lo sencillo, hay aldeas de una belleza incontestable y ese tipo de belleza, si está poco accesible se disfruta más porque el mero hallazgo resulta gratificante. Todas las viviendas tienen un muro bajo, tapias que delimitan el mundo privado de cada cual. Además, las puertas se decoran con filigranas, concentrando a veces todo el color de una fachada.
Un hombre llamado Ahmed nos invitó a visitar la isla de Sai y esta vez ni todos los relojes del mundo podían obligarnos a pasar de largo. Una barca cruzo el río hasta un terreno que habitan los nubios desde siempre. La isla de Sai es sagrada para ellos. Se trata de un terreno no conquistado, donde los templos dejan de parecerse a las mezquitas y se enredan los credos musulmanes con otros más antiguos, que inspiraron las primeras pirámides.
Cinco metros más allá uno podía llegar a calcinar el paso, pero allí no, allí la temperatura era perfecta, como en un juego de malabares térmicos.
Ahmed nos ofreció té y nos facilitó un recinto para ducharnos. En medio de su patio, bajo un sol que se estrellaba en la arena, me fui echando agua tibia, limpiando las horas al volante. Unos veinte segundos después de la ducha estaba completamente seco y huí hacia las sombras. Pero la arquitectura nubia resulta desconcertante. En una especie de porche con paredes gruesas de adobe no hacía calor. Cinco metros más allá uno podía llegar a calcinar el paso, pero allí no, allí la temperatura era perfecta, como en un juego de malabares térmicos. La sombra es más sombra en esas construcciones.
Ahmed nos habló del carácter afable de su pueblo, aunque sentados en el porche de su casa me pareció innecesario que nos convenciera de ello. También nos habló de su historia de resistencia, de su amor a esa tierra que arde en verano, de la veneración del Nilo. Es más nubio que musulmán y nos habló sin complejos de la imposición religiosa de su pueblo, una revelación sorprendente viniendo de alguien que se inclina hacia la Meca varias veces al día. Nos dimos cuenta de que en el norte de Sudán hay un pueblo sin tiempo definido, que apenas se cuela en los destinos de los viajeros, cuya historia parece destinada a enterrarse como su templos.
Pero Ahmed nos abrió las puertas de su casa, para siempre, sin condiciones. “Es uno de esos sitios a los que merece la pena regresar”, pensé mientras me alejaba dando buena cuenta de otro racimo de dátiles.
Comentarios (3)
Mayte Toca
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El video de Sudan me ha sacado una sonrisa enorme!! que buen trabajo Daniel, es una obra de arte!!
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Lydia
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El viernes vi el capítulo correspondiente a vuestro paso por Sudán. ¡Qué pena me dio que se acabara la reposición de la serie! Me quedé con la miel en los labios, como la primera vez que la vi. La voz cálida y envolvente de J. Barreiro combina perfectamente con las imágenes, así como la música.
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pallaca
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Impresionante!!…Hoy Domingo he visto el último capitulo de UN MUNDO APARTE….Que penita que se haya terminado …Agradecimiento a los tres ya no sólo por ver tanta maravilla también por conocer la sencillez de la gente y su hospitalidad con personas que no conocen.Tenemos que aprender de ellos. GRACIAS!!
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