A orillas del lago Victoria: caddie busca golfista mzungu

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Es uno de esos lugares nimbados por los mitos a los que siempre quieres llegar. Había estado cerca, unos años atrás, en las colinas de Simiti, en los confines occidentales del Serengeti. Sólo ochenta kilómetros separaban las lujosas tiendas del Kirawira, donde pasamos la noche, de las aguas del lago más famoso de África. Me costó mucho darle la espalda, como si pasara de largo por la casa de un viejo amigo. Por eso esta vez, seis años después, quería despedirme de Uganda en sus orillas. Estábamos en Entebbe, a un paso de Kampala, con sólo unas horas por delante antes de subirnos al avión de regreso a España. El lago Victoria nos esperaba.

A las diez de la mañana salimos caminando de la “guesthouse” por una carretera asfaltada que se dirige, en dirección norte, a la capital ugandesa. Media hora después estamos en el Imperial Botanical Beach, un hotel que vivió su mayor momento de gloria cuando se alojó en él Bill Clinton durante su visita a Uganda de 1998. Doce años después, el edificio es un marchito esqueje de lo que fue, un espantajo decadente que parece resignado a languidecer hasta que otra visita presidencial justifique una nueva inversión. Una triste metáfora de una África a menudo reñida con el mantenimiento de sus inversiones, no importa a cuánto ascienda el desembolso. Al Imperial Botanical Beach, ya ni imperial ni botánico, sólo le queda la playa. Tiene hechuras de hotel fantasma y en su privilegiada terraza sobre el lago, de sillas descoloridas, Javier y yo decidimos regalarnos una conversación pendiente y unas cervezas.

El hotel es un marchito esqueje de lo que fue, un espantajo decadente resignado a languidecer hasta que otra visita presidencial justifique una nueva inversión

Había vivido algo similar años atrás en Axum, la vieja capital del imperio etíope. En el hotel Ramhai, el mejor de la ciudad, todo el mundo trabajaba contrarreloj preparando la inminente visita del presidente Meles Zenawi. Las habitaciones eran una sinfonía de taladros y martillazos y en el jardín estaban construyendo a toda prisa, incluso de noche, una terraza para agasajar a la corte presidencial. Me gustaría creer que el Ramhai no ha abdicado con el mismo estrépito que el Imperial Botanic.

Pese a que no se ve a un cliente a varios metros a la redonda, un vigilante armado con un fusil patrulla por la playa con desgana. Es una mañana plomiza de cormoranes, garzas distraídas y barcas de pescadores en busca de tilapias. Y de cervezas. Las Tuscker, la cerveza keniata por excelencia, van dando sentido al mediodía de propósitos y enmiendas. Las aguas del Victoria se confunden con la línea del horizonte, allí donde se forjan, y se deshacen, los anhelos. A nuestra derecha, en un muelle al final de una rada, asoma la Academia de la Marina ugandesa. Una reja alambrada nos recuerda de forma grotesca que algún día aquí había algo que proteger. Llamar al camarero es una odisea, así que cada vez que asoma en la distancia le pedimos otra ronda por si acaso. La recompensa es estar aquí, conviene no olvidarlo, apurando las últimas horas de un gran viaje y a punto de enfrentar otro, éste en la jungla de la vida cotidiana, mucho más arriesgado.

Las aguas del Victoria se confunden con la línea del horizonte, allí donde se forjan, y se deshacen, los anhelos

Dos horas después, nos despedimos del Imperial Botanic y del lago Victoria. De vuelta al hotel, nos desviamos siguiendo la indicación de un letrero que anuncia un restaurante italiano a 500 metros. Caminamos casi dos kilómetros hasta dar con él. Nos dejamos los últimos chelines en pizzas, crostinis, cervezas y unas copas de vino sudafricano. Al terminar, el sol estrangula la sobremesa.

Envalentonados por el avituallamiento, pretendemos acortar por caminos de tierra hasta que, en un descampado, nos damos de bruces con un avión. Estamos en el aeropuerto de Entebbe. Nos hemos perdido. Sin parar de caminar, atravesamos un montón de chabolas de campesinos. De la nada surge un camión en el que atruena la música. Una veintena de personas baila animadamente en la caja. Somos un blanco de bromas fácil. Dos mzungus perdidos en busca de su hotel. “¿Disfrutando del sol?”, pregunta un taxista sobre su moto ofreciendo con sorna sus servicios. Se ha debido correr la voz, porque los ofrecimientos se suceden. La situación es cómica, pero ninguno de los dos estamos por la labor de volver al hotel en una mototaxi. Ya es una cuestión de orgullo.

Envalentonados por el avituallamiento, pretendemos acortar por caminos de tierra hasta que, en un descampado, nos damos de bruces con un avión

Al final, culebreando entre infraviviendas, salimos a la avenida principal, donde nos detenemos junto a un monumento a los soldados ugandeses inaugurado hace cinco años por la mujer del presidente Museveni. Ahora está desconchado, macerando lentamente su abandono. Alguien se ha llevado la placa conmemorativa, las fuentes se han quedado sin agua y la pintura está cuarteada.

Nos aborda un joven que se presenta como Okech David. “Soy caddie”, suelta sin preámbulos

Nos aborda un joven que se presenta como Okech David. “Soy caddie”, suelta sin preámbulos. “Si queréis jugar unos hoyos en el club de golf de aquí al lado, puedo haceros de caddie”, propone. Le aclaramos que no jugamos al golf. Insiste en darnos su dirección de mail. No llevamos bolígrafo encima para apuntarla. Tampoco se rinde. Arranca una hoja de su agenda donde figura su dirección de correo electrónico. No le importa nada que detrás estén anotados seis teléfonos de sus jefes (“boss”, se puede leer), a saber: Bill, Tab, Pierr, PK, Mark y Mike. Con tantos jefes es imposible que algo funcione. Nos despedimos agradeciéndole su ofrecimiento y prometiéndole que, si algún día nos decidimos, él será nuestro “caddie”. Si alguien quiere jugar al golf en Uganda creo que todavía guardo su dirección por algún lado.

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Comentarios (2)

  • Javier Brandoli

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    No recordaba la historia del caddie. Aquel hotel fue una perfceta metáfora del África post colonial. Ahora, por suerte, parece que lentamente algo va cambiando.

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  • Lydia

    |

    Muy buen relato.
    La foto de la cerveza resulta muy sugerente.

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