El viaje
Una joven que se transforma en cerdo para salvar a su pueblo. Un monasterio a orillas de uno de los lagos más bellos del mundo, refugio de coléricos espíritus venerados desde hace cientos de años por el pueblo tibetano a espaldas de la cordillera del Himalaya. Una leyenda, un paisaje asombroso y las montañas más altas de la tierra. No se puede pedir más. Pocas experiencias encaminan los pasos del viajero hacia un pasado más remoto. Pese a la implacable y tenaz marea china, hay rincones del Tibet que todavía parecen acurrucados en la Edad Media y regalan al visitante estampas inolvidables del país de las nieves. Nos dirigimos al Lago Yamdrok, al sur de Lhasa, al norte de la frontera con Bhutan, en una carretera que se encarama a puertos imposibles para atravesar la espina dorsal del Himalaya. Es el sueño de cualquier amante de la Naturaleza.
Nos dirigimos al Lago Yamdrok, al sur de Lhasa, al norte de la frontera con Bhutan, en una carretera que se encarama a puertos imposibles para atravesar la espina dorsal del Himalaya
Para tener las primeras vistas del lago turquesa hay que coronar el Kamba-la (“la” es puerto en tibetano), después de más de dos horas de ascensión casi ininterrumpida abriéndonos camino entre la espesa niebla. Nunca se sabe qué hay detrás de la siguiente curva. A veces, de sopetón, nos damos de bruces con una cuadrilla de niños, carretilla en mano, limpiando de piedras el castigado asfalto. Otras, con obreros rellenando los frecuentes socavones o con ovejas de pelo ralo que cruzan con parsimonia. Los desprendimientos están a la orden del día en época del monzón y sus huellas, mordiscos violentos en las laderas de la montaña, se pueden ver a cada paso. Inútil preguntarse qué pasaría si nos pillase uno de lleno. En dos horas no nos hemos cruzados con ningún otro vehículo y el hospital más cercano está en Lhasa.
A lomos de un yak
La recompensa es infinita. Los mástiles repletos de banderolas de oraciones que el viento esparce por el horizonte del Tíbet a los espíritus de las montañas nos indican que hemos llegado al puerto, a 3.800 metros de altitud. A nuestros pies se extienden las azules aguas del Yamdrok, uno de los cuatro lagos sagrados del budismo tibetano junto a los de Lhamo La-tso, Nam-tso y Manasarovar. Los pulmones se llenan de un gélido misticismo.
Nunca se sabe qué hay detrás de la siguiente curva. A veces, de sopetón, nos damos de bruces con una cuadrilla de niños, carretilla en mano, limpiando de piedras el castigado asfalto
En esta oda a lo inesperado que es viajar por el Tíbet, el viajero se ve rodeado, nada más echar un pie a tierra, por un grupo de campesinos que insisten en que se suba a uno de sus enjaezados yaks (una especia de vaca lanosa de prominente joroba que puebla estos paisajes extremos) para hacerse una fotografía a cambio de cinco yuanes (apenas medio euro). No hace falta mirar alrededor. No hay nadie que pueda recordarte después un espectáculo tan surrealista, así que pronto estás encaramado a lomos del manso animal disfrutando de las vistas del lago turquesa como nunca habías imaginado.
La carretera desciende a partir de ese punto de forma tan abrupta como antes ha ganado altura, bordeando las esquivas orillas del lago (cuya fisonomía algunos comparan con un escorpión, aunque hay que tener mucha imaginación). Ahí abajo asoman las ruinas del monasterio de Samding, donde vivió Dorche Pagmo, la adolescente a la que Heinrich Harrer, el autor de “Siete años en el Tíbet”, se refiere como “la única reencarnación femenina del Tíbet”.
Cerdos y jabalíes para espantar a los mongoles
Esta mujer ha pasado a la historia tibetana por salvar de la destrucción al monasterio en 1716. Cuando las tropas mongolas provenientes de Asia Central se disponían a asolar el edificio, Dorche Pagmo se convirtió en cerdo, “los monjes adoptaron la forma de jabalíes y todo el monasterio quedó convertido en una pocilga”. Los invasores pasaron de largo y dejaron el templo intacto. Desde entonces, la joven se ha ido reencarnando siempre en una niña de corta edad.
El monasterio, donde todavía vive un puñado de monjes, se puede visitar, aunque lo más aconsejable es llegar a pie desde la cercana población de Nangartse, porque la pista suele estar en mal estado, sobre todo en temporada lluviosa.
A cobijo de cumbres de más de 6.000 metros, la carretera da la espalda al monasterio en dirección oeste, alejándose de la ruta que siguen los fervorosos peregrinos, el “kora” o circuito que rodea los lugares más sagrados del Tíbet, sean montañas, lagos o templos budistas (que en este caso requiere de casi una semana de caminata). Abandonamos el Yamdrok. El único guiño a la civilización de este incomparable paraje, una polémica central hidroeléctrica construida por el Gobierno chino, también queda atrás, como la belleza de un lago único mecido por montañas rebosantes de paz.
El camino
Desde la capital del Tíbet, Lhasa (a la que se puede llegar en tren desde Pekín o en avión desde la vecina Khatmandú) hay que tomar la “carretera de la amistad” que une el Tíbet y Nepal a través de la cordillera del Himalaya. El lago Yamdrok se encuentra a tres horas de viaje en coche desde Lhasa y este tramo está asfaltado.
Una cabezada
En Nangartse, el principal poblado a orillas del lago, la Grain Guesthouse es una opción interesante en un entorno que ofrece contadísimas posibilidades de alojamiento. La noche sale por unos 30 yuanes (tres euros). Si se prefiere algo mejor (y por tanto más caro), The People´s Guesthouse.
A mesa puesta
En la planta baja de la misma Grain Guesthouse está el restaurante Sichuan. No espere florituras gastronómicas.
Muy recomendable
-Superado el lago y siguiendo la carretera en dirección a Gyantse se sube otro puerto imponente, el Karo-la (5.045 metros). Un poco más abajo muere el glaciar de Nojin-Kangtsang, dos mil metros de pared de hielo y roca que dejan al viajero sin aliento. Un “chörten” (estupa funeraria budista) señala el lugar para los más despistados.
-Dos lecturas muy dispares pero igual de interesantes: “Reencuentro con el Tíbet”, de Heinrich Harrer y ”El mejor hotel del Himalaya”, de Alec le Sueur.