Cartagena de Indias al ritmo de la luz

info heading

info content

Llegamos en un velero al puerto de Cartagena de Indias, como conquistadores en busca de ciudades nuevas. Habíamos recorrido el Caribe a bordo del Alsa Craig, un barco escuálido incapaz de contener nuestras ilusiones, una vez amarrado a las puertas de Sudamérica.

El primer paseo por la ciudad mezclaba el olor dulce de las ensaladas de fruta, con los ritmos callejeros al son de los tambores y la fiesta de colores pintada en las fachadas. Luz y flores nos dieron la bienvenida, porque Cartagena se viste de alegría cuando amanece y ya no descansa nunca.

La ciudad tiene su fortaleza, el Castillo de San Felipe, pero hoy los cañones que apuntan al mar sólo sirven para llevarse una fotografía del pasado de los audaces. Una gran bandera colombiana ondea el orgullo de una ciudad de la que Gabriel García Márquez llegó a decir que es el lugar más bello del planeta.

Una gran bandera colombiana ondea el orgullo de una ciudad de la que Gabriel García Márquez llegó a decir que es el lugar más bello del planeta.

Este es un lugar alejado del interior, ajeno a los conflictos de un país que sobrevive armándose entre las selvas. Tal vez sus murallas de piedra los aísla de otra realidad, la que evitan los turistas, la que no tiene playas, ni chiringuitos, ni batidos de papaya. Cartagena de Indias niega la tristeza, porque entre tanta luz no hay espacio para la desesperanza.

Tuve la sensación de estar estrenando sus plazas, porque en cada rincón encontré un vergel de fuentes y de macetas, de rosas y violetas, como recién puestas. Cartagena se mira desde los balcones. La gente se asoma a la calle porque resultaría obsceno permanecer en casa mientras la vida baila en las aceras, mientras los hombres caminan sin prisa con carros que rebosan plátanos y piñas y las mujeres transportan sobre sus cabezas todo el sabor de Latinoamérica.

En una terraza cualquiera presencié el escaparate vivo de sus habitantes, con ese ritmillo imparable que todos les hace caminar como bailando. No pude evitar el desfile ambulante de vendedores de gafas de sol, para filtrar un poco ese arrebato de luz, ni los guías espontáneos, aunque nadie puede guiarte en un laberinto donde la gracia reside en perderse. Algunos venden trucos de magia, o postales, o pinturas, o flotadores, algunos no venden nada, pero se paran a hablar con el extranjero a ver qué sacan. Y sin embargo el asedio de los lugareños va acompañado siempre con una sonrisa tan natural como sus zumos de naranja. Y se marchan sin más, sin molestar.

Cartagena de Indias niega la tristeza, porque entre tanta luz no hay espacio para la desesperanza.

Los hombres saludan desde sus balcones y las mulatas danzan a pie de calle, en una primavera perpetua, en la que sólo vi descansar a un par de perezosos, ese animal como un peluche, que alguien arrebató a los árboles, para llevarlo, precisamente, a una de las ciudades con más actividad de Latinoamérica.

Nosotros nos alojamos en un hotel 5 estrellas, privilegios de la promoción turística, pero el minigolf o las tumbonas se me antojaron demasiado impersonales en una ciudad que se muere por vivir en las calles.

Es mejor escuchar el paso de las calesas por el suelo empedrado, o cenar junto a una estatua de Botero, o sentarse en un banco cualquiera y ver cómo los hombres leen los periódicos, o cómo se parten de risa las mujeres.

Y sólo cuando el sol anuncia el ocaso, la ciudad se calma y el extranjero se asoma al mar, que entre tanta gente y tanta alegría pasa casi desapercibido. Y es entonces cuando uno se va a dormir y espera a que vaya pasando la noche de calor del trópico y entre las rendijas vuelve a alumbrar el día y suenan los tambores y la ciudad despierta otra vez al ritmo de la luz.

 

  • Share

Comentarios (1)

  • martin

    |

    y acordarnos de ese cojo tuerto llamado Blas de Lezo mientras nos sentamos en el castillo de San Felipe a ver la puesta de sol

    Contestar

Escribe un comentario