40 años: agua en el lavabo

La distancia es tiempo en mi mente y el tiempo me ha enseñado que soy confuso con mis propias distancias. Ahora que hoy cumplo 40 años, esa cifra aterradora que empuja a algunos a hacer puenting en el lavabo, soy más que nunca trazos en el mapa. Más vitalmente ordenado y desordenado que nunca, que en todas mis virtudes se esconden mis principales defectos.
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Siempre le tuve vértigo al tiempo, lo confieso. Sé que queda bien decir que las dobleces del cuero no quiebran por dentro, y es cierto, pero siempre tuve más de ruta que de paradas y en las rutas se precisa tiempo para cubrir distancias. La distancia es tiempo en mi mente y el tiempo me ha enseñado que soy un caos con mis propias distancias. Ahora que hoy cumplo 40 años, esa cifra aterradora que empuja a algunos a hacer puenting en el lavabo, soy más que nunca trazos en el mapa. Más vitalmente ordenado y desordenado que nunca, que en todas mis virtudes se esconden mis principales defectos. La perspectiva de mejorar no es buena, pero la de empeorar parece que tampoco.

No hablo de perfección, que ni la hubo ni la habrá, hablo del camino cierto en el que comencé a perderme

Los 30, por esa manía de compartimentar los recuerdos para darles un espacio lógico al que poner una nota, han sido fascinantes. No hablo de perfección, que ni la hubo ni la habrá, hablo del camino cierto en el que comencé a perderme. Fue el tiempo en el que descubrí lo que me gustan los trenes en los que no consigo dormir y los lugares en los que no entiendo una palabra. Dicho de manera menos retórica, descubrí que me gusta ver y conocer a los otros por encima de a mí mismo, algo que doy por perdido porque cada vez que lo hago me aburro en el intento. A lo más que llego es a saber lo que no quiero, porque en lo que quiero un marinero filipino entusiasmado en el relato me sube a un carguero camino de Sri Lanka sujetando una red en la mano mientras me pregunto que hago allí completamente mareado en la cubierta (y probablemente también feliz).

Estos diez últimos años han sido un viaje hacía ninguna parte, que sólo hubo impulso, movimiento, pero nunca una brújula que al menos me indicara que por allí no había retorno. Avanzar por la nada para llegar al imposible todo. Ahora entiendo que siempre fue ese el viaje. No había plan. Fue lento. No lo hice con 20, como tantos a los que en parte envidio por llevarme un decenio de distancia de mundo en los párpados, lo hice cuando el andar fue natural. Entonces eran escaramuzas, pequeñas huidas siempre con la vuelta marcada. Siempre tuve un solo objetivo en mis maletas, divertirme, disfrutar, que es como entiendo esta cosa de seguir respirando sea quieto o en movimiento.

Siempre tuve un solo objetivo en mis maletas, divertirme, disfrutar, que es como entiendo esta cosa de seguir respirando

No viajé por los demás, por sus miradas, lo hice por mí mismo. Ya conté una vez en este blog mi sensación esquiva con el falso mito del viajero solitario. Las razones deben ser propias para viajar ya que los cambios implican siempre algunas derrotas que se superan sólo con la calma de tener en cemento las entrañas. Hoy, a mis 40, veo caminos por andar y lugares en los que reposar. Mí añorado viaje de Cape Town a El Cairo; las auroras boreales que quiebran el cielo del norte; Tokyo y su Lost in Translation; atravesar de oeste a este todo el Sahara… Pero veo sobre todo ciudades en las que vivir un tiempo. Otras, distintas de las que ya quedé, en las que afianzar un poco más la mirada. Buenos Aires, Florencia, Sydney…Quizá nunca ocurra, son sólo ideas, sueños.

Quedarme me ha hecho entender la diferencia entre estar y pasar. El viajero de paso tiene la virtud de irse convencido de sus ideas. No hay tiempo nada más que para constatar lo que ya se sabía antes de llegar o para disfrutar del mundo nuevo, aún caótico, sin rutinas que lo hagan viejo. Así me pasó en mis viajes por tantos lugares, en la Amazonia o debajo del Everest, en los que las prisas me permitieron ver lo evidente sin tiempo para decepcionarme o entusiasmarme por lo real. Ya decía Oscar Wilde que “la diferencia entre un capricho y un amor para toda la vida es que el capricho dura un poco más”.

“La diferencia entre un capricho y un amor para toda la vida es que el capricho dura un poco más”.

No está mal, me gustan esos viajes, en la práctica yo siempre pensaré que en Malawi todo el mundo sonríe porque así aconteció con la mayoría de las 100 personas que allí tropecé. Quizá los 10.000 siguientes se atiborraban a antidepresivos y leían libros de autoayuda pero como no los vi pude escribir un relato en el que hablaba del país de las muecas en las caras. Tan convencido, tan irreal.

Y así avanzo, mientras lleno de agua el lavabo por si se rompe la cuerda, con la certeza de que mañana mi cuerpo y mente seguirán en su sitio. Ya no hay miedos. El 12 de diciembre tendré 40 años más un día y si los mayas tuvieron la deferencia de errar en el pronóstico seguiré esperando el carguero que me maree dando vueltas por el mundo. Pero eso es mañana, hoy sopla el viento camino de unas islas.

 

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