Pocas cosas hay más ilusionantes que la expectativa de un viaje. Lo compruebas, sobre todo, cuando la vida te aleja de maletas y aeropuertos, de la adrenalina que contagia un billete de avión. Al viajero le pasa como al torero: se resiste a cortarse la coleta. Ahora se cumplen dos años de mi último gran viaje. En estos meses he viajado, menos de lo que hubiese deseado, pero no he vuelto a experimentar esa excitación que precede a un periplo masticado durante tiempo, garabateado en los mapas, sumergido en libros y duermevelas.
El viajero sedentario está obligado a mirar por el retrovisor. Hacia esos otros viajes que quedaron atrás, un sucedáneo para sobrellevar la rutina y alimentar la nostalgia de los venideros. A ese primer avión rumbo a Atenas a los 18 años, un remedo de viaje de fin de curso junto a tres buenos amigos mientras el resto de la clase hacía lo propio en uno organizado por el centro. Ya entonces huía de la mansedumbre del rebaño, refugio de tantas inseguridades. Llegamos a la capital helena a medianoche, sin haber reservado ni siquiera hotel, y al día siguiente salimos en barco del Pireo para perdernos una semana por las islas del mar Egeo.
Al viajero le pasa como al torero: se resiste a cortarse la coleta
Han pasado muchos años de aquello, aunque no los suficientes para que el tiempo distorsione las emociones de esa primera experiencia viajera. Entonces esa escapada, que yo sentía como una aventura, me pareció deslumbrante. El huracán de los vuelos «low cost» todavía no había irrumpido en nuestras vidas y de internet no había noticias. Todo era un poco más complicado (y caro). Recuerdo un viaje posterior, éste para varios meses, a Portsmouth, en el sur de Inglaterra. Te fiabas del boca a boca que ahora, con un solo click, desborda la pantalla del ordenador gracias a los foros viajeros. Una recomendación de un amigo fue suficiente para decidir el destino y la familia de acogida. A falta de móviles y correo electrónico, sólo nos quedaban las cabinas de teléfono de El Corte Inglés (no sé si siguen existiendo) para hacer una llamada internacional y evitar así que el tráfico de la gran ciudad ahogase nuestro precario inglés. Hablamos con la familia en cuestión y cerramos el trato. Llegaría dentro de una semana a su casa. Y así lo hice. No había oído hablar antes de Portsmouth, pero eso era lo de menos.
Entonces esa escapada me pareció deslumbrante. El huracán de los vuelos «low cost» todavía no había irrumpido en nuestras vidas y de internet no había noticias
Ya digo que entonces (sin Erasmus ni nada parecido) me pareció intrépido subirme a mi primer avión nada más cumplir los 18 años. Ahora, sin embargo, todo es distinto. Mi hijo de cinco años ya ha volado media docena de veces, y hasta ha cruzado el Atlántico, y mi hija pequeña se estrenó en un aeropuerto con apenas ocho meses de vida. Cuando tengan mi edad, seguramente no lleguen a comprender que su abuelo, mi padre, sólo voló una vez en su vida, a Copenhague, y para celebrar sus bodas de plata.
Sus viajes, desde luego, condicionan los míos (también los enriquecen, por supuesto, y los llenan de matices insospechados). Es una servidumbre gozosa, pero servidumbre al fin y al cabo, que me prodiga en proyectos que no llegan a cumplirse y destinos que se alejan a la misma velocidad con la que se sueñan. De repente, tienes la oportunidad de viajar a Ciudad del Cabo a compartir unos días con un buen amigo, te relames con un trekking (disculpas por el anglicismo) por los Annapurnas o paladeas una escapada a los Cárpatos con tu mujer. Y tu corazón asiente ilusionado a sabiendas de que tus posibilidades de llevar adelante los planes son remotas. De modo que, inevitablemente, acumulo ya folios y folios con información profusa sobre un puñado de viajes que no sé si llegaré a hacer.
Tu corazón asiente ilusionado a sabiendas de que tus posibilidades de llevar adelante los planes son remotas
Pero, de repente, un día recuerdas un paseo apresurado por una ciudad nórdica de la que te alejaste con cargo de conciencia tras una atropellada escala. Y vuelves a la carga. Resuelto a seguir adelante, pese al sudoku de organizar la intendencia doméstica durante nuestra ausencia (gracias a tod@s). Cuando estas líneas se publiquen, estaré ya en Helsinki. O en Tallin. O en Estocolmo. Y, aunque sea por unos días, no tendré que mirar al retrovisor.