Llamando a las puertas del Tíbet I

China empezó a diluirse a medida que se iban escarpando las montañas. Huimos en un todoterreno, con la ansiedad de un fugitivo en campo abierto. Atrás quedaba las ciudades excesivas o el turismo de pueblos cuya magia se vende en tiendas de souvenirs.

China empezó a diluirse a medida que se iban escarpando las montañas. Huimos en un todoterreno, con la ansiedad de un fugitivo en campo abierto. Atrás quedaba las ciudades excesivas o el turismo de pueblos cuya magia se vende en tiendas de souvenirs. Frente a nosotros, ahora veíamos los valles donde pastaban las manadas de yaks y los caballos trotando junto a los lagos.

Las aldeas eran ya, de forma inequívoca, otra cosa. Tenían un ritmo de vida antigua, con la pausa que generan estas soledades. Así, como de puntillas, alcanzamos una pequeña aldea llamada Nixi. Tuve la oportunidad de entrevistar a Iasi un artesano que trabaja la cerámica, como su padre y el padre de éste y así hasta que a memoria le alcanzaba. Y hablaba el hombre sin nostalgias de aquellos tiempos, pues seguían siendo tibetanos, con sus cabras en un pequeño establo y sus fachadas decoradas con geometrías sencillas. La estancia principal de su casa era enorme, con una estufa para calentar inviernos y la cerámica en forma de jarras, vasijas y ornamentos que convertían a aquel lugar recóndito en un museo.

Ahora veíamos los valles donde pastaban las manadas de yaks y los caballos trotando junto a los lagos.

Cuando salimos del pueblo, un cartel enorme anunciaba con orgullo chino la construcción inminente de una urbanización, mostrando el dibujo de un pueblo o una ciudad, no sabría decir, con autopistas de asfalto reluciente completando la estampa de la prosperidad en un entorno de gente que ignora la urgencia del mundo por seguir creciendo.

Seguimos avanzando, buscando sin saberlo un refugio en los pueblos del norte de Yunnan, una excusa para reconciliarnos con China. Habíamos cruzado demasiadas multitudes, abrumados por el ruido de una sociedad que se entrega al delirio del capitalismo desenfrenado. Queríamos ampararnos en el eco de las montañas, ascender carreteras, respirar el aire helado donde se alzan las estupas budistas. Algunos ciclistas buscaban, con mucho más afán, la misma sensación.

Queríamos ampararnos en el eco de las montañas, ascender carreteras, respirar el aire helado donde se alzan las estupas budistas.

Los perfiles de las Meri Snow Mountain aparecieron de golpe, tan blancas que parecían el limbo. En una amplia tienda de tela varios ciclistas bebían una sopa caliente que debía de recompensarles las horas de pedal, tal era el gesto de felicidad que tenían mirando a las montañas. Junto a la tienda colgaban de una estupa, las telas de colores al viento, con fragmentos de la filosofía budista. Los rasgos de los lugareños habían cambiado. Tenían la piel morena, requemada por el sol, el ceño arrugado pero el gesto amable.

Aún nos quedaba un maratón de curvas que sorteaban valles. El viaje se volvió silencioso, suave, sin más compañía que la de un paisaje tajante y vertical. Chou detuvo el coche frente a un hostal precario en la localidad de Fei Lai Si, que mostraba mapas del Tíbet en la recepción. A mi cuarto le faltaba agua caliente y una capa de pintura pero le sobraban montañas desde el ventanal. Enfrente, las nubes trataban de ocultar la cordillera pero la cima del monte Kawakarpo sobresalía de vez en cuando entre la bruma. Nadie ha conseguido hollar sus 6.740 metros y la leyenda dice que allí habita un guerrero tibetano, dice también que es aquel un lugar santo ajeno al paso de los hombres.

Este lugar es uno de esos finales que reservan las rutas agrestes, un premio a la osadía de avanzar sin rumbo.

Algunos mochileros iban deambulando por los hostales del pueblo con la mirada un tanto mística junto a las estupas que apuntan a las montañas. Este lugar es uno de esos finales que reservan las rutas agrestes, un premio a la osadía de avanzar sin rumbo. Nosotros sin embargo, queríamos colarnos entre las rendijas de lo cotidiano, buscar historias de aquellos que viven entre las Meri Snow Mountain y quiso la providencia que se nos cruzara en el camino un pastor de yaks con su rebaño ascendiendo lomas. Las reses parecían más ligeras y menos peludas que las que vimos en los valles del sur. El pastor que accedió a que le siguiéramos. Le perseguimos, subiendo un monte a más de 3.500 metros de altura cargando con el equipo. Teníamos que correr para grabar a los yaks de frente, había que rodear a los animales con nuestras cámaras. Ya sin aliento plantamos los trípodes y comenzó la entrevista al pastor.

-¿Es duro tener que cuidar de un rebaño de yaks?

-¿Qué yaks?- contestó el pastor.

-¿Cómo que qué yaks?

-Esto son vacas.

-Ah.

Recogimos el equipo, descendimos el monte, tomamos aire y seguimos camino.

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