El sexo en Bangkok

En cada planta, en el centro, hay decenas de adolescentes de aspecto, con un simple tanga, bailando en una jaula sin apenas mover el cuerpo por falta de espacio. Alrededor hay siempre decenas de hombre bebiendo y mirando. Todas llevan un número en la braga. Están marcadas.

Bangkok huele a Sexo. La ciudad tiene esa sombra canalla en la que parece que se vendería con éxito la virginidad de un cuerpo muerto. Todo parece tener un precio en ese Bangkok de luces fuera y humo dentro donde se trafica con perversiones y cuerpos. Todo es posible en Bangkok, hasta que una zanahoria que sale de las entrañas de una joven te parta el vaso de whisky ya caliente que estás bebiendo. Doy fe.

Parto de que no tengo nada en contra de la prostitución, las “Go-Go girls” o cualquier tipo de actividad relacionada con el sexo. Conozco trabajos menos honrosos que ser puta o dedicarse a los shows de sexo. Una obviedad y un  topicazo con el que comenzar cualquier relato relacionado con la prostitución para ser muy políticamente correcto dentro de lo incorrecto. Es decir, no veo un pecado en el sexo sin amor (otra obviedad que queda bien). Me gusta y lo disfruto como todos. No uso la prostitución por desinterés, no porque entienda que el sexo no puede ser motivo de uso y disfrute negociable si las dos partes están de acuerdo.

Conozco trabajos menos honrosos que ser puta

Parto también parto de que me gusta la libertad por encima de todo y tengo serias dudas de que muchas de las putas que he conocido, especialmente en países pobres con pocas salidas, ejerzan su “oficio” libremente. Entendiendo por falta de libertad que cuando una vive en el campo y está destinada a casarse en un matrimonio pactado por los padres con un hombre que probablemente te tratará como una esclava sexual y laboral, irte a la ciudad a que te paguen por hacer lo mismo parece tan razonable como impuesto. En muchos casos son llevadas a los prostíbulos con engaños y en otros contraen deudas con los “captores” que no pueden pagar. No hay salida. Tampoco pueden regresar a sus casas donde serían repudiadas.

Hablemos del sexo y Bangkok (el que yo viví) tras esta larga diatriba que no sé hasta donde tiene de justificación y hasta donde de contexto. La ciudad, quizá por influencia de aquella Emmanuelle que nos hizo vibrar a todos en nuestra adolescencia en la que no existía internet es quizá la gran capital mundial del sexo. Uno llega a Bangkok, también, con un cierto regusto íntimo de entrar a ojear ese mundo prohibido.

Una noche decidimos pasear por uno de los barrios del sexo. Con nosotros venía una chica tailandesa, pareja de un amigo. Nos dirigimos a Soi Cowboy, un barrio en el que hay una calle llena de bares de Go-Go Girls. Antes de entrar en el “callejón del placer” uno ve decenas de lugares de masajes con “final feliz”, algunos con nombres tan sutiles como “End Smile”.

Todas llevan un número en la braga. Están marcadas

Tras dar una vuelta por la calle, atestada de chicas muy jóvenes en las puertas de los bares, entramos en un local de tres plantas. En cada planta, en el centro, hay decenas de  chicas de aspecto adolescente, con un simple tanga, bailando en una jaula sin apenas mover el cuerpo por falta de espacio. Alrededor hay siempre decenas de hombre bebiendo y mirando. Todas llevan un número en la braga. Están marcadas.

Llegamos hasta arriba. La cara de nuestra amiga tailandesa es de una profunda sorpresa y tristeza contenida. Nunca había entrado en un Go-Go Bar. Unos chicos que por su acento parecen británicos me ven que yo voy de la mano de mi pareja y me dicen al oído “bad luck” (mala suerte). Sonrío. A mí, por estética, por las caras de desidia y tristeza de las niñas y por el ambiente cutre, el sitio me parece un antro sin ningún encanto. Me violenta. Este lugar supongo que existe para excitar. No lo consigue.

Ellas me dan pena y ellos, sin juicio moral alguno, un grupo de  borrachos con poco sentido estético que pagarán por follar un cubo si se les pasan las cervezas. Decidimos irnos. Nuestra amiga tailandesa, que me parece entre avergonzada y apenada, nos dice: “me da mucha pena que en mi país pase esto. Estas niñas vienen a la ciudad con mil promesas. Son del campo, como era yo. Es muy triste todo”. El resto, callamos.

Son del campo, como era yo. Es muy triste todo

La penúltima noche en la ciudad, pese al regusto amargo de Soi Cowboy, decidimos ir al famoso Pat Pong, el barrio de putas y sexo más famoso de Bangkok. Por curiosidad y porque nos parece que no nos podemos marchar sin ver a las ping pong girls de las que todos hablan. Porque nos da la gana, vamos. Nos dicen que la mejor hora es entre cinco y siete de la tarde que es cuando llegan los autobuses con japoneses y se divierten antes de la cena. Llegamos tarde.

No hay apenas gente. Hay un mercadillo de artesanía y falsificaciones frente a muchos locales de travestis y chicas. El ambiente nos vuelve a parecer algo cutre. Finalmente un chico nos dice que va a empezar un show de ping pong y que subamos, que cuesta unos 10 euros la entrada con copa. Le seguimos por unas escaleras oscuras y tras una cortina nos encontramos un sitio mucho peor que lo peor que habíamos imaginado. No hay nadie. No hay apenas luz. Un DJ pone música muy alta y va anunciando las futuras actuaciones. Dos chicas, jóvenes bailan en bragas y sujetador en la pista con la mirada perdida y sólo moviendo los hombros.

Llega una especie de encargada que nos sienta en unos asientos, en grada, de tela mugrienta y comienza un show de distintas mujeres que no hace falta detallar. Sin ningún tipo de gracia, de excitación, de estética. No sabemos si mirar, si irnos, si decir que paren todo…

No sabemos si mirar, si irnos, si decir que paren todo…

No nos gusta por burdo, porque otra vez todo el juego del sexo es en realidad un negocio carente de erotismo, ni siquiera es divertido por extravagante. Nos traen las dos copas de whisky malo. Cada vez que acaba una chica se baja del escenario y nos dice que si la invitamos a un trago. Es una trampa evidente y sólo aceptamos hacerlo con una mujer de algo más de edad que no sé bien la razón me da más pena que el resto. Supongo que ese es su sueldo.

Vemos de todo mientras el DJ anuncia que pronto llegarán las famosas ping pong girls. Nos apetece irnos y a la vez nos da pena hacerlo por las chicas. Mostrar nuestro desagrado nos parece que de alguna manera es insultarlas. Cuando hacemos ademán de partir nos dicen que esperemos. Sube una mujer con una zanahoria. Se la introduce dentro y la lanza tan fuerte que cae sobre nuestros vasos. Todo es incómodo, feo, aburrido, grotesco… Nos vamos.

Me levanto a pagar y la mujer encargada me presenta una cuenta que lejos de los 10 euros por persona y copa que me dijo el chico de la calle se ha multiplicado por 20. Al cambio son casi 400 dólares. Un tipo de la puerta se coloca cerca. Le digo que no le voy a pagar eso, que el acuerdo era de 20 euros. Discutimos. En la cuenta me quieren cobrar cada actación que hemos visto. Subo el tono. No hay nadie allí. El tipo de seguridad la verdad es que no se mueve. Le digo a la mujer que sólo le voy a dar ese dinero, que pongo en la barra, y que si quiere más llamemos a la Policía. Me doy media vuelta y me voy. Nadie hace nada para impedirlo. Supongo, por sus gritos, que me insulta en tailandés varias veces. Salimos de aquel jodido antro.

Penoso, aburrido, sucio, injusto…: el lucrativo negocio del sexo en Bangkok.

 

 

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