Las mujeres de la Casa Xochiquetzal

Por: Javier Brandoli (texto y fotos)
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En el periódico El Mundo publiqué un reportaje sobre este proyecto y la vida de estas cinco mujeres. Ahora narro cómo se produjo la historia.

Me acerqué a la casa con un cierto respeto. Fue una buena amiga y periodista, Carmen Serna, que me mandó un día un email desde Madrid hablándome de esta historia. Les escribí y llamé varias veces y dos meses después me respondieron dándome una cita para hablar antes de lo qué buscaba contar y después permitirme entrar a oír: Casa Xoxhiquetzal, a las 11:30.

Fui con mi moto, atravesé el Centro Histórico y me adentré algo en ese barrio, Tepito, en el que se desparrama una Ciudad de México que poco tiene que ver con la que yo vivo. A Tepito le precede una fama pobre y violenta. A mí lo que más me llama la atención de aquel lugar es que es la prueba fehaciente de que México, al menos el sur, tiene mucho más de Centroamérica que de Norteamérica. Hay cientos de tenderetes a los dos lados de la acera y vas cruzando como puedes entre cientos de personas que portan carretillas con cajas, bolsas y toda esa mercancía del bajo coste vital.

Llegué a la casa Xochiquetzal, me abrieron un portón de madera, entré con mi moto hasta un arco que precedía a un patio, apagué el motor y antes de quitarme el casco vi a un grupo de señoras ya mayores, algunas enfermas, que me miraban con sorpresa. «Son ellas», pensé.

La mayoría sonrieron y alguna dio algunos pasos para atrás

Saludé y me saludaron con una sonrisa. Alguien me presentó, dijo que era un periodista y que venía a hablar de la Casa y sus vidas. La mayoría sonrieron y alguna dio algunos pasos para atrás.

Me fui a la oficina y conocí a Jésica, la directora de la Casa Xochiquetzal. Me pareció alguien entregado al proyecto, al que llegó como cooperante y ahora dirige. Me explicaba todo con cariño, respeto y realismo. Hablamos y me preparó para ellas, para no ofenderlas, y sólo me pidió una cosa a cambio: ¿puede salir la dirección de la Casa en el artículo por si alguien quiere donar algo, necesitamos ayuda para sobrevivir? Le dije que sí y salimos a que me presentara a las mujeres y me enseñara este bello inmueble colonial que les cedió el ayuntamiento en 2006.

En el centro del edificio hay un patio abierto que guarda su preceptivo pozo. España se mastica en México más que en ningún lugar del mundo. Me presentó a tres mujeres que están bajo la escalinata que da a los dormitorios. ¿De dónde viene? «Soy español, pero vivo en México». «Claro, con esos ojos debía ser español», dice una. «Siempre te digo que los españoles son muy guapos», dice otra. Lo hacen con naturalidad, con cierta picardía y cariño por agradar al invitado. Yo me río y Jésica me dice, «es curioso, les es más fácil hablar con hombres que con mujeres. Con las mujeres se sienten más juzgadas».

Les es más fácil hablar con hombres que con mujeres. Con las mujeres se sienten más juzgadas

Tras el recorrido y haberme ganado algo la confianza de ellas, pactamos que volveré en cinco días. Otra vez la moto, los puestos de venta, el gentío y el reto de ellas en mi cabeza. «Ésta no es una historia más», me digo.

Regreso un martes. Cuando atravesé la puerta había decidido entrevistarlas y fotografiarlas sin casi intervenir. Imaginé que iba a escuchar vidas rotas y decidí que el texto los plasmaría sólo con sus palabras, no quería yo añadir nada. Se trataba de darles confianza y hacerlas hablar sin que se sintieran agredidas (esa es la parte difícil).

En Mozambique hice una vez una entrevista a tres niñas soldado a las que raptaron y convirtieron en esclavas sexuales. Fui varias veces a un piso a hablar con ellas y les costaba mucho hablar con un hombre y extranjero. Sus respuestas eran cortas y era evidente que callaban más de los que contaban. Una mañana, sin embargo, salimos en coche a un pueblo lejano a hablar con la tercera del grupo. Aquella mañana salieron cosas que entre ellas incluso nunca se habían contado. Lloraban y reían escuchándose unas a otras. Yo estaba en el medio, pero no hablaban conmigo, decidieron usarme como excusa para vomitar sus recuerdos.

¿Es mejor que hablen en grupo o solas?, le dije a Jésica recordando aquella experiencia. «Solas, en grupo no hablarán», me contesta. Curioso, supongo que la diferencia es que aquí ellas conviven en la misma casa y en Mozambique pudieron soltar todo sabiendo que había una distancia física para poder defenderse.

Su madre le colgaba del techo como una piñata y le pegaba con una vara de membrillo

Hablé esa mañana con dos mujeres, una hora con cada una. Pocas veces en mi vida he escuchado relatos tan tristes. Ellas a veces lloraban y a veces reían (más lo segundo). Hablaban sin miedo. Una me enseñó sus peluches con los que hablaba y la otra me quiso regalar unas galletas de las que vendía por la calle que le acabé comprando. Una me narró que le sacaron las tripas con una puñalada y la otra que su madre le colgaba del techo como una piñata y le pegaba con una vara de membrillo hasta hacerla trizas. Las lágrimas, generalmente, caían cuando recordaban a sus hijos que en algunos casos ya no quieren recordarlas a ellas.

Debía digerir lo escuchado. Decidí parar y volver mañana; camino a mi casa en la moto iba repasando sus historias. Ellas sorprendentemente sonrieron mucho y yo comencé a sonreír también.

A la mañana siguiente regresé cuaderno y cámara en mano. Esta vez hablé con tres mujeres. Otra vez reuniones tranquilas, privadas, con risas y algunos llantos. Esta vez una fue disparada y perdió el ojo izquierdo en una paliza, otra fue violada por un familiar muy cercano con 8 años y otra que aún trabajaba en la calle había sido violada hace un mes por dos chicos.

Otra que aún trabajaba en la calle había sido violada hace un mes por dos chicos

Cuando acabé de escucharlas atentamente a todas hicimos una foto de grupo. Ellas reían. Se colocaron junto al pozo. En la cocina salía olor de guiso. Terminamos y me despedí. Saqué la moto y vi cerrarse el portón de madera. La Casa Xochiquetzal me quedaba a la espalda.

Pensaba en todas esas mujeres que habían trabajado en la vida galante, la calle, de prostitutas, como damas de compañía, servidoras sexuales y no recuerdo de que más formas se definieron. En la moto, mientras sorteaba los tenderetes y cientos de personas, pensaba en su inmenso valor, en su maternidad en las entrañas de su alma y en la enorme generosidad de todos los que se involucran con el proyecto.

Me parecieron personas especialmente valientes y fuertes. Me percaté de que no habían dicho nunca una sola mala palabra de nadie, incluso de aquellas personas cercanas o lejanas que les destrozaron la vida. Siempre narraban todo sin rencor. Volví a sonreír.

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