Leyendas y cuentos chinos

La plaza principal, que hace cientos de años servía de posada a viajeros, estaba ahora plagada de discotecas donde la música se estrellaba con nuestras ganas de paz.

El nombre de Dali sugería un lugar más surrealista de lo que encontramos. Las calles eran mercados y los turistas se abrían paso en las terrazas de los restaurantes. Nosotros seguimos camino, dejando atrás el perfil de las tres torres budistas, que custodian la ciudad. Volví a tener la misma sensación: quería alejarme, dejar atrás la maraña de humanos, el ruido de frenazos, el concierto de escupitajos.

Chou seguía conduciendo con la misma parsimonia, como si el tráfico fuese invisible para su estado anímico. Escapamos hacia el norte buscando una China más pausada. Necesitábamos pueblos de piedra, rincones calmos, farolillos colgando de los techos, fachadas de otro tiempo y llegamos a Lijiang. Era ya de noche y la ciudad lo ofrecía todo, de golpe. No había apenas nadie paseando las callejuelas. Los tejados despuntaban con gracia, con esa forma tan oriental, como de ojos rasgados. Las puertas de las casitas eran de madera tallada con mil filigranas que me llegaron a  trasladar por un instante al barrio de Gion, en Japón.

Los tejados despuntaban con gracia, con esa forma tan oriental, como de ojos rasgados

Nos alojamos en un hostal con yacuzzi y una cama redonda, muy hortera, con cojines rojos y todo. Algo pasaba en aquel lugar para ofrecer al viajero un alojamiento como aquel. Cuando despertamos, la magia se apagó con el gentío. No había ni rastro del encanto de la noche anterior. Las puertas de madera ya no estaban, las habían desmontado para dejar ver el interior de los locales. Había tiendas de ropa, de artesanía barata, de cigarros, restaurantes e incluso centros donde unos peces te hacían un peeling en los pies, que debías introducir durante media en una pecera. Había muchas terrazas, todas abarrotadas de chinos, joyerías, pastelerías, karaokes y decenas de hostales… la ciudad de Lijiang era un gran centro comercial. No vimos una sola vivienda y los atuendos tradicionales de las ancianas eran sólo un modo de cobrar al fotógrafo de turno.

Por los puentecitos chinos que la noche anterior me parecieron de cuento, pasaban ahora grupos de africanos tocando el tambor. La plaza principal, que hace cientos de años servía de posada a viajeros, estaba ahora plagada de discotecas donde la música se estrellaba con nuestras ganas de paz, y el neón de colores destrozaba cualquier síntoma de buen gusto. Los chinos habían vaciado la ciudad. Mantenían sus fachadas, reconstruidas en la mayor parte y Lijiang se quedó en nada, en un circo, en artificio que nadie se cree.

Lijiang se quedó en nada, en un circo, en artificio que nadie se cree.

Nos hicimos, eso sí, un buen peeling en los pies con aquellos pececillos y seguimos camino, ya desbocados al norte. Cruzamos carreteras que se iban despojando de tráfico y fuimos más allá. Nos acercamos a las montañas y nos reconciliamos con los valles y entonces vimos una manada de yaks en una pradera y respiramos el aire frío de un territorio que aspira a ser Tibet, que tiene alma de monje. Las casas cambiaron de aspecto. Aquí eran más grandes, cuadradas, sin los tejados chinos. Las fachadas estaban decoradas con formas sencillas, cuadrados blancos sobre fachadas rojas y algún que otro símbolo budista, como la esvástica, que una vez superado el primer impacto, dejo de parecernos nazi.

Así llegamos a Shangri La, con la esperanza de encontrar allí ese lugar atrapado en el tiempo que narraba la novela. Pero el nombre responde más a una estrategia del marketing que a una leyenda. Aún así, me pareció una ciudad agradable. Tenía algo de místico su plaza rematada con una torre dorada, con relieves de Buda que iban girando. Los edificios de madera tenían más verdad que los de Liujang, pero hacía menos de un año que un incendio se había llevado la mitad del casco antiguo. Paseamos entre las cenizas y los escombros de lo que intuí un barrio que invitaba a perderse. Los árboles quemados se alzaban irónicos en la supuesta ciudad de la eterna juventud.

Para los chinos el dinero es lo primero, luego está la familia.

Pero Shangri La resiste de algún modo. Hay escuelas de dibujo budista donde todos los cuadros muestran alguna figura de Buda. La filosofía en las calles, se mezcla con mochileros y restaurantes. Los templos dan la espalda a China y miran al cielo o a Lassa.

Los bares que sobrevivieron al fuego se debatían entre la música disco o los grupos en directo de música tibetana. Nosotros cenamos escuchando un concierto de una banda local.  Entonces charlamos con el dueño del bar. Tenía la piel morena y de vez en cuando se unía a la banda para cantar viejas canciones tibetanas. Había algo de nostalgia en su forma de hablar. El bar se había salvado por poco del incendio y lo cierto es que no podía competir con otros locales de música moderna, pero sus palabras definían un carácter inédito en la China que nosotros habíamos conocido.

-Para los chinos –dijo- el dinero es lo primero, luego está la familia. Pero nosotros no somos chinos, somos tibetanos.

 

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