Allí donde la mirada se pierde en la tiranía del desierto, en las llanuras pedregosas que preceden al Sahara, una tribu bereber se aferra a sus cuevas excavadas en la tierra con la nostalgia de quien sabe que sus tradiciones acabarán siendo barridas por la arena del desierto. Con la misma contundencia con la que el progreso se ha colado en sus vidas a través de esos pelotones de turistas que les dejan unas monedas a cambio de inmiscuirse por unos minutos en sus vidas, hasta hace no demasiado a resguardo de miradas extrañas.
En el camino desde Cartago hacia el sur de Túnez en dirección a las primeras estribaciones del Sahara, Matmata es un alto ineludible para asomarse a esta forma de vida que resuena en nuestras acomodadas conciencias occidentales como una piedra que retumba en el fondo de un pozo. Durante mucho tiempo, casi siempre que llegaba a un sitio parecido, el hogar de tribus ancestrales de propina inexcusable, mi escepticismo me impedía afrontar la experiencia sin el velo de sucesivos reproches. Me sabía caminando sobre las brasas de una atracción turística y me costaba abrir bien los ojos primero y dejar las conclusiones para después. Incluso recuerdo una ocasión en la que despreciamos la posibilidad de acercarnos a una aldea de pigmeos en el sur de Uganda porque intuíamos, a la vista del elevado peaje que solicitaban, que la pamema sería de órdago. Con el tiempo he lamentado esa decisión.
El paisaje desolado cautivaba con la atracción de los horizontes yermos
Al llegar a las cuevas trogloditas de Matmata, un paisaje desolado que cautivaba con la atracción de los horizontes yermos, tuve esa misma sensación mientras descendíamos hacia las viviendas de estos bereberes empeñados en resistir las embestidas del desierto. Para evitar que el Sahara les engulla, se defienden con lo que tienen más a mano: palmerales que hacen de parapeto contra la voracidad del desmesurado gigante de arena. Pero el desierto no tiene piedad, y cada año devora cinco hectáreas de terreno, avanzando sus posiciones como un ejército que no sabe de banderas blancas. En estas mismas tierras se grabaron imágenes de «La Guerra de las Galaxias» y «En busca del arca perdida», y galaxia y perdida son dos palabras que, efectivamente, encajan a la perfección en el crucigrama de Matmata.
Esa lucha tan tenaz como desigual ha ido mermando a los matmata y de sus 300 casas excavadas en las entrañas de la tierra (una inmejorable protección contra las altas temperaturas diurnas y el frío de las noches del desierto) ya sólo quedan una treintena. Algunos hoteles, eso sí, construyen réplicas de las viviendas trogloditas para los húespedes como reclamo turístico. Matmata intenta rentabilizar el atractivo que despierta en la mirada occidental la forma de vida de sus ancestros. Pero esta tribu bereber no sólo está perdiendo la pugna con el desierto. El progreso también se ha cruzado en su camino y los jóvenes hace tiempo que prefieren huir de la desolación de una tradición que les recluye en cuevas y buscar fortuna en Eldorado turístico de la isla de Djerba o de las playas de Hammamet.
La matriarca de una de las viviendas trogloditas nos recibe en el patio con una resignada hospitalidad
Las viviendas que resisten en pie lo hacen gracias a la generosidad de los turistas, un comentario recurrente en estas tesituras que me obliga a reflexionar sobre si fue antes el huevo o la gallina. La matriarca de una de ellas nos recibe con una resignada hospitalidad en el patio al que se asoma la pared de piedra donde está excavada su casa. En la puerta está dibujada la mano de Fátima y un pez, invocando la protección de Alá para ella y los suyos.
La mujer es casi octogenaria y se deja fotografiar a cambio de la voluntad. Vive con su hijo, con el que nos topamos en una de las habitaciones. Se acaba de divorciar y ha vuelto al hogar a rumiar su nueva vida y lamerse las heridas de una separación y la lejanía de sus dos hijas, que se han quedado en la ciudad. Ha vuelto a su madre, en definitiva. El comportamiento del género humano, en la aridez del desierto o en la gran ciudad, no es tan dispar como a veces pensamos. Nos parecemos demasiado.
Conmueve que te dejen contemplar su prehistórica forma de vida a cambio de una propina incierta
Recorro la cueva preguntándome si realmente vivirán aquí. Así lo indican una pequeña nevera, unos fogones, la muda tendida a secar al sol junto a unos dátiles y el puñado de gallinas que merodean entre los cactus. También los recipientes en los que muelen el grano o la despensa en la que hacen acopio de provisiones. En otra estancia hay una adolescente, imagino que nieta de nuestra anfitriona, que también parece resignada a la enésima visita de los turistas. Pese a todo, conmueve que te dejen contemplar su prehistórica forma de vida a cambio de una propina incierta.
La esencia de este pueblo se agazapa en las entrañas del desierto voraz
En este paisaje lunar de chumberas y «wadis» (cauces secos), de palmeras que son escudos frente al desierto, de cerros pintados al carboncillo, los matmata han desafiado al tiempo sabiendo que la partida está perdida de antemano, que el futuro se les escurre entre las manos y aleja a las jóvenes generaciones de la esencia de su pueblo, ésa que se agazapa en las entrañas del desierto voraz.