Elogio del desconcierto

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Desconcierto. Dícese del estado de ánimo de desorientación y perplejidad.
En las alocadas calles del centro de Katmandú, en la trepidante terminal de autobuses de oriente de Ciudad de México, en cualquier aldea perdida del Tibet, en el ferry que une Helsinki con Tallin, colgado de una cuerda intentando subir a un remoto monasterio etíope… Y en tantas otras ocasiones. Siempre desconcertado, felizmente desconcertado.

Desorientación y perplejidad son dos palabras que asustan pero, el menos en mi caso, admito que lo mínimo que le pido a un viaje es que me desoriente y, en la medida de lo posible, me asombre. No soy un coleccionista de sobresaltos, ni un marchante de emociones al peso. Tampoco un zahorí del caos y mucho menos un devoto de ese riesgo que no persigue emociones, sino fotografías de las que presumir. Pero cuando asoma el desconcierto de una ciudad desconocida, de una algarabía inexplicable, de una inmersión cultural que zarandea los prejuicios y espolea las ganas de huir, mis ganas de seguir viajando se ensanchan hasta el infinito y, en algún lugar de mi corazón, se dibuja una media sonrisa.

No soy un coleccionista de sobresaltos, ni un marchante de emociones al peso

El día a día que en vez de sumar días los resta, los horarios y la rutina inmisericorde, los relojes y las obligaciones, nos hurtan a menudo el derecho a desconcertarnos. Es, desde luego, sólo una ficción. El aparente orden de nuestras vidas no apaga la perplejidad interior, ese desorden que nos recorre minuciosamente por dentro hurgando en el más diminuto recoveco de nuestras entrañas, susurrando el deseo de partir y la necesidad acuciante de unas migajas de asombro. La bien merecida desorientación.

El desconcierto de una ciudad nueva que te convierte en extraño, o de un paisaje del que nunca pensaste formar parte, descompone el puzzle de lo que eres (en realidad, de lo que crees ser) al mismo tiempo que distorsiona ideas preconcebidas y te sitúa frente a un espejo en el que no es seguro que lo que veas reflejado te guste. En ocasiones, la verdad, incluso desearías hacerlo añicos con la ira de la madrastra de Blancanieves. Como cuando paras el coche en un paraje remoto de Etiopía para fotografiar una procesión de personas con paraguas de colores y te das cuenta de que estás fotografiando un entierro. Pero precisamente por eso merece la pena asomarse a ese precipicio interior de barrancos sin fin y aristas por explorar.

Esa confusión en la que a duras penas te reconoces es una de las sensaciones más placenteras que un viajero puede experimentar

Caminando entre una barahúnda de gente extraña; sorteando motocicletas que parecen querer liquidarte al descuido; buscando la seguridad de unas aceras que no existen; intentando descubrir el orden en un tetris imposible de viandantes, «ricksahws» y mercancías que desbordan los comercios, pasear por las calles del centro de Katmandú puede empujarte al desasosiego. Incluso es posible que tus zapatos pugnen por alejarte de allí en busca de algo de aliento. Pero ese bendito desconcierto, esa confusión en la que a duras penas te reconoces, es, al mismo tiempo, una de las sensaciones más placenteras que cualquier viajero puede experimentar. Sin necesidad de golpes en el pecho ni fingidos entusiasmos. Sólo la satisfacción de ser el otro entre los otros.

Para encontrarse, antes hay que perderse. De nada sirve buscarse en el orden cartesiano de los días sin brillo, de las noches que nos apagan sin ofrecernos nada a cambio, cuando hasta los bolsillos pesan de mansedumbre. De todo eso nos redime la desorientación de una estación de autobuses en la que todos los taxistas intentan timarte; la perplejidad de una fortaleza tibetana acechada por perros salvajes; el asombro de un barco donde el único objetivo de la mayoría del pasaje es una borrachera «low cost»; el aturdimiento de verte izado por un monje a un monasterio encaramado a una roca con una cuerda trenzada con piel de vaca…

Para encontrarse, antes hay que perderse. De nada sirve buscarse en el orden cartesiano de los días sin brillo

Esos lugares de los que querrías salir corriendo a las primeras de cambio son, en definitiva, los que más te ayudan a reconocerte. En la ceremonia de la confusión nos despojamos definitivamente de nuestro pequeño equipaje de miedos y prejuicios para intentar hurgarnos inseguridades y actitudes/aptitudes que ni siquiera presagiábamos. Y, cuando recuperamos el resuello y ordenamos angustias que no son tales, la manera de sobrevivir al espejismo nos da la medida de lo que somos y de lo que podemos esperar de nosotros mismos fuera del baile de máscaras de los días grises. Es la infalible terapia del desconcierto.

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Comentarios (8)

  • Mayte

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    wow, que texto tan maravilloso, que placer de lectura, pura poesía y realidad…! me ha subido el ánimo, gracias Ricardo!

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  • Rosa Estévez

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    Absolutamente fantástico. Enhorabuena Ricardo!

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  • Ricardo

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    Gracias Rosa y Mayte. Me encanta que os haya inspirado. Bs

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  • Laura

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    Es genial Ricardo, es precioso lo que dices. De nuevo has puesto texto a muchas de las cosas que sentimos, al menos yo. La confusión de la que quieres huir y que sin embargo te atrapa.. ese paisaje dónde te sientes como una extraña…ser la otra entre los otros y ser cada vez más tú…genial.
    gracias

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  • Ricardo

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    Pues bienvenida al pelotón del desconcierto Laura. Muchas gracias por tu generosidad.

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  • Elena

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    Muy bueno el texto para poner palabras a una sensación que no es tan fácil de explicar. Es verdad que sólo nos conocemos a nosotros mismos y nuestros límites en las situaciones más desconcertantes.

    Saludos!

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  • Ricardo

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    Gracias Elena. Buscarnos en nuestros límites es quizá la única aventura imperecedera…

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  • pepe

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    Que bonita manera de expresarlo. ayuda a rescatar los sueños que entierra la rutina.
    Gracias.

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