Ricardo: “Aquí nadie respeta a nadie”, masculla el taxista indio que nos lleva a la estación. Es, supongo, su eterna letanía ante el endiablado tráfico de Mombasa. Su desahogo frente a una ciudad en la que, pese a todo, sigue sintiéndose extranjero. A nosotros, sin embargo, el pandemónium de coches ni siquiera nos dibuja una mueca de contrariedad. Ahora podríamos estar disfrutando de la isla de Lamu, uno de los destinos estrella del Índico keniano, pero renunciamos a sus playas de postal por un viejo tren. Estamos a punto de cumplir un sueño y los sueños nunca tienen letra pequeña. Dentro de poco más de una hora, saldrá de la estación de Mombasa rumbo a Nairobi. No es un tren cualquiera. Se trata del legendario Tren Lunático construido por los británicos hace más de un siglo entre el Índico y el lago Victoria, una línea férrea que entonces se antojaba disparatada por la dificultad de atravesar sabanas repletas de animales salvajes. Los encargados del tendido de la vía fueron los antepasados del taxista que ahora nos lleva a la estación, coolies indios que después se asentaron en Kenia como comerciantes y a los que, todavía hoy, muchos kenianos miran con recelo por su demostrada capacidad para hacer prosperar sus negocios.
Estamos a punto de cumplir un sueño y los sueños nunca tienen letra pequeña
Javier: La soñada entrada en nuestro camarote supuso un golpe, más bien un bofetón…nasal. Poníamos un pie en el ansiado tren, en el que me había imaginado viajando desde hace años, y la primera impresión es que esa noche dormiríamos en los cuartos de baño. Olía, sin ningún eufemismo, a meados.
Así que uno mira la litera de piel cuarteada, un armarito que se apuntaló hace cien años y un pequeño lavabo del que sale un reguero de polvo con cierta nostalgia y contiene la respiración en un último intento de salvar los golpes que, en ocasiones, te da la realidad. Así hasta que casi muero de asfixia y le dije a Richi: “Voy a pedir que nos cambien de camarote”.
Me fui entonces de nuevo a la ventanilla tras la que había una mujer y un hombre que vendían los tickets. “Perdonen, resulta que en nuestro camarote huele a pis y me preguntaba si nos podrían cambiar de lugar”. Ellos me miran sonrientes y me contestan: “Claro, es que hay gente que usa a veces los lavabos de retrete. Lo siento mucho, le damos uno nuevo ahora mismo” . Por la rutina de sus palabras entendí que el lavabo convertido en urinario era algo común entre la tropa de nostálgicos, la mayoría extranjeros, que usa este tren.
La primera impresión es que esa noche dormiríamos en los cuartos de baño
Ricardo: No es éste el andén bullicioso, caótico, pintoresco y bullanguero que esperábamos. Estamos en familia. Apenas unas mamas con sus fardos de ropa y un puñado de mzungus (hombre blanco en swahili) en busca de la épica del Lunatic Express al que un día se subieron Churchill, Hemingway, Karen Blixen o el emperador etíope Haile Selassie. Un buscavidas toca la guitarra para ganarse unos chelines. Se llama Leonard Malukeya y nos cuenta que necesita el dinero para pagar la universidad a sus hijas. Su “Kumbaya my Lord” endulza la espera, que se antoja larga y tediosa. La cabra siempre tira al monte y lo más parecido al monte que tenemos a mano es el bar de la estación, donde nos acercamos a pedir unas cervezas. Su terraza está llena de locales viendo la televisión. Ninguno se subirá al tren. Simplemente matan la tarde. Pero no venden alcohol y tenemos que entrar en el tren para comprar las Tuscker en el vagón-restaurante por 220 chelines (poco más de dos euros) la botella de quinto. Sorpresivamente, a las siete y veinte nos indican por megafonía que el tren va a salir y cinco minutos después el Tren Lunático empieza renqueante su trayecto de 440 km hasta Nairobi. Con nosotros dentro.
No es éste el andén bullicioso, caótico, pintoresco y bullanguero que esperábamos. Estamos en familia
Javier: El tren arrancó como si tuviera que arrastrar toda Mombasa con él. Lento, tembloroso, con las dudas que requieren las grandes ocasiones. La luz del día se marchaba cuando aquel zombi de hierro comenzó a andar.
Entonces recuerdo que me quedé con la cabeza colgando de la ventanilla, emocionado, contemplando el hermoso apagar de la ciudad. Pasamos por barrios donde la vida se traslucía frágil. Lo que más me gustaba era contemplar las pequeñas luces de hogueras o velas que iluminaban la cada vez más completa oscuridad. Daba tiempo a intuirlo todo, a casi entenderlo, desde aquel viejo vagón que arrastraba con cierta dignidad su mala vejez. Era feliz.
Daba tiempo a intuirlo todo, a casi entenderlo, desde aquel viejo vagón que arrastraba con cierta dignidad su mala vejez
Ricardo: Colgados de la ventanilla, sobreponiéndonos al olor a basura de los arrabales de Mombasa, masticando el hollín con los ojos, no había seguramente nada que nos pudieran ofrecer que nos hiciera bajarnos del tren. Estábamos donde queríamos, aunque lo que queríamos no era, seguramente, lo que imaginábamos.
Nuestros vecinos eran un maduro holandés y su treintañera novia keniana y una familia local con un bebé. Empecé a presagiar que la noche podría ser memorable. Cuando ni siquiera nos habíamos acostumbrado al tren, un empleado empezó a preparar los compartimentos para dormir mientras emplazaba a los escasos pasajeros a la cena con un tintineo que acentuaba aún más la sensación de despreocupada decadencia.
El reloj se había detenido medio siglo en el vagón-restaurante. Los asientos acolchados, la hilera de ventiladores giratorios, la marchita foto del presidente… Aunque casi todo el vagón estaba vacío, se empeñaron en agruparnos por mesas para aprovechar el espacio y economizar esfuerzos. Frente a nosotros se sentó la pareja holandesa-keniana. Ella no abrió la boca en toda la cena y se limitó a susurrar a su pareja confidencias de enamorados. Las camareras, con uniformes blancos y zapatilas deportivas, despacharon la cena en menos de media hora: una sopa que habría despertado el recelo del mismísimo Maese Cabra de “El Buscón”, un condumio de arroz y verduras y pollo al limón con patata (el singular, en este caso, no es una errata). De postre, una ensalada de frutas (el plural es extremadamente generoso). Los cubiertos y los platos, en otro tiempo de plata, eran de plástico. No queda otra que refugiarse en el vino: un par de botellas de Frontera, un vino chileno que nos cuesta 1.200 chelines por botella (la segunda la compartimos con una joven pareja de holandeses y una mujer americana que viaja sola).
Mientras el encargado y dos septuagenarios blancos (viejos conocidos, supongo) cenan hasta vaciar todas las bandejas, Javier y yo nos regalamos uno de esos lujos que engrandecen un viaje y rematamos la cena con medio kilo de jamón que ha volado desde España para la ocasión, un deleite que casi hace levitar a Javier.
Para cenar nos sirvieron una sopa que habría despertado el recelo del mismísimo Maese Cabra
Javier: La noche en el Lunatic es un sueño a medio construir. Nunca se duerme del todo, nunca se despierta. Volvimos al camarote tras la cena y encontramos nuestras camas hechas. La puerta no se cerraba bien. Daba igual, nos echamos y comenzamos a no dormir, a no despertar.
Y en aquel duermevela notabas que el convoy se paraba en estaciones en las que, a veces, levantabas la cabeza y veías nítidos fantasmas. Por momentos, hacías cálculos de si atravesábamos Tsavo o llegábamos a Marte. No era real aquel silencio quebrado por el crujir de la locomotora y que, como todo lo que no es real, se convertía en fascinante.
La noche en el Lunatic es un sueño a medio construir. Nunca se duerme del todo, nunca se despierta
Ricardo: A las cinco y media ya no podía más. Dormir con el techo a dos palmos de mi cabeza me atosigaba un poco. Me levanté a aliviar la vejiga. No era el primero, desde luego. La cisterna del lavabo ya rebosaba y daban ganas de salir huyendo.
Queríamos ver amanecer, pero la bruma había secuestrado al sol. África ya estaba en pie. Se veían niños camino del colegio, gente en bicicleta, chozas que se desperezaban… En el desayuno se repitió la misma escena que en la cena, aunque en este caso compartimos mantel con los jóvenes holandeses, mucho más locuaces. Un zumo, algo de fruta, una tostada dura como el pedernal y un puñado de alubias con salchicha mientras nos golpeaba el sonido metálico de la plataforma desvencijada entre los vagones.
Daban ganas de preguntar en qué vagón se velaba el cadáver del Tren Lunático. Su funeral se celebró hace tiempo, pero nadie se ha enterado y el legendario tren sigue circulando, desvaneciendo cualquier atisbo de esa épica que un día le hizo único.
Queríamos ver amanecer, pero la bruma había secuestrado al sol. África ya estaba en pie
Javier: Creo que las paradas del tren fueron mi mayor sorpresa. Nunca asistí en África al paso de un tren tan solitario. Cada parada se convertía en un réquiem. No había apenas gente en los andenes, ni subía y bajaba la enloquecida carga que yo esperaba, ni veía a cientos de pasajeros, como supuse, colgar de las ventanas. Nada era como lo había imaginado y, sin embargo, eso me parecía que le daba un maravilloso sentido a todo lo que contemplaba. Aquella cierta desolación era casi poética, era una oda a la derrota, algo que siempre despierta mi interés. Me gustaba quedarme mirando desde mi ventanilla a viejos y niños que esperaban sentados en las estaciones a otros, quizá a algo con vida, pero no a nosotros.
Nunca asistí en África al paso de un tren tan solitario. Cada parada se convertía en un réquiem
Ricardo: La noche nos había hurtado el paso por Tsavo, el sorprendente parque de los elefantes rojos y de los leones sin melena devoradores de hombres (los descendientes de ésos que hicieron pagar caro la locura de tender una línea férrea entre animales salvajes). Sólo el Nairobi National Park podía redimirnos y ofrecernos un fugaz safari sobre raíles. Y a punto de entrar en la capital vimos por fin cebras, gacelas y algún que otro ñu arrastrando su desgana por la sabana. El tren ni siquiera les hacía pestañear, como si quisieran dejar claro que ellos estaban primero. Nosotros íbamos de lado a lado del tren, como si el vagón fuese un todoterreno, hasta que los animales entregaron el testigo a los suburbios de plástico y basura que hacían enmudecer los sueños.
A punto de entrar en Nairobi vimos por fin cebras, gacelas y algún que otro ñu arrastrando su desgana por la sabana
Javier: El tren termina en los talones del mundo, o en el culo, con perdón. Una pequeña lección, un golpe de realidad. La vieja máquina atraviesa antes de llegar a Nairobi los slum (barriadas) de las afueras. Tras la ventana uno deja caer toda la nostalgia de un viaje que ahora parece de “lujo” para ir torciendo la mirada ante esa África tantas veces contemplada en la que acertadamente acaba este viaje. Se acabaron los sueños y los fantasmas, se acabaron los cadáveres de metal. Están allí, de carne y hueso; realmente contemplaba muertos mientras están vivos. Sin poesía, sin textos que rememorar de Churchill, hacinados en la más absoluta miseria, sin en el honor de permitirles ser enterrados cuando ya no tengan vida. Ellos no miran el tren, sencillamente lo evitan para que no les pase por encima. Lo realmente lunático de este viaje es contemplar a aquellas personas. No podía tener mejor final este extraño y fascinante viaje para que todo cobrara sentido.