Ternate, una pequeña isla de Las Molucas septentrionales, en Indonesia, no huele a clavo o nuez moscada ese 26 de marzo de 2025. Al menos, no olí yo eso aunque lo olfateaba para empezar este texto. Huele al humo de las motos que pasan por todas partes y cuando sales de ese entorno urbano al aire limpio del océano. Esto es hoy una tierra pobre en medio de un mar rico. Durante algunos siglos, sin embargo, fue una zona codiciada por todas las superportencias europeas porque de sus entrañas emanaba el petróleo de entonces: la pimienta y canela, el clavo y la nuez moscada. Vine aquí por y con mi amigo Juan Carlos Rey, por sus libros. Parte de una historia de España desconocida está ahí “soterrada”, y a mí me encantan la historia y los sitios remotos. Y Juan Carlos me la cuenta con la pasión del viajero y la precisión del investigador.
Aterrizamos en Ternate muy temprano. No encuentro un paraíso de una isla perdida del Pacífico; encuentro el caos de un tráfico sin normas, la confusión de los viejos mercados, el comercio a retazos, plásticos y basura tirada por todas partes, una ladera verde de un volcán majestuoso, unas aguas claras sin grandes barcos ni nieblas, mezquitas, restos de fortalezas, caras de asombro de los que nos ven.
Cuesta mucho, más en esta parte del mundo, divagar por zonas no devoradas por la marabunta de visitantes como yo
Hay desde el inicio algo que me gusta, que me atrae, porque este no es un sitio de postales para viajeros. Tiene una propia vida alejada de un turismo que allí es casi inexistente. Hoy cuesta mucho, más en esta parte del mundo, divagar por zonas no devoradas por la marabunta de visitantes como yo.
Nosotros nos alojamos en Villa Ma’rasai, quizá la mejor guesthouse de la isla. Juan Carlos la conoce porque este es su mundo. Ha grabado un documental sobre estas islas, “La Odisea de las especias”, y ha escrito varios libros, algunos traducidos al indonesio sobre la historia de España en este lugar. El último, el más reciente, “Una alianza en el mar de Célebes” que firma junto al español Antonio C. Campo y el indonesio Nurachman Iriyanto, me lo acabo de terminar.

Narra el siglo en el que España dominó estos islotes. Descubre un pasado fascinante, absolutamente desconocido para el gran público. Venimos a seguir esas huellas y venimos, así me lo propuso él cuando cenamos en Navidad en mi casa de Bangkok, a intentar componer un viaje de VAP para traer hasta aquí viajeros. Déjenme llegar al final y les cuento cómo ha acabado eso.
Elcano, el inicio de todo
La vuelta al mundo de Magallanes y Elcano no fue un objetivo sino una consecuencia. Las naves españolas partieron para encontrar una nueva ruta para llegar hasta las islas de las especias. No se buscaba circundar el globo, se buscaba cargar las bodegas de clavo y adueñarse de su muy rentable comercio. Portugueses y holandeses perseguían lo mismo. “Los españoles, por fin, en 1521, casi tres décadas después del descubrimiento de América, llegaron a las puertas de Asia. Las naves españolas tomaron puerto en las mundialmente famosas islas de la Especiería, las cinco pequeñas islas ubicadas en torno al ecuador y situadas al norte de Molucas”, narra el libro del Mar de Célebes.

Fue en concreto el 8 de noviembre de 1521 que la expedición ya comandada por Elcano (Magallanes ya había muerto en la actual Filipinas) atraca en Tidore (la isla que tenemos enfrente y de la que hablaré en otro artículo). Desde ese momento y hasta 1677, que los españoles son expulsados del Fuerte de Santa Rosa en la isla de Siau, hay una relación muy estrecha entre el Reino de España y estas aguas. El libro de Rey, Campo e Irinyato, que les recomiendo, la narra al detalle.
Desde ese momento (1521) y hasta 1677, que los españoles son expulsados del Fuerte de Santa Rosa en la isla de Siau, hay una relación muy estrecha entre el Reino de España y estas aguas
Nosotros salimos esa misma mañana a contemplar esa huella y recorrer la pequeña isla. Desde un alto mirador próximo a la guesthouse contemplamos Las Molucas. Es una estampa bella, una sucesión de verdes volcanes que flotan en el océano. Luego, empezamos a recorrer el ajetreo de aquellas calles. Juan Carlos me va narrando cada fuerte: Kastella, Toluko, San Pedro y San Pablo y Kalamata. Ha estudiado cada castillo, leído la bibliografía de la época, controlado con su dron desde las alturas el verdadero tamaño que tuviera entonces…
Bajamos en cada fortaleza. Me cuenta su historia, sus tiempos. Vemos restos de aljibes, o de torres y dependencias. En algunos quedan trazas de algunos muros, en otros sus murallas están casi intactas tras la toma y control posterior de los holandeses, y en otros hay hasta el milagro de una placa escrita en español e indonesio que recuerda el pasado hispano del lugar. Gente como él, y la Asociación Española de Estudios del Pacífico, van rescatando esa historia y colocándola en su sitio. “No, este no era un fuerte portugués, era español” o “No, esta fortaleza no la levantaron los holandeses sino los españoles”, son algunas frases que esos días escuché a Rey al interactuar con guías locales o en pequeños museos.

Visitamos también el Palacio del Sultán. Juan Carlos quiere saludarle. No está, se fue a Jakarta, pero aprovechamos para contemplar el pequeño museo de la residencia en el que se narra la historia del lugar.
Basura y verde
Pero además de la historia, Ternate es una isla, un extraño trópico musulmán, con un volcán cubierto de verde y nubes al que trepar, y un mar vacío que navegar. “Vengo aquí mucho porque voy persiguiendo por el globo volcanes activos y los mejores fondos marinos. Y en ambas cosas, esta es la mejor parte del mundo”, me dice Pascal, un francés muy simpático que vive en Australia, mientras ambos hacemos snorkel en Jikomalamo, una pequeña bahía rodeada de restaurantes. En términos de belleza de fondo marino y corales, ese lugar es tercera división comparado con lo que ofrece el entorno, me dice Juan Carlos, también oceanógrafo y buceador. Sin embargo, sólo allí veo más coral y peces que en muchos sitios de renombre donde he buceado antes.

Cerca de Jiko Malamo está el parque de Batu Angus, una zona “rocosa” creada con la lava solidificada del volcán y, al otro lado, el Lago Tolire. Es una laguna volcánica en la que habitan cocodrilos con una bellísima vista de la isla de Hiri.
Y todo eso podría ser bellísimo, y lo es y no lo es, porque está infectado del mismo mal que afecta a buena parte del planeta. La basura, los plásticos desbordantes, colgando a trozos de ramas, acumulados entre las rocas, cubriendo los cauces de los ríos. El ser humano y sus desperdicios que arroja sin control, con la pereza del bobo que no entiende que esa basura se la tira sobre él mismo.

La ciudad sufre también de ese problema. Han creado un paseo marítimo con algunos jardines. El mar y los volcanes siempre rodeando todo al fondo. La isla gana en belleza en la distancia larga y en la corta es incapaz de disimular el maltrato de sus habitantes. Y sin embargo, pese a eso, el sitio tiene algo especial, auténtico. Atravesamos de día y de noche su descuidado mercado, con sus olor a pez seco que solapa el de las frutas y especias.
No es temporada de cosecha y no hay montículos con canela y pimineta a la venta. Es un mercado humilde, dejado, donde se venden palanganas, carnes recién abiertas, frutos secos, peces secos y chiles verdes y rojos. De vez en cuando nos llega, eso sí, el inconfundible olor del durian, esa fruta de sabor a melaza y olor a calcetín usado y húmedo que en el sudeste asiático adoran.

Todo ese ajetreo se acaba nuestra última noche en la isla. Ha empezado ese día el Ramadán tras ponerse el sol. Muchos puestos cierran esa primera semana de su fiesta sacra. Nosotros cenamos por menos de dos euros un arroz con huevo y plátano frito en un chiringuito frente al mar. Y mientras charlamos, bebemos un agua y nos comunicamos por señas con la camarera, entiendo que ese lugar es un viejo viaje. Uno de esos sitios en el globo donde aún el viajero es un extraño.
“Aquellos hombres con ojos de color de gato”, fue como el cronista maluco Iman Ridjali de Ambon describió a los primeros europeos
Me siento feliz en Ternate, en Molucas, con la emoción que genera venir a contemplar un pasado que aún permanece vivo. Un lugar donde los locales aún te ven con los ojos de felino como lo hacían hace cinco siglos: “Aquellos hombres con ojos de color de gato”, fue como el cronista maluco Iman Ridjali de Ambon describió a los primeros europeos que allí llegaron, explica la obra “Una alianza en el mar de Célebes”.

Esa última noche duermo muy mal. Me levanto con las mezquitas tocando arrebato. Salgo a mi terraza cuando clarea y veo las islas de Tidore y Maitara… Amanece y veo altos sus volcánicos pináculos verdes, y el mar quieto, y nubes sin tierra. Y huelo a especias. Ahora sí. Las huelo sin que huela absolutamente a nada porque nada allí se entiende sin ellas.