El sur de Irak: un viaje al origen de la Historia

La noche de Kerbala se enciende en las cúpulas de sus mezquitas, como un resplandor místico. Husayn ibn Alí dio nombre al que es considerado tercer lugar santo para los chiitas, después de la Meca y Medina.

Frente a la mezquita de Husayn, se encuentra la de su hermano Abbas ibn Alí, mártir del Islam y héroe en la batalla de Kerbala en el año 680, en que falleció, como Jesucristo, con 33 primaveras. Allí está su tumba, bajo una bóveda brillante de la que cuelga una lámpara con miles de cristales más brillantes todavía.

Es difícil imaginar qué méritos acreditaron en vida estos dos hermanos, para inspirar tal homenaje a su muerte. Casi 1350 años después de aquella batalla, hoy miles de hombres y mujeres, millones en realidad, llegan a sus tumbas en silencio, tal vez sin conocer su historia, como era mi caso, pero sobrepasados por el escenario.

Me apasionan los lugares sin impostura. Y éste lo es, sin duda. Los hombres rezan con tal fervor que aquí los extranjeros somos invisibles.

Me apasionan los lugares sin impostura. Y éste lo es, sin duda. Los hombres rezan con tal fervor que aquí los extranjeros somos invisibles. De hecho, no vimos ni un solo turista entre los cientos de fieles, entre las mujeres cubiertas hasta los tobillos, entre los millones de espejitos que centellean en las paredes y las arcadas y las columnas de las mezquitas.

Aquí hay poco que entender. Sólo se siente un escalofrío propio de los lugares de peregrinación. Se siente el silencio de los pies descalzos sobre las alfombras. La belleza de los techos llenos de filigranas y las lámparas y más lámparas con miles de luces y cristalitos, para ver si así alumbran la fe de los escépticos.

Salimos abrumados, nerviosos por haber robado unas cuantas fotos en un lugar donde la gente sólo se encuadra hacia adentro. Afuera, unos veinte o treinta hombres cantaban muy serios y muy alto y uno no sabía si eran plegarias al cielo o juramentos guerreros. Pero no, allí hoy solo resuenan las oraciones. Este es otro Irak, sin pantalones cortos ni melenas al viento. Aquí se llega ya sobrecogido de casa, decoroso.

Saddam Hussein, como buen tirano era un cobarde, y temía la rebelión de los chiitas, ya que él se aferraba a la creencia sunita. Eso provocó una represión a la población de Kerbala. Intentó destruir sus lugares santos y tras las revueltas chiitas de 1991, asesinó a miles de personas en una respuesta brutal. Pero las mezquitas sobrevivieron. Y con ellas resurgieron los puestos de frutos secos, dátiles y dulces y especias, que dan ganas de aparcar allí el camello y ajustarse un turbante, pues la regresión espacio temporal consigue contagiar al viajero.

Salimos abrumados, nerviosos por haber robado unas cuantas fotos en un lugar donde la gente sólo se encuadra hacia adentro.

Pensaba yo de vuelta al hotel en estos capítulos de la historia de Irak, en los credos y matanzas, en la destrucción y en la belleza, en la cultura y la violencia. Me acosté con el brillo de las mezquitas aún en la cabeza, con las oraciones que no se apagan nunca y con la esperanza de que esas las lámparas de cristal no acaben un día, acumulando polvo en la cámara acorazada de un museo.

Kerbala es una ciudad viva, pero para completar el puzle era necesario volver a las ciudades muertas. En Irak hay que mirar atrás. Y eso nos llevó hasta otro de esos lugares insulsos. Un montículo de tierra en la distancia, un camino de piedra y arena. Polvo, silencio, nadie.

Un hombre salió de una caseta. Saludó con solemnidad. Luego, por sorpresa, apareció un motorista alemán que había llegado hasta allí preguntando a mucha gente. Mi amigo David, el alemán y yo nos encontrábamos en el lugar donde arranca la Historia. Un cartel anunciaba con claridad: “Las primeras palabras escritas comenzaron aquí”. Esa era la carta de presentación de Uruk. Por lo demás, el lugar estaba alejado de todo, como desvanecido en un sopor que dura miles de años. Demasiado antiguo para revivir lo que fue, demasiado importante para morir del todo.

Aquel montículo de Tierra era en realidad un zigurat, un templo de la antigua Mesopotamia. Construían edificios que ascendían lo más alto posible para facilitar la llegada de los dioses que vivían allá arriba. El zigurat de Uruk era uno de los más importantes. Los habitantes acudían al templo y entregaban sus ofrendas: gallinas, vacas, patatas, o lo que podían. Era algo así como un impuesto divino. Y los responsables del templo debían llevar una contabilidad de las ofrendas. Eso les llevó a organizar planillas donde había que ordenar con símbolos, cada producto que iba a parar allí. Así comenzó la escritura de la Humanidad, como un inventario en Excel, para complacer a los dioses.

Así comenzó la escritura de la Humanidad, como un inventario en Excel, para complacer a los dioses.

Esto ocurrió alrededor del IV milenio antes de Cristo, durante la Edad de Bronce de la antigua Sumeria. El problema de los hitos de la Humanidad que tuvieron lugar en los confines de la Historia es que resulta difícil tomar perspectiva, asimilar el tiempo. Las pirámides de Giza, por poner un ejemplo, se construyeron unos 1.000 años más tarde. Habría que esperar más de 3.000 años para que Aristóteles se pusiera a hablar de Metafísica. Y nosotros, bueno, nosotros tardamos algo más de 5.400 años en llegar a Uruk, desde que al primer ser humano se le ocurrió diseñar un símbolo en una tabla de arcilla.

Y allí estábamos, el motorista alemán, mi amigo David y yo tratando de calcular siglos y piedras en aquel lugar. Incapaces de entender cómo era la vida de entonces. Aún se conservan los raíles que los alemanes habían construido para transportar las vagonetas con las que extraían la tierra. Julius Jordan fue el primer arqueólogo en alcanzar Uruk, en 1912. Los trabajos de excavación se han prolongado durante décadas, pero no vimos ni rastro de actividad. Y resulta inaudito que no haya un solo arqueólogo en un lugar plagado de piezas de la Antigüedad.

Era imposible caminar entre las ruinas de Uruk sin tropezar con trozos de vasijas, tinajas o con una infinidad de conos de colores. Esos conos eran piedras, mármoles de diferentes lugares que se tallaban de esa forma puntiaguda para incrustarlas en las fachadas de los edificios como decoración. Había miles de puntos de colores adornando las paredes. Y allí estábamos nosotros, viendo aquellas piezas desperdigadas, por todas partes. Piezas que habrían elaborado ¿hace cuánto tiempo? ¿3.000, 4000 años? ¿Más? Nuestro guía irakí nos alertó de las consecuencias de meterse en el bolsillo disimuladamente alguna pieza desamparada. La cárcel es el destino del turista que se lleva un recuerdo de los yacimientos arqueológicos del país. Pero estaba todo tan abandonado, tan a la intemperie, que resultaba inexplicable que nadie custodiara unas de las ruinas más importantes de Oriente Medio. Nos alejamos de allí y cuando me giré para ver Uruk por última vez ya no había nada, solo polvo en la carretera.

A unos cien kilómetros de Uruk, resiste con más lustro otra de las antiguas ciudades de Mesopotamia. Aquí se inventó la rueda, se instauraron las primeras leyes y según dicen, encontraron los restos de lo que podría ser la primera cerveza de la historia. Esta ciudad vio nacer a Abraham y albergó uno de los más zigurats más importantes de la región. Y todo ello se resume en dos letras: Ur.

En Ur también se encontró La Lira Dorada o Lira del Toro, que acompañó la tumba de la reina sumeria Puabi durante 4500 años. A principios del siglo XX, la lira fue llevada al museo nacional de Irak y en 2003 fue destruida por los saqueadores. Eso es lo que duran las reliquias sagradas en nuestra época. Sólo sobrevivió una cabeza de toro, forjada en oro, que hoy se exhibe en el Museo Británico.

En Ur también se encontró La Lira Dorada o Lira del Toro, que acompañó la tumba de la reina sumeria Puabi durante 4500 años.

Cuentan también que la reina fue enterrada con 52 ayudantes que se envenenaron para la ocasión, tal era la lealtad del servicio para los reyes sumerios. Nuestro guía nos indicó con el dedo, sin darle demasiada importancia, el lugar donde sucedió el suicidio colectivo y enterramiento.

Paseando entre los restos de Ur, uno descubre que aún se sostiene en pie un pequeño edificio de ladrillo, que tiene un pequeño arco de medio punto en el centro. No llamaría la atención sin el contexto histórico que nos dice que no había contexto histórico de arcos de ningún tipo antes de ese preciso arco que tenía delante de mí. Es decir, podríamos estar ante el primer arco arquitectónico de la Humanidad.

Ur se anuncia de desde lejos. Aquí no hay un montículo de tierra, donde se intuye un templo, como en Uruk. No, en Ur se ha reconstruido el zigurat totalmente. Es su principal reclamo ya desde la distancia te hace pequeñito. Cuando nos acercamos entendimos mejor sus dimensiones: 61 metros de largo y 46 de ancho. Solo se conserva la primera planta. Le faltan pisos a este templo escalonado que alcanzaba en su día los 30 metros. Una fortaleza de ladrillos de adobe, un templo para honrar a los dioses. Solo los delirios de los hombres resisten al tiempo y llegan hasta nuestros días.

Solo los delirios de los hombres resisten al tiempo y llegan hasta nuestros días.

Una familia irakí paseaba sin hacer ruido junto al zigurat. Supongo que los padres querían enseñar a su hijo dónde se encuentran las raíces de este pueblo. Viajar a Irak es viajar al origen de demasiadas cosas. Aquí da la sensación de que empezó todo: la escritura, la rueda, las leyes, es como alcanzar las fuentes del río sobre el que ha navegado la Humanidad.

Pero en este recorrido por el tiempo, nos quedaba una parada, un poco más al este, un poco más al sur. Nos faltaba visitar entre el Éufrates y el Tigris, el mismísimo paraíso. Y allí nos dirigimos.

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