Un escéptico frente a la tumba de Cervantes

Durante tres días, las monjas abrían sus puertas para solaz de curiosos, crédulos y escépticos deseosos de rendir pleitesía literaria a don Miguel, sean o no sus restos lo que cobijen esa hornacina. ¿Acaso reclamé un certificado de autenticidad cuando caminé sobre la nieve en el cementerio de Praga rumbo a la tumba de Kafka?

Recuerdo la rimbombante inauguración del que en su día fue el túnel más largo de Madrid. Las obras aún no habían terminado y quedaban todavía unas semanas para que abriera al tráfico, pero poco importaba. El frenesí electoral reclamaba inauguraciones y había que cortar la cinta del flamante subterráneo con coches o sin él. Lo inauguramos, por supuesto, caminándolo a pie, que los coches vendrían a su debido tiempo. Desde entonces, me fío más bien poco de las apresuradas inauguraciones de los minutos de la basura de las legislaturas, sean del pelaje que sean. Por eso torcí el gesto hace unos días cuando la todavía alcaldesa de la capital descubría en el convento de las Trinitarias, a sólo unas horas de dejar el cargo, el monumento funerario donde reposan los restos de Miguel de Cervantes, nada menos.

Tres meses atrás, los arqueólogos habían hallado sus restos a bombo y platillo en las entrañas del convento, donde se sabía que descansaban los despojos del inmortal autor de El Quijote, fallecido el 23 de abril de 1616, aunque se mantenía la incógnita sobre el emplazamiento de su tumba. Tan pronto como se hizo público el hallazgo, se multiplicaron las dudas sobre la autenticidad de los restos, que el Ayuntamiento afirma haber disipado tras encontrar en los archivos de las monjas un documento de la época que acredita el traslado de los huesos hasta el convento trinitario.

Con dudas o sin ellas, resultaba llamativo ver inaugurar la tumba de Cervantes de forma tan apresurada, como si no hubiera un mañana

Con dudas o sin ellas, resultaba llamativo ver inaugurar la tumba de Cervantes de forma tan apresurada, como si no hubiera un mañana, a sólo unas horas del cambio de guardia en la Casa de la Villa, casi con el mismo celo obsesivo con el que Gollum se abrazaba al anillo. ¿La premura de las dudas o la comprensible vanidad humana de acariciar la posteridad?

La vida me ha ido curtiendo en escepticismos, pero al día siguiente a primera hora caminaba por el barrio de Las Letras (popularmente conocido como Huertas) en dirección al convento de las Trinitarias. Durante tres días, las monjas abrían sus puertas para solaz de curiosos, crédulos y escépticos deseosos de rendir pleitesía literaria a don Miguel, sean o no sus restos lo que cobijen esa hornacina. ¿Acaso reclamé un certificado de autenticidad cuando caminé sobre la nieve en el cementerio de Praga rumbo a la tumba de Kafka? ¿O al descubrir la lápida de Hernán Cortés, cuyos restos deambularon durante siglos de un sitio a otro, en el DF? ¿Por qué entonces exigir a Cervantes un plus fidedigno de veracidad?

¿Acaso reclamé un certificado de autenticidad cuando caminé sobre la nieve en el cementerio de Praga rumbo a la tumba de Kafka?

Las monjas trinitarias deben ser duras de pelar, porque sólo habían autorizado tres días para las incómodas visitas en jornadas de mañana y tarde. Después, todavía está por ver cómo se arbitrará el acceso de los turistas a la tumba de Cervantes. Sería paradójico que un hallazgo tan esperado permaneciese oculto a los curiosos o restringido únicamente a las visitas guiadas que se realizaban antes de dar con los huesos del ilustre manco de Lepanto.

Lo primero que me sorprende es que apenas hay gente, temeroso como estaba de darme de bruces con una de esas colas que hacen bueno el dicho de que en Madrid “hay gente pa´ to´”. De la pequeña puerta de entrada al convento cuelga una hoja con el horario de visitas donde ni siquiera se menciona a Cervantes. Está abierta y entramos. Tras atravesar el oscuro zaguán, llegamos a una estancia donde se encuentra el acceso a la cripta en la que se hallaron los huesos, ahora cerrado con unas compuertas. Unos metros más adelante, al otro lado de un estrecho pasillo, se encuentra la iglesia de San Ildefonso, también en penumbra, donde al final de los bancos, a la izquierda de la nave central, reposan los restos del universal escritor. Media docena de personas fotografían desde todos los ángulos posibles la lápida descubierta hace unas horas.

Al final de los bancos, a la izquierda de la nave central, reposan en la penumbra los restos del universal escritor

Con errata incluida, pues el texto grabado en la lápida -“‘El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir’-, que corresponde a una de las inmortales obras de Cervantes, “Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1616)” (en realidad es la dedicatoria de la obra al conde de Lemos, que escribió en su lecho de muerte, “puesto ya el pie en el estribo con las ansias de la muerte”), en el epitafio se rebautiza como “Los trabajos de Persiles y Segismunda”. La paradoja es que la losa conmemorativa lleva la firma de la Real Academia Española, que ya se ha apresurado a reclamar al Ayuntamiento que repare el error. Tiempo habrá para subsanarlo, supongo.

Los restos de Cervantes están escoltados por la quinta y sexta estaciones del Via Crucis, con las imágenes talladas del cirineo que ayuda a Jesús camino del calvario y la impresión de la Santa Faz. Frente a las exequias, un santo al que todo el mundo da la espalda, el Evangelista creo recordar. Una bandera española en un mástil inmaculado, una corona de flores y una nota mecanografiada con unos versos, “Ya la mente creadora, junto al genio descansa, que donde la gloria mora, el espíritu se amansa”. A la izquierda de la tumba, una pequeña lápida más modesta en memoria de un benefactor del convento, el doctor Agustín Gallo Guerrero, quien financió en 1697 la construcción de “seis capellanías y otras obras pías”.

El mejor escritor en lengua castellana se merece algo mejor, un mausoleo acorde con la grandeza de su obra

Me alejo unos pasos de la lápida con el convencimiento de que el más grande escritor en lengua castellana se merece algo mejor, un mausoleo acorde con la dimensión de su obra. Subo uno de los escalones del altar mayor para sacar una fotografía del enrejado que separa el templo de las estancias de las monjas de clausura. “¡No se me suba ahí!”, escucho a mis espaldas a una señora, la encargada de abrir el templo a las visitas, con ademanes de capitán general. Por un momento pensé que estaba a punto de pisar los huesos del mismísimo Cervantes, pero enseguida me tranquilizó comprobar que sólo se trataba del habitual, y tan español, alarde de autoridad, tan gratuito como rídiculo. Me alejé sin rechistar mientras la mujer seguía atendiendo con desgana a una periodista.

Salí del templo y me refugié en La Dolores, unos metros más abajo, un templo casi centenario de las tabernas y bares de Huertas. Allí, entre cañas y ventrescas de atún, rematé mi homenaje a Cervantes, sin preocuparme ya de si había estado o no ante su tumba. Y recuerdo esas líneas de una esmeradísima edición de “El Quijote” de 1864, regalo de mi padre por mi mayoría de edad, en la que leía que “sus exequias fueron pobres y oscuras como lo había sido su vida” y que “dispuso que se le diese sepultura en la iglesia de las monjas trinitarias. Sus huesos se confundieron con los demás cadáveres que en ella se enterraban, y los amantes de las letras españolas, por una negligencia sobrado culpable de sus contemporáneos, no pueden decir “Aquí yacen los restos del autor del Quijote”. O sí.

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