Mérida: benditos romanos

La apabullante historia de Mérida se te viene encima nada más poner un pie en el anfiteatro, una elipsis de piedras milenarias que es un guiño al glorioso pasado de Augusta Emerita, la antigua capital de la provincia más occidental del Imperio romano.

La apabullante historia de Mérida se te viene encima nada más poner un pie en el anfiteatro, una elipsis de piedras milenarias que es un guiño al glorioso pasado de Augusta Emerita, la antigua capital de la provincia más occidental del Imperio romano. Caminando hacia el podium por el graderío entre la tropa turística de selfies y conversaciones políglotas, la arena de gladiadores y fieras parece una gran sartén deslumbrante a punto de freír a las decenas de visitantes que deambulan cámara en mano desamparados frente a los vigorosos rayos de sol.

Unos pasos más allá, en el mismo cerro San Albín, asoma el icono del ADN romano de Mérida, su impresionante teatro, gentileza de Marco Agripa, que te sumerge al primer vistazo en la solemnidad de las representaciones teatrales de hace dos mil años. Es una de esas cosas que hay que ver al menos una vez en la vida, un regalo para cualquier espíritu curioso que, además, se puede pisar y palpar hasta sentir hablar a las piedras.

La arena de gladiadores y fieras parece una gran sartén deslumbrante a punto de freir a las decenas de visitantes

Porque el teatro de Mérida podría estar dentro de una gigantesca vitrina y nos tendríamos que conformar con pegar la nariz al cristal para admirar sus detalles, pero tenemos la suerte de poder caminar su historia sin cortapisas, una manera sin duda más amable de digerir su significado. Y así, caminando, uno empieza a reparar en un sonido metálico que desafina en esta melodía de caveas romanas. Muchas de las gradas superiores (summa cavea, destinadas a las clases más desfavorecidas) son de chapa que reproduce el color de la piedra y, desde la distancia, apenas se distinguen de las originales.

Ya sobre la escena, bajo las impresionantes columnas corintias y las réplicas de estatuas de emperadores y dioses paganos, y ante el graderío con capacidad para 5.000 espectadores, uno entiende perfectamente qué era aquello del miedo escénico al que aludía Jorge Valdano. Dando la espalda a la orchestra, se accede al peristilo por la puerta central (valva regici) que utilizaban los actores. El “backstage” es un gran jardín jalonado de columnas y pórticos marchitos, una antigua zona de recreo que es obligatorio pasear huyendo de las aglomeraciones. A un lado, cerca de la puerta de salida, uno toma definitivamente conciencia de la magnitud de donde está cuando, a salir de los lavabos públicos, se sorprende caminando sobre una cristalera de ruinas romanas. Incluso los urinarios se levantan sobre un pedazo de historia.

Al salir de los lavabos, me sorprendo caminando sobre unas ruinas. Incluso los urinarios se levantan sobre un pedazo de historia

Caminando hacia la alcazaba, la fortaleza árabe a orillas del río Guadiana, me doy el gustazo de tropezarme inesperadamente con la esquina más cortesiana de España: el cruce de la calle Hernán Cortés con la travesía Hernán Cortés, un reconocimiento insólito para el conquistador maldito. Como el sol no hace rehenes, a los pies de las antiguas murallas de la ciudad tomamos al asalto una mesa para degustar una sombra y, de paso, un gazpacho y unas migas extremeñas. A veces, la comida entra por la sombra.

Lo primero que sorprende al llegar a la alcazaba no es la alcazaba, sino el puente romano, uno de los más largos del imperio (792 metros), y sus 60 arcos que se reflejan con nitidez sobre las aguas, mansas a simple vista pero que ocasionaron a lo largo de los siglos numerosas riadas que obligaron a los romanos a construir un dique de contención para poner a salvo a la ciudad de las impetuosas crecidas del río Ana. El puente, reconstruido varias veces, tiene desde hace unos años (se inauguró en 1991) su alter ego aguas abajo, el puente Lusitania, un gigante de hormigón y acero blanco diseñado por Santiago Calatrava que es uno de los referentes de la moderna Mérida.

Como el sol no hace rehenes, a los pies de las antiguas murallas de la ciudad tomamos al asalto una mesa para degustar una sombra

Construida sobre el dique romano, la fortaleza árabe (de la que apenas se conservan las murallas y el aljibe) debería estar contraindicada para visitas de sobremesa, cuando el calor es tan intenso que dan ganas de quedarse a vivir dentro del aljibe. Huir en dirección a las sombras de la arboleda que jalona las orillas del Guadiana es casi un deber ineludible si no quieres exponerte a un golpe (bajo) de calor.

Toca callejear por la Mérida contemporánea y disfrutar del bullicio de su plaza de España y de su ayuntamiento tan colonial que parece una estampa de la América hispana, caminar por la animada calle Santa Eulalia y acercarse al arco de Trajano, tan encajonado que parece a punto de saltar por los aires (magníficas sucesión de terrazas a su vera para intentar comprender el arte a impulsos de cerveza fría).

Y, de repente, una gran sorpresa: levantar la vista y sorprenderse con el milagro del Templo de Diana, alter ego del de Éfeso

Y, de repente, una gran sorpresa: desviarse por la estrecha calle Santa Catalina, salir a unos modernos soportales, levantar la vista y sorprenderse con el milagro del Templo de Diana, un maravilloso alter ego del Templo de Éfeso incrustado entre viviendas (en el corazón del antiguo Foro Municipal) que, por sí solo, justifica un viaje a Mérida. Creo que los minutos que pasé, abstraído de todo, sentado en las escalinatas frente a su fachada de columnas corintias fueron los más intensos de mis horas en Mérida. Benditos romanos.

Y eso que adosados al templo se levantan los restos de un palacio, el del conde de los Corbos, que en el siglo XVI tuvo la ocurrencia de construir su vivienda, utilizando incluso material de su ilustre vecino, a la vera del templo. Los nobles, ya se sabe, siempre han sido muy suyos. Y, paradójicamente, quizá el excelente estado de conservación del Templo de Diana se deba, en parte, a que terminó convirtiéndose en el capricho de un conde.

Los minutos que pasé, abstraído de todo, en las escalinatas frente a su fachada de columnas corintias fueron los más intensos de mis horas en Mérida

Toca seguir caminando, ahora extramuros de la antigua ciudad romana, hasta el circo, uno de los más grandes del mundo (su aforo era de 30.000 espectadores). Antes de bajar a la arena, proyectan un audiovisual que no está a la altura de la magnitud de esta construcción romana donde se celebraron carreras de carros hasta el siglo V. Al observar la longitud de la spina, alrededor de la que los aurigas debían dar siete vueltas con sus cuadrigas, tienes el irrefrenable deseo de echar a correr. Y lo haces. Unos cuantos resoplidos después, ya en la meta, sientes todo el peso del esplendoroso pasado romano de Mérida hormigueando en tus piernas. Y aunque la jornada ha sido larga, ¿cómo no acercarse al acueducto inundado por la luz del atardecer?

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