Playas de Mombasa: amaneceres de agua y fuego

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Después de diez días recorriendo algunos de los mejores parque de Kenia, llegar a un hotel de playa requeriría algo de aclimatación. Cualquiera suspiraría por un resort donde derretir las horas bajo el sol, envuelto en palmerales y a sólo unos pasos de las tibias aguas del Índico, sin nada más que hacer salvo darse a la vida muelle y despreocupada. Pero están todavía demasiado recientes los madrugones, los interminables safaris, las maletas sin deshacer y las conversaciones junto al fuego escuchando el sincopado gruñido de los ñus.

Tu cuerpo busca una hamaca en la que tumbarse, una piscina donde relajar los músculos, una barra de bar en la que sirvan cerveza bien fría. Tu cabeza, sin embargo, está aún llena de leones sesteando entre los arbustos, de manadas de elefantes, de leopardos emboscados en los árboles, de rinocerontes prehistóricos y de jirafas ramoneando las acacias. Cuesta ir a desayunar sin que te apremie el ansia de la sabana, disfrutar de un almuerzo con una botella de vino sin pensar cuánto queda para volver al todoterreno y hasta demorar las copas por la noche sin que te asalte la sensación de que, dentro de unas pocas horas, el despertador sonará para ponernos de nuevo en marcha y recorrer los caminos de polvo con la misma ilusión que el primer día. Una descomprensión, por compasión.

Después de diez días recorriendo algunos de los mejores parque de Kenia, llegar a un hotel de playa requeriría una descomprensión

Haber dejado Tsavo, un parque del que cuesta separarse, sólo hacía unas horas contribuía a esa sensación de desconcierto mientras caminábamos hacia nuestras habitaciones en el Sarova Whitesands Beach, un macrocomplejo hotelero situado a las afueras de Mombasa con más de 300 habitaciones que predisponía a esa felicidad vacacional que sólo clama reposo. Las horas y horas de sabana, no obstante, obligaban a más, a buscar algún aliciente extra aparte de tumbonas, piscinas y tragos. Javier, mi socio en VaP, y yo pensábamos acercarnos al centro histórico de Mombasa, pero decidimos dejarlo para el último momento. Nos quedaban dos días por delante para recuperarnos de la nostalgia de los safaris. Tardamos muy poco en buscar la playa.

La marea baja había abierto, retiradas las aguas, un amplio arenal en la orilla que invitaba a pasear y a compartir confidencias bajo un sol cegador. Un niño alquilaba bicicletas y dos adolescentes, embadurnadas las caras, se estaban dando un baño de barro en la arena. Los ambulantes ya habían alineado sus puestos de artesanía local y me temí un continuo acoso por relevos, de esos que obligan a desembarazarse de un buscavidas tras otro a cada paso. Pero, a diferencia de lo que sucede en las playas de Zanzíbar, donde su perseverancia llega a ser abrumadora, aquí los vendedores te dejaban tranquilo, aquietándose cuando escuchaban el primer no.

La noche iba cayendo lentamente hasta que la penumbra difuminó los cuerpos. De pronto, todos éramos sombras

Según avanzaba la tarde, la marea iba devorando de nuevo la playa, lenta pero inexorablemente, estrechando el corredor por el que los paseantes caminábamos a la espera del crepúsculo. Un camello recorría durante todo el día el arenal en busca de turistas. Su dueño había tenido suerte: un matrimonio indio y su hija adolescente habían contratado sus servicios dejándole, quizá, los últimos dólares de la jornada. De vez en cuando nos tropezábamos con alguna prostituta que esperaba clientes antes de que la marea terminase de hacer su trabajo. La noche iba cayendo lentamente sobre Mombasa, que se adivinaba a lo lejos, hasta que la penumbra difuminó los cuerpos como si estuvieran pintados con un carboncillo. De pronto, todos éramos sombras.

La cercanía del Índico era un imán, hasta el punto de que, al día siguiente, a las cinco y media de la mañana los ojos se abrieron con la precisión de un despertador. Quedaba media hora para amanecer. Me calcé unas chanclas y bajé a la playa. Lucía semidesierta y la marea estaba muy alta. Sentado sobre un tronco, vi amanecer mientras el agua mojaba mis pies. Primero un tenue resplandor iluminando las nubes, rescatándolas de la penumbra. Después, la irrupción del sol, vigoroso, pletórico, henchido de orgullo, pintó de fuego todo el horizonte, sobre el que se recortaban las siluetas de una ngalawa (barcaza tradicional swahili de dos balancines) y de embarcaciones a motor de pescadores.

La irrupción del sol, vigoroso, pletórico, encendido de orgullo, pintó de fuego todo el horizonte, sobre el que se recortaban las siluetas de una ngalawa

Al día siguiente perfeccioné el método. Bajé descalzo y en bañador y me metí en el Índico con los primeros rayos de sol, envuelto en otro amanecer de ensueño que encendía sus aguas como si alguien hubiese acercado una tea. Un grupo de adolescentes hacía estiramientos en la playa y correteaba en una y otra dirección. Los ambulantes ni siquiera habían abierto sus tenderetes. El agua estaba caliente y llena de algas, aunque poco importaba. Me sentía lejos y eso era más que suficiente.

A las ocho de la mañana, cuando habitualmente despiertas a un día que siempre presagia rutina, en las playas de Mombasa ya era un tipo feliz

De vuelta al hotel, nadé durante un buen rato en la piscina desierta, mientras un empleado limpiaba los fondos con una larga pértiga. Empezaba a gustarme el Sarova Whitesands. En la habitación, salí a la terraza con «Las verdes colinas de África» de Hemingway, que me devolvió fugazmente a las añoradas sabanas. A las ocho de la mañana, cuando habitualmente despiertas a un día que siempre presagia rutina, en las playas de Mombasa ya era un tipo feliz. Claro que uno no siempre tiene el mar a sólo unos pasos de la cama. Normalmente hay que conformarse con un plato de ducha. Por eso, ahora cuando suena el despertador a menudo pienso que me he perdido un amanecer de agua y fuego y un remojón en el Índico.

Más información de ésta y otras rutas por Kenia en: Kobo Safaris.

 

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