Nos envolvía una cúpula de humo que escupía agua sin piedad. Una masa de vida líquida que se despeñaba por un precipicio. Y allí estábamos nosotros, el grupo de viajeros, sintiendo que el mundo es un gigante y nosotros somos minúsculos. Eran casi las seis de la tarde y Luigina, Francesca, Mónica, Luis, Moncho, Ramón, Víctor, José y yo (Javier) intentábamos adivinar que el sol se ponía a nuestras espaldas en las Cataratas Victoria mientras la tierra rugía y temblaba el aire bajo una nube de humo por la que no pasaba la luz.
La tierra rugía y temblaba el aire bajo una nube de humo
A la mañana siguiente nuestros viajeros decidieron subir a un helicóptero y revisar aquella obra desde las alturas. Desde allí el agua no se palpa, se esquiva con asombro desde un cielo que huye de tanta fiereza. En abril la cascada lleva más agua de la que nunca imaginé en mis anteriores visitas. Por la tarde fue un barco que surcaba el río Zambeze, a mi gusto el río que más arrastra la palabra África, desde el que contemplamos un atardecer que se mojaba en algo de vino. Fueron aquellas jornadas de las Victoria tiempo de probar cocodrilo, conocer bares de tapas y flamencas versión africana y realizar una cena en acampada donde al abrigo de unas brasas y algo de buena música creo que todos nos hicimos sin saberlo amigos.
Y entonces nos fuimos a Botsuana, el país con reglas y sin gente, donde la amabilidad no está en venta. Llegamos al Parque de Chobe y nos subimos a un barco desde el que la orilla es salvaje. Aquel día parecía que los animales se ordenaban para mostrarse y bajaban la ladera de la montaña en un riguroso orden de tamaños y especies. El barco, mientras, sorteaba algunas decenas de hipopótamos que flotan vivos sobre las aguas y nosotros escuchábamos entre risas y algo de ternura la voz de Luiggina y su acento italiano que quebraba el silencio con un “bello cocodrilo”. Sacamos por fin nuestras tiendas y José hizo una parrillada de pollo tan buena que nos mandó a dormir con pena de tener que cepillarnos los dientes.
Aquel día parecía que los animales se ordenaban para mostrarse
Por la mañana el parque lo recorrimos en nuestros coches. Entonces comprobamos de nuevo que los parques africanos tienen dos meses en los que explotan de belleza: abril y mayo. Es justo cuando acaban las lluvias y las laderas se cubren de amarrillos, violetas y verdes y las aguas son azules como el viento de los océanos. No vimos muchos animales, quizá lo mejor fueran los grandes grupos de jirafas, y nos dedicamos a admirar el bello espectáculo del horizonte. Aquella noche habíamos reservado una cena en un barco que nos confirmó dos cosas: que el grupo era cojonudo (perdonen) y que un cielo encendido de estrellas y una copa de vino son suficiente para hacer feliz a cualquiera.
Dejamos Chobe y nos fuimos a Maun, al Okavango, por una pista no apta para mentes tranquilas. El Chobe Sur es una carretera de arena y baches que deja una espesa vegetación a los lados. Un safari de nueve horas por medio de la absoluta nada natural. Pasamos una furgoneta de religiosos norteamericanos con ínfulas hippies a los que sacamos de la arena y remolcamos durante un tiempo. Luego, cuando tuvimos que soltarlos, nos fuimos con la sensación de aquel coche no saldría nunca de allí. Los caminos de África no son para todos, en las líneas de un mapa no se entienden las arrugas.
Tras trabajar 35 años en la banca decidió mandar al carajo tanta tinta
Finalmente, tras una jornada maratoniana de carro, cambiamos el programa y decidimos regalar a nuestros viajeros Magotho. Es un pequeño campamento con tiendas en suite que descansa junto a un río. Cenamos y bebimos en torno a una hoguera, pero fue cuando amaneció cuando descubrimos que la jungla nos abrigaba y que uno podía estar allí toda la vida contemplando las ramas verdes, las cebras y los antílopes. El mundo allí era salvaje y cálido como nos explicó la responsable de aquel campamento, una sudafricana que tras trabajar 35 años en la banca decidió mandar al carajo tanta tinta y mudarse hace cuatro años allí a escuchar crujir al mundo.
Dejamos Magotho y una pista por la que cruzaban elefantes en los “pasos de cebra” nos llevó a Maun, capital de un río, el Okavango, esa rareza natural del planeta de ser el único caudal que no se lo traga el mar, se lo traga el desierto. Allí nuestros viajeros se subieron a una avioneta y contemplaron la belleza del Okavango en alta definición, la que da hacerlo desde las nubes.
Luego, al día siguiente, fue en los mokoros (barcas) en las que surcamos el río. Nos adentrábamos entre papiros y nenúfares en un mundo por el que no cabíamos. Todo es tan salvaje que uno tiene la sensación de entrar en un laberinto de raíces que te engulle. Comimos en una isla y nos hicimos un safari a pie buscando animales bajo un sol castigador y escuchando las historias de Luis que se grababa videos en modo selfie tan delirantes e imaginativos como la eterna sonrisa de este gallego que regala siempre a los demás una carcajada gratuita.
Olía a parto salvaje, a tormenta de viento
Del Okavango nos marchamos a Nxai Pan. Y allí encontramos un regalo. Ese parque es África en mayúsculas. La tierra estaba mojada por la lluvia que nos perseguía. Olía a parto salvaje, a tormenta de viento. Cruzábamos los pan (lagos secados) donde el coche deslizaba y bailaba en el barro. Llegamos a unos baobabs míticos que formaban una escultura de madera y que los antiguos viajeros usaban como referencia para no perderse cuando en África no había caminos.
Ese día hacíamos acampada salvaje, plantábamos nuestras tiendas en una zona sin defensas, rodeados de animales que nos miraban desde la maleza o que quizá estuvieran a nuestro lado. Lo mejor del viaje (opinión de la mayoría) por tener la sensación de dormir en medio de la misma selva. Los baños del campamento estaban rodeados de una protección de cemento y pinchos, nosotros sólo estábamos rodeados de ellos.
Nosotros sólo estábamos rodeados de ellos
Salimos a hacer un safari y tuvimos la suerte que se puede o no se puede tener en un safari. Encontramos a algo más de un kilómetro de nuestras tiendas dos leonas con cinco cachorros que nos regalaron una pieza costumbrista de la sabana difícil de ver. Fue brutal seguirlas y observarlas con su crías colgando en sus fauces. Luego hubo manadas de avestruces, algún springbook, jirafas y la carrera enloquecida de dos ñus. Hubo un atardecer y un amanecer que trepaban por el cielo y una inolvidable cena llena de grandes momentos que acabó con José sólo ya ante la hoguera y la visita de dos hienas.
Nos fuimos de Nxai Pan felices y jodidos de no salir para entrar otra vez. Pero nos dirigíamos a otro regalo inesperado. Llegamos a Elephant Sands, un campamento en el que montamos nuestras tiendas rodeados de campistas afrikáners y en el que veíamos una charca frente al restaurante. Estábamos terminando nuestra cena cuando Luiggina nos advirtió que algo grande, gordo y con nariz alargada estaba merodeando nuestra casa. Era una manada de elefantes que se acercó hasta allí a beber. Y entonces se sucedieron esos momentos sublimes que uno puede vivir alguna vez: los elefantes bebían a menos de cinco metros de nosotros, se amenazaban, nos vigilaban, barritaban, bebían y jugaban. Allí, en medio de una noche cerrada, como si nosotros pudiéramos formar parte de su mundo. Enmudecimos y miramos. No hacía falta más.
Los elefantes bebían a menos de cinco metros de nosotros
Y así llegó el fin. Lo hizo sacando alguna nueva aptitud de nuestros amigos. Ramón venía enfermo, y pasó seis horas tumbado en la parte de atrás de mi coche sin decir una palabra de queja, ni siquiera una pregunta. Cambiamos el programa por él y nos fuimos a Cataratas Victoria tras atravesar en Zimbabue el parque de Hwange. En vez de acampar nos fuimos a un hotel que está pegado al Zambeze. No podía tener mejor final. Una mesa larga nos sirvió para despedirnos a todos entre anécdotas y recuerdos en forma de ránking que nos servían para desempolvar la memoría. Fueron once días y parecía que fueron cien.
Allí acababa el viaje de nueve amigos. Debemos tener mucha suerte, siempre en las expediciones de VaP nos despedimos con abrazos sinceros. Luego, cuando ellos se van nosotros nos quedamos aturdidos y en la vuelta uno mira para atrás pensando que ese coche no es ya el mío. De alguna forma cuesta seguir viajando sin ellos, sin nosotros.
Gracias, muchas gracias (y grazie mille), a Luiggina, Francesca, Mónica, Ramón, Moncho y Luis.