Tlacotalpan: la revolución del “carpintero” Porfirio

A menudo, la diferencia entre hacerse un hueco en el mapa y engrosar la nutrida lista de los municipios olvidados es un hijo ilustre del que enorgullecerse. Tlacotalpan tiene la suerte de poder esgrimir la partida de nacimiento de uno de los grandes, el compositor mexicano Agustín Lara.

A menudo, la diferencia entre hacerse un hueco en el mapa y engrosar la nutrida lista de los municipios olvidados es un hijo ilustre del que enorgullecerse. Tlacotalpan tiene la suerte de poder esgrimir la partida de nacimiento de uno de los grandes, el compositor mexicano Agustín Lara. ¿Quién no ha escuchado alguna vez alguna de sus canciones? “Solamente una vez”, “María Bonita” o “Granada” forman parte de la memoria sentimental de millones de personas. Seguramente por este motivo pasamos de largo por los pueblos esparcidos por la carretera 175 y paramos en éste.

Al caminar por las calles principales de esta coqueta villa veracruzana de estilo colonial enclavada en la orilla del río Papaloapan te asalta una cierta sensación de irrealidad. Sobre sus casas se han desparramado todos los colores del arco iris con demasiada pulcritud. Uno echa de menos alguna pintada (con el clásico “Viva México cabrones”, quizás) que escupa sobre Tlacotalpan un poco de imperfección cotidiana. Un desconchado en una pared, el olor de los tacos de un puesto callejero, un suponer. Quizá esa perfección se explique por la necesidad de la localidad de reinventarse a sí misma cada cierto tiempo, pues las crecidas, los incendios y los ataques piratas han obligado a reconstruir la ciudad varias veces a lo largo de su historia. Es como si Tlacotalpan se vistiera de domingo todos los días para festejar que sigue en pie pese a las adversidades. Una filosofía de vida, desde luego.

Uno echa de menos alguna pintada (con el clásico “Viva México cabrones”, quizás) que escupa sobre Tlacotalpan un poco de imperfección cotidiana

Confundida entre la sucesión de porches arqueados está la casa natal de Lara, que imbuida de esa estética tan cartesiana de muros de cal y canto y tejados de dos aguas hasta pasa desapercibida, la verdad. Sólo una pequeña placa se encarga de recordar al viajero el nacimiento del compositor entre estas cuatro paredes. De otro de los hijos ilustres de Tlacotalpan, Juan Bautista Topete, uno de los abanderados de la revolución española de 1868, no encontré ni rastro. Si hay alguna placa que perpetúe la efeméride no fui capaz de dar con ella.

Como sucede muchas veces en la vida, cuando andas detrás de una historia te das de bruces con otra mucho más subyugante. Ser el lugar escogido por el azar para la venida al mundo de un célebre compositor y un revolucionario está muy bien, pero en la trastienda de Tlacotalpan hay sitio para más curiosidades y una de ellas merece una líneas en la más reciente historia de México. Aquí rumió su derrota durante tres años el general Porfirio Díaz, tras sublevarse contra Benito Juárez al perder las elecciones presidenciales de 1871. El futuro presidente de México abrió un taller de carpintería antes de volver a levantarse en armas en 1876, esta vez contra Lerdo de Tejada, sucesor del desaparecido Juárez. Pero en esta ocasión la suerte no le fue esquiva y tras ganar la batalla de Tecoac, Díaz se hizo con el poder el 5 de mayo de 1877. Haciendo gala de esa megalomanía tan propia de los dictadores, el “carpintero” Porfirio -elevado a la más alta dignidad de la nación- dignificó al pueblo con una ilustre coletilla para rebautizarlo como “Tlacotalpan de Porfirio Díaz. Como quiera que le pillo gusto al cargo, sólo pudo ser desalojado del castillo de Chapultepec por la revolución mexicana de Villa y Zapata ¡33 años después! En la mejor tradición caudillista del país azteca (que tan magistralmente retrata Enrique Krauze en su imprescindible “Siglo de Caudillos”) el abanderado de la antirreelección acabo presentándose ¡siete veces! a la farsa electoral aliñada para perpetuarse en la presidencia.

el aserejé vuelve a recordarnos que la aldea global de McLuhan no es ninguna estupidez

Mientras recorremos las calles del pueblo fundado, como tantos otros, por los conquistadores, larguísimas y semidesiertas, el aserejé vuelve a recordarnos que la aldea global de McLuhan no es ninguna estupidez. Paseamos por el zócalo, al que parece que han sacado brillo, pues refulge con el rojo, blanco y verde de las banderas omnipresentes que anticipan la gran fiesta mexicana del Grito. Compramos unos dulces apelmazados que comemos en un santiamén y asistimos perplejos a los últimos ensayos callejeros de la multitudinaria celebración de la independencia. Un grupo de escolares entona con notable desafino canciones populares ante la atenta mirada de un puñado de paisanos. Sentados en sillas plegables, recompensan los esfuerzos de los infantes con ocasionales aplausos, que sin embargo no consiguen borrar de sus caras una sutil pincelada de indolencia.

A nuestro lado se yergue la fachada de la bellísima iglesia de la Candelaria, el otro orgullo de este municipio. La devoción por esta Virgen hunde sus raíces en el siglo XVII, cuando la inculcó la Orden de San Juan de Dios. Desde entonces, cada 2 de febrero su imagen es sacada en procesión por el río para tener un buen año de pesca. Y para suplicarle que no se le ocurra desbordarse de nuevo, supongo. Si pese a las oraciones el río reincide en su virulencia, a Tlacotalpan la enésima crecida le pillará, seguro, vestida con sus mejores galas.

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