Amanece. El olor acre de las hogueras del campamento de anoche se dispersa a través de las paredes rojizas del cañón. Estamos en el Djebel Bani, al sur de Marruecos, más allá de las cumbres ya nevadas del Atlas que se vislumbran sobre el horizonte. Yusuf camina con pasos lentos. Ni un esfuerzo de más. Se reclina y comienza a orar. Es fácil imaginar viéndole seguir su ritual diario, la vida dura, sencilla, plena, que los habitantes de este desierto y de muchos más siguen llevando hoy en día. Rutinas lógicas, el ritmo de las estaciones, la periodicidad de las visitas a los pozos, los festivales donde encontrar animales, comida o pareja…Nada más sencillo.
Yusuf se levanta y se marcha a buscar a los camellos, con los que nos movemos siguiendo una antigua ruta caravanera hacia la frontera artificial con Argelia, cruzando los cañones y gargantas del Djebel Bani, la montaña de los nómadas. Ni una carretera, ni una sola huella de vehículos modernos sobre una pista marcada tras cientos de estaciones por las huellas en forma de corazón de los camellos. De pozo en pozo y de jaima en jaima, donde las eternas conversaciones de siempre se suceden en cada parada.
Ya no hay bandidaje en el Djebel Bani, ni leones que se lleven el ganado con tanta paciencia criado en esta tierra hostil
Ya no hay bandidaje en el Djebel Bani, ni leones que se lleven el ganado con tanta paciencia criado en esta tierra hostil, ni tan siquiera extraños con uniformes militares huyendo quién sabe de qué guerra. Tan sólo el ritmo de siempre, la sonrisa de una muchacha apoyada en el pretil de un pozo viendo pasar nuestra caravana o las canciones de un joven pastor retumbando en las paredes de la montaña.
Llevamos 4 días de marcha. No hace calor, al contrario de lo que muchos pensábamos. La luz reverbera sobre la mica que tapiza el camino, donde en más de una ocasión las formas redondeadas de los fósiles o las abundantes puntas de flecha hacen más irreal el camino por el que nos movemos bajo el ritmo cansino de los camellos, como en un sueño. Y al fondo, tras una breve parada en una guerta llena de agua de las lluvias del otoño pasado, el campo de dunas de Chaggaga, el final de la travesía por las montañas de los Ain Tatta, los últimos hijos salvajes de esta parte de esa abstracción que los mapas marcan como Sáhara, como si tal variedad de paisajes y culturas pudiera resumirse en un solo nombre.
Allí donde hay dunas hay pistas, vehículos, turistas. Pero, por suerte, el Djebel Bani sigue siendo lo que ha sido siempre, el refugio de un modo de vida natural para los habitantes del desierto, sin artificios ni accesorios. Echando la mirada atrás, la luna empieza a ponerse bajo las dunas, con las cimas destruidas por la erosión del Djebel de fondo. Estoy sentado en la arena aún caliente, solo, y a mi derecha un feneco se asoma desde el otro extremo de la duna , sale corriendo hacia las montañas y se detiene sorprendido a mirarme, antes de volver a perderse en la oscuridad, en las sombras de unas montañas y valles muy cercanos geográficamente a nosotros pero que, por fortuna, siguen escondiendo tesoros de los que nos hemos ido alejando poco a poco, a las Puertas del Sáhara.