Me mudo a vivir a Nueva York. Otro viejo comienzo tras otro viejo final. Van muchos, seguidos. A inicios de abril me mudo a Nueva York. Me siento el hámster de la rueda, el chicle en la boca, el aire revuelto del antes de la tormenta. Movimiento constante. Felicidad y descontrol. No hay comas, hay puntos en ese viaje.
Empecé a entender cómo funciona en México, en 2019, tras vivir cuatro años allí. Hasta entonces, tras los cinco años entre Sudáfrica y Mozambique, no sabía que la mayoría de despedidas son un cariñoso “hasta nunca” que se pronuncian con un “hasta luego”. Ninguna de las dos partes lo sabe, ninguna de las dos partes lo quiere, pero tú te olvidas hasta de olvidarles y ellos se olvidan de que te olvidaron. Y ahora toca otra más. Se acaba Bangkok. Y pesan tanto los adiós previos dados como ilusionan los hola nuevos por repartir.
Con los años he comprendido que la vida tiene mucho de ese yin yang chino dual que lo rige todo. Lo mejor de mi vida es, desde ese marzo de 2010 que salí de España, haber convertido mi casa en una maleta, arrinconar la rutina, sorprenderme mucho y haber conocido decenas de personas interesantes con sus vidas exóticas y sus extraños acentos. Pero resulta que lo peor de mi vida es la pereza de deber explicar cualquier historia pasada desde el inicio y el carecer de amigos a los que quieres mucho aunque quizá ya no te gusten. A los nuevos eso no se lo pasas porque hay una edad donde la amistad ya no se presta.
Hay una edad donde la amistad ya no se presta
Hace poco alguien en Bangkok me preguntó dónde viviría si tuviera que elegir sólo un sitio. Se me desplegó en la cabeza un mapamundi y empecé a divagar por él. Empecé a balbucear nombres: Ciudad de México, Namibia, Bangkok, Vilankulos, Roma, La Toscana, Madrid, Ciudad del Cabo, Sicilia, El Cabo de Gata, Lisboa… Y el tipo me miró y me dijo, “ya, pero elige un sitio. ¿Dónde está tu casa?”. Y me quedé pensando y entendí que no tengo ninguna.
Y eso alegra y molesta, como molesta despedirse de una vida que la sabías efímera antes de venir y que justamente por eso la has comenzado. Yo no partí para instalarme donde iba, partí para poder volverme a ir. Y ahí pago algún peaje que entonces no conocía.
No sólo dejas amigos. Cada vez que te vas te despides de tu supermercado, tu tarjeta del Metro, la aplicación de comida a domicilio, el fisioterapeuta, tu número de teléfono, saber el tiempo que se tarda en taxi al aeropuerto, el parque donde vas a correr, la salita de espera del médico… Tu nueva zona de confort se desvanece de golpe.
La preocupación principal es empezar de cero y encontrar un buen peluquero
Al inicio todo eso son conquistas. De pronto consigues al fin tener una cuenta en el banco, y descubres donde venden buen pan, y no tienes que volver a mirar el mapa para entender donde bajar del tren ligero. A veces eso cuesta más y a veces cuesta menos. Es algo que te construiste solo, que te costó afianzar, hasta que de pronto una mañana empiezas a ir despidiéndote de a poquitos de todo. Ves gentes y lugares que seguirán allí con sus rutinas que eran las tuyas. Las retienes en la memoria con la mentira, que dura un vuelo de avión, de pretender seguir formando parte de ellas.
Y no, todo eso desaparece de pronto cuando aterrizas en un lugar extraño donde la preocupación principal es empezar de cero y encontrar un buen peluquero. Ese proceso es muy divertido. El día a día es lo que pasa en esa peluquería; lo otro es una burbuja, más pequeña aunque real también, de aventuras y anécdotas. Vivir en sitios diversos es un reto, y los retos, al menos a mí, me entretienen mucho más que las certezas.
Me marcó mucho la película “Un lugar en el mundo”. Es un film hispanoargentino de 1992 que divaga sobre esa idea de llegar a un lugar y sentir que de ahí ya no te puedes ir. Yo no lo he encontrado, quizá porque he encontrado muchos y eso, al final, se convierte en no haber encontrado ninguno. Un lugar en el mundo lo convertí en un mantra que está muy presente en mi vida. Creo que soy incapaz de encontrarlo porque lo que me gusta es buscarlo. Buscar sin un propósito es aburrido. Encontrar y dejar de buscar, también.
Buscar sin un propósito es aburrido. Encontrar y dejar de buscar, también
Dejas cada país con una agenda cada vez más llena en sus últimas páginas. Eso es magnífico. Tengo un reguero de personas interesantes que he conocido por medio mundo. Generalmente el que ha tenido el valor de reinventar su vida e irse lejos tiene una historia que escuchar. No son triunfadores necesariamente, las redes ahí mienten enseñando guiones que camuflan vidas, pero son personas que se saben más fuertes no porque vencieran sino porque aceptaron la opción de perder.
Imaginaron que había una vida mejor posible, y su coraje fue partir a intentar hacerla real a riesgo de quedarse extraviados y solos. El desasosiego es jodido de gestionar, el desasosiego con desamparo es una pesadilla. La posible soledad genera miedo, y muchos prefieren la certeza de sentirse cómodos en su acompañada tristeza. O quizá no es tristeza, es no felicidad, que es lo mismo pero no es igual.
Y dejas una agenda que, por contra, adelgaza en el inicio, donde están los contactos con número de teléfono sin prefijo previo. Se fueron yendo sin hacer ruido. No hay despedidas, hay descuido. El proceso es un vaso comunicante. Crece uno y decrece lo otro. No es que se empujan para hacerse sitio, es que llega un punto donde no alcanza el catalejo.
No toda esa larga lista de amigos anterior desaparece. Algunos siguen muy presentes. Hay con ellos un ritmo mayor de llamadas, de mensajes, de encuentros en redes… Resulta que ellos viajan a lugares comunes, o el trabajo es un hilo conductor, o el nudo era más fuerte.
Se fueron yendo sin hacer ruido. No hay despedidas, hay descuido.
Y otros son de pronto un encuentro casual que desempolva de sopetón el cariño metido en un cajón. Alguno es ya tan lejano que, como me pasó en 2023 en el jardín botánico de Kandy, Sri Lanka, te encuentras a un amigo de Ciudad del Cabo, al que no ves desde 2010, y reconoces una cara sin nombre. Te apuras, das un abrazo, hablas en pronombre, y piensas, «carajo ¿cómo se me pudo olvidar cómo se llamaba?«.
La amistad que no perece es un oficio, el recuerdo de un cariño que trabajar. Te comunicas con ellos igual que soplas en la llama frágil de una hoguera para que haya fuego.
Me voy con pena de Bangkok. He sido muy feliz, con sus días mejores y peores, aquí. De esta parte del mundo he aprendido mucho. Ya lo contaré en otro post. La despedida es esta vez diferente a aquellas primeras fiestas de adiós que acababan con fotos de grupo y muchos planes por hacer. Hoy sé que a muchas de las personas que aquí he conocido, que durante un tiempo se han convertido en indispensables en las cenas de los sábados y los martes de tenis, a los que ahora mismo considero amigos con los que comparto ciertas confidencias, les daré un abrazo, y nos diremos un hasta luego que ambos sabemos que probablemente es un hasta nunca. Y está bien, no hay otra, así debe de ser.