Kumano Kodo: el alma milenaria de Japón

La única ruta de peregrinación, junto al Camino de Santiago, reconocida por la Unesco
Templo Kumano Nachi Taisha . Ricardo Coarasa

A medida que cumples años, aprendes que la felicidad no reside tanto en disfrutar de los días con viento a favor como en ser capaz de encontrar un resquicio de sol entre los negros nubarrones que a menudo se interponen entre tus sueños y la realidad. Es mucho más difícil ser feliz en la adversidad, pero al cabo mucho más reconfortante. En algo así iba pensando mientras caminaba mis primeros pasos por el Kumano Kodo, el milenario camino espiritual de Japón que une tres templos sagrados en las montañas de la península de Kii. Y por eso, quizá, ascendía los duros repechos iniciales en la penumbra del bosque con una metafórica sonrisa en mi interior, esa que solo asoma cuando sabes que has llegado a la meta.

Tenía que ir a Japón desde que descubrí en una revista la magia ancestral del Kumano Kodo. Todo viaje tiene un afán, y el mío no era Tokio, Kioto, ni siquiera el apabullante acecho de la historia en Hiroshima o el embrujo de su cercano torii flotante. Había que ir para caminar el Kumano Kodo, la única ruta de peregrinación, junto al Camino de Santiago, reconocida por la Unesco como patrimonio de la humanidad.

Es mucho más difícil ser feliz en la adversidad, pero al cabo mucho más reconfortante

Hace unos años, ya con la ruta pergeñada minuciosamente, la pandemia del Covid se cruzó en mi camino y ese viaje, como tantos otros, se quedó en el papel en el último momento. Pero en medio de ese desaliento y del abatimiento que siempre provoca ver esfumarse un sueño, encontré un reducto de felicidad. Entonces tuve la certeza de que recorrería el Kumano Kodo. Hubo que esperar tres años más. Pero así fue.

La noche anterior habíamos llegado en tren desde Osaka a Kii-Tanabe, la localidad costera que es el punto de partida para la ruta clásica que enlaza los tres monasterios sagrados a través del antiguo camino imperial. Allí, bajo una fina lluvia, nos acercamos al templo en el que los peregrinos imploraban la protección de sus deidades para el largo camino que estaban a punto de empezar. Bendecidos ya por ese halo espiritual, bajamos a la playa y recorrimos el Ogigahama Park -festoneado de compuertas anti-tsunami y señales de evacuación, y donde atronaba la sincopada música en directo de un DJ local- hasta un lejano espolón.

Señal del camino Kumano Kodo. Ricardo Coarasa

Un viejo pescador solitario lanza su caña y espera. No sabe una palabra de inglés ni nosotros una palabra de japonés, pero conversamos, porque así ha sido desde que dos seres humanos se encuentran y se interesan el uno por el otro. Y como cualquier pescador en cualquier rincón del planeta, presume de sus capturas. El mundo se encoge. No somos tan diferentes como pensamos o como nos quieren hacer creer. Nos enseña fotos en su móvil mientras la luz del crepúsculo nos detiene en una postal. Ya somos parte de las imágenes de sus atardeceres de pescador solitario que nos sigue mostrando. La vida.

Antes de adentrarse en las montañas, los peregrinos solían purificarse con el agua del mar muy cerca de aquí, en la playa de Dedachihama, un rito conocido como Shiogori. Así consta en diarios de ilustres viajeros desde el siglo VIII, como el poeta Fujiwara no Teika, quien en el año 1201 cumplió con el ritual por estricta indicación de su guía espiritual. Ochocientos años después, una fuente en el paseo marítimo simplifica cumplir con la tradición, siempre que el rito de purificación se realice, y con esa intención lo afrontamos, con «el corazón abierto y la mente pura».

Los peregrinos solían purificarse con el agua del mar muy cerca de aquí, en la playa de Dedachihama, un rito conocido como Shiogori

A estas horas del anochecer, Kii-Tanabe es un pueblo desierto de comercios cerrados. No, afortunadamente, el Family Mark, una bendición para el turista de bolsillo ralo, pues el supermercado permite hacer acopio de desayunos y almuerzos a precios razonables. Y además, en este caso, vende también material de montaña que puede sacar de un apuro a más de un peregrino.

Cumplimentada la intendencia, nos espera el viejo barrio de Aji-Koji y sus serpenteantes callejuelas repletas de izakayas, tabernas tradicionales japonesas. Muchas están cerradas y optamos por Shinbe, donde en la misma barra cenamos una excepcional tempura antes de intentar dormir unas horas sobre nuestros futones en una modesta guest-house de baño compartido junto a la estación de tren.

El silencio de los bosques

Hoy es domingo y el despertador suena a las 5:30. No hace ninguna falta. No he dormido apenas desde las 2:19 (un insomne nunca olvida la hora exacta en que le desampara el sueño). La emoción ante los momentos especiales tiene esa inevitable letra pequeña. 

La parada del autobús 95, que lleva hasta Takijiri-oji, comienzo del Kumano Kodo, está muy cerca, en la misma estación ferroviaria. Ahí se sitúa también el centro de información, ahora cerrado, y donde ayer recogimos la cartilla donde se estampan los sellos repartidos a lo largo de la ruta. Son las siete de la mañana. Estamos solos. No hay pérdida: en el suelo, en la parada, un cartel para despistados: «Hongu Taisha-mae (Kumano Kodo)».

Kumano Kodo Torii. Ricardo Coarasa

El autobús va vacío. Hay que pagar 1.100 yenes por adulto y 550 los menores, que se introducen en una máquina con un pequeño embudo situada junto al conductor. En media hora llegamos a Takijiri-oji. No ha subido nadie más en todo el trayecto. La parada está junto a un puente sobre el río Tonda (Tonda-gawa, lugar también de purificación) que hay que cruzar. Al otro lado, el centro de visitantes, también cerrado, y un pequeño comercio de rudimentarios souvenirs y aperos para el camino. A unos metros, el bosque lo engulle todo. Un torii marca el comienzo de la ruta Nakahechi. Nuestro objetivo es llegar en dos jornadas a pie al primer monasterio, Kumano Hongu Taisha, y desde allí navegar el río Kumano en una barcaza tradicional, como hacían los antiguos emperadores y la nobleza japonesa, hasta el segundo, Humano Hayatama Taisha, para acercarnos al tercero, Kumano Nachi Taisha, en autobús. Tres noches por delante antes de completar nuestro objetivo y abandonar la península de Kii rumbo a Osaka.

En esta primera jornada debemos hacer noche en Nonaka, de donde nos separan 16 kilómetros y medio y 1.205 metros de desnivel. Este bosque de silencio sólo escucha nuestro resuello mientras ascendemos entre los árboles, primero por una pronunciada pendiente (aliviada por troncos perpendiculares al sendero a modo de escalones) y después por una sucesión de subibajas, hasta el área de descanso de Takahara, con un bonito mirador de los montes de Kii. En este punto, y otros tantos a lo largo de la ruta, hay máquinas para comprar bebidas, lo que permite no tener que cargar en la mochila con litros y litros de agua.

Este bosque de silencio sólo escucha nuestro resuello mientras ascendemos entre los árboles

Aunque apenas coincidimos con otros viajeros, el camino está muy bien marcado, con un poste numerado cada 500 metros (33 en esta primera etapa y 75 hasta el monasterio de Hongu), además de las casetas de madera con los sellos que acreditan la peregrinación a pie. A mediodía hemos alcanzado ya el poste 22 y descansamos unos minutos en Gyuba-doji, un comercio junto a la carretera que obliga a descender desde el sendero unos metros que luego habrá que volver a subir. Reemprendida la marcha, y ya a media subida, la duda de si hemos dejado atrás un sello sin estampar (que en realidad está más arriba) nos hace perder unos minutos al regresar al área de descanso.

La caminata, pese a la humedad y a los más de mil metros de desnivel, es una experiencia sublime en la medida en que te sabes parte de una tradición milenaria que encierra el alma ancestral de Japón, uno de esos países que hay que visitar porque no se parece a ningún otro (más allá de sus paisajes y monumentos, sobre todo por sus gentes). En todo el camino, por supuesto, no vimos un solo papel en el suelo ni nadie perturbó a gritos la tranquilidad del bosque. De no ser por nuestra indumentaria, diría que recorríamos un paisaje de otro tiempo en medio de una quietud que te dejaba a solas con tus pensamientos, esos que normalmente ahoga el ruido de la rutina.

Montañas Kumano Kodo. Ricardo Coarasa

Pero no todo era bosque. Desde el punto 26 un tramo de carretera remontando un pequeño pueblo nos hizo maldecir el sol hasta que nos refugiamos para comer algo a la sombra junto a un modesto santuario. La estrecha lengua de asfalto -sin un solo coche- seguía después mientras el cansancio se acumulaba ya en las piernas descontando postes hasta nuestro destino, Tsugizakura-oji, en el área de Nonaka, que alcanzamos a las dos y media de la tarde (aunque la previsión de la guía era de 8-9 horas de caminata, completamos el recorrido en 6 horas y 45 minutos).

Un chef de altura en las montañas

Falta media hora para que podamos entrar en nuestro alojamiento, Minshuku Tsugizakura, que regenta junto a su esposa un prestigioso chef que un buen día se hartó de la gran ciudad y decidió poner su vida en pausa en las remotas montañas de Kii (el viejo sueño de cualquier urbanita). Apenas tiene tres habitaciones y hay que reservar con tiempo (nosotros lo hicimos meses antes a través de la web oficial del Kumano Kodo). No es barato, vaya por delante (con mucho fue la noche más cara en nuestro periplo por Japón, en parte por la escasez de alojamientos en la zona) pero la recompensa es de esas que te hace olvidar el dinero pagado.

Nuestro alojamiento, Minshuku Tsugizakura, que regenta junto a su esposa un prestigioso chef que un buen día se hartó de la gran ciudad

Matamos esa media hora visitando las cercanas aguas termales cobijadas en una cueva y, una vez acomodados, desfilamos uno tras otro por el onsen (baño de aguas termales) para recuperarnos de la jornada. Los únicos huéspedes aparte de nosotros son una pareja de australianos (si algo he aprendido en mis viajes es que en cualquier rincón del planeta, por ignoto que resulte, te encontrarás a un australiano). Él tiene ganas de hablar y en cuanto me salgo al porche con una cerveza (se toman de la nevera y se abonan al dejar el alojamiento según las que afirmes haber consumido, una prueba irrefutable de la infinita confianza del japonés en la bondad del ser humano), se sienta a mi lado.

Kumano Kodo. Ricardo Coarasa

Mientras nos bebemos dos botellas de medio litro de cerveza, me habla con entusiasmo de su país -un destino siempre pendiente a la espera de que el bolsillo acompañe- y de las tierras del norte, su zona preferida, de Tennant Creek, de Alice Springs, de la costa de Darwin. «Tienes que ir», escucho repetir las mismas palabras que tantas veces te llevan a la otra punta del mundo.

La cena se sirve a las seis y es sencillamente espectacular a la vez que inesperada en un lugar tan a desmano. La sucesión de ocho refinados platos y la parsimonia japonesa nos mantiene hora y media masticando. Todo un festín para los sentidos. Al final, sale el chef entre nuestros aplausos. Musita unas ininteligibles palabras en inglés que nuestras caras de satisfacción y agradecimiento no tienen necesidad de entender.

A las nueve y media estamos ya intentando dormir sobre los futones. No se escucha nada. «Tranquilidad absoluta. Solo hablan los grillos», anoto en mi bloc de notas.

Yunomine Onsen: aguas benditas

Seguir durmiendo más allá de las cuatro de la mañana me resulta imposible. Desayunamos antes de las siete. Otro despliegue de refinamiento culinario de nuestro anfitrión. Los australianos tienen prisa y se dejan medio desayuno, del que por supuesto damos cuenta porque por delante tenemos 20,6 kilómetros de ruta y 820 metros de desnivel, otras ocho o nueve horas de caminata. A las 7:30 nos despedimos de este lugar inolvidable y regresamos al sendero, ahora salpicado de advertencias sobre la presencia de osos. Entre troncos de cedros colgados del infinito como pinceladas de El Greco, salpicados todavía por el rocío de la mañana, llegamos a un desvío de la ruta original, devastada por un tsunami en Wagami-oji hace unos años, lo que obliga a ascender el collado Detour salvando un duro repecho de sudores inevitables. Sin salir de este frondoso bosque que lo engulle todo, también cualquier angustia o preocupación cotidiana, tres horas después de comenzar la marcha vemos por primera vez a alguien. Son, cómo no, la pareja de «aussies» que nos precedían, a los que dejamos atrás en cuanto el sendero vuelve a empinarse en este mundo vertical de haces infinitos.

Camino Kumano Kodo. Ricardo Coarasa

Aún tenemos que esperar dos horas más para encontrar la primera máquina de bebidas (entre cien y 140 yuanes cada una) en un área de descanso donde, sorprendentemente, no hay papeleras, lo que obliga a cargar con los envases vacíos. Más adelante, aprovecho una tubería de agua para darme una ducha de gato y empapar la camiseta. Aunque el calor no es excesivo, salvo en los escasos tramos de carretera a cielo abierto, la humedad sí. Ya en el tramo final, atravesamos una pequeña aldea abandonada en los años 70, y llegamos al monasterio de Hongu a las dos de la tarde, tras seis horas y media caminando por las montañas de Kii. Apenas nos hemos encontrado con cinco personas.

Visitamos el santuario, donde se está celebrando una ceremonia solemne, y el torii más grande de Japón, en un descampado cercano donde resuena el grave sonido de los tambores ceremoniales. Hay poco que hacer aquí, salvo reponer fuerzas con un poco de sushi y unas cervezas antes de subirnos al autobús que en apenas media hora nos lleva a Yunomine Onsen, epicentro de aguas termales del Kumano Kodo. Resulta obligado darse un baño y tras descartar los baños más antiguos de Japón, patrimonio de la Humanidad -el agua hierve como si fuera el mismísimo infierno-, nos decantamos por los públicos. El comunitario (separado por sexos) es más caro que los privados (400 yuanes frente a 700), y la estrechez del presupuesto nos empuja a los primeros.

Arrugado como un polluelo tras su primer contacto con el agua, busqué con toda la dignidad que fui capaz -muy mermada, en todo caso- la pequeña piscina de agua fría

Dentro hay dos grandes bañeras alimentadas con aguas termales, y en las que flotan diminutos líquenes y microorganismos de las aguas medicinales, una fría y otra hirviendo. Donde fueres, claro, haz lo que vieres. Un tipo enjuto de mediana edad se enjabona desnudo pulcramente sentado en un taburete junto a un gran espejo y se enjuaga con una alcachofa de ducha. Me siento a su lado y hago lo mismo mientras miro de reojo a un orondo japonés que alterna una y otra bañera. Me introduzco primero en la de agua hirviendo, toda una prueba de estoicismo en la que creo me encogí tanto que perdí una talla de pie. Arrugado como un polluelo tras su primer contacto con el agua, busqué con toda la dignidad que fui capaz -muy mermada, en todo caso- la pequeña piscina de agua fría, que me reconcilió con el mundo oriental.

Puente en el bosque sobre un riachuelo. Ricardo Coarasa

Envalentonado por haber superado el trance, repetí la operación una vez más, porque se lo había visto hacer al bañista de enorme barriga y a esas alturas, embriagado por la nube de vaho, ya me había mimetizado con sus tradiciones milenarias. Hasta el punto de que ni me había parado a pensar que los diminutos objetos flotantes no identificados que pululaban por la bañera fueran otra cosa que eso, sedimentos de aguas subterráneas. Aguas benditas. No tengo otra cosa más a mano para secarme que mi camiseta y antes de irme me doy el lujo de airear el cabello con un secador eléctrico. Quien sale por la puerta de los baños públicos, cuando ya ha anochecido, es un hombre renovado y vacío de cualquier pensamiento hostil, un extraño en un rincón del mundo. Un viajero.

En el Hopper´s, una modesta guesthouse a buen precio, hemos encargado la cena porque el pueblo expira con el cierre de los baños y no hay comercio alguno donde comprar algo de comida. Cenamos en el suelo, a la japonesa, en un acogedor salón que es una pequeña Torre de Babel que anuda conversaciones en varios idiomas. Afortunadamente, hay cerveza. Antes de intentar descansar en nuestros futones, jugamos una partida de cartas. No hay que hacer muchos esfuerzos para quedarse dormido.

Navegando el Kumano-kawa

Continuar hasta el santuario de Hayatama requiere de otras dos jornadas a pie, de las que no disponemos (tenemos billete para regresar a Osaka mañana a primera hora), por lo que nos hemos decidido por cubrir esa distancia descendiendo el río Kumano-kawa como lo hacían los antiguos peregrinos. Me temo lo peor, la verdad, acostumbrado a ver las tradiciones convertidas en atracción turística en muchos lugares del mundo (los coreografiados saltos de los masai en un poblado del Masai Mara cercado en excrementos de vaca rodeado de turistas en chanclas agitan a menudo mis recuerdos). Pero, en todo caso, ¿qué somos al fin y al cabo? Recuerdo ahora también ese ofrecimiento en Kisoro, en el suroeste de Uganda, en la frontera con el Congo y Ruanda, para ir a visitar un poblado de pigmeos. Mi amigo Javier Brandoli y yo nos cruzamos rápidamente la mirada. No hacía falta hablar. Una turistada, pensamos ambos. Desistimos. Y creo que nos equivocamos.

Una turistada, pensamos ambos. Desistimos. Y creo que nos equivocamos.

No estaba dispuesto ahora a perseverar en el error, pensaba en el bus que nos llevaba al punto de recogida donde debíamos comenzar nuestra singladura. Y eso que estaba convencido de que el autobús se vaciaría en esa parada y que habría que hacer cola hasta que nos asignasen una barca entre centenares de turistas. Pues no. Solo una pareja de italianos más secos que el vinagre nos acompañaba y únicamente zarpaba una barca, la nuestra, con ocho personas a bordo, incluidos el tripulante y la guía. Según me explicaron, solo hacen dos viajes al día (de ahí que sea imprescindible reservar con antelación a través de la web oficial del Kumano Kodo), siempre a expensas de las condiciones meteorológicas. Hoy por fortuna, luce un sol espléndido y no hace viento.

Nos suministran unos chalecos salvavidas -el río atraviesa alguna zona de rápidos- y un tradicional gorro de paja cónico para protegernos del sol. Me siento como el guiri que va a visitar la Maestranza con una montera en la cabeza, pero no me resisto ante estas insignificantes servidumbres.

Kumano Kodo. Ricardo Coarasa

Durante una hora y cuarto, descendemos el río en dirección al Pacífico mientras nos sobrevuelan las grullas que alborotan el rumor del agua con sus alocados escorzos. Flanqueados por tupidos bosques, espectaculares cascadas y abruptos cortados cincelados a cuchillo en la exuberante vegetación, navegamos sin sobresaltos con parada incluida en la orilla junto a unas rocas de atormentados perfiles. En un momento dado, la guía saca una flauta y suena una melodía que confunde el tiempo. Me pregunto -el escéptico siempre acaba asomando- si será su «Paquito chocolatero». La experiencia, en todo caso, es placentera.

El viaje por barca termina en Shingu, donde se sitúa el Kumano Hayatama Taisha, el segundo de los monasterios de nuestra ruta. Antes, compramos una bolsa de naranjas por 150 yuanes. El monasterio, como el de Hongu, no tiene nada de especial, así que la visita no se demora demasiado. Nos acercamos en un autobús de línea a la estación de Nachi, adonde llegamos tras un cómodo trayecto de 40 minutos. Allí toca esperar media hora –hay un pequeño museo sobre el Kumano Kodo que ayuda a pasar el tiempo– otro autobús que nos lleva a Nachisan, donde se encuentra el tercero -y sin duda el más bello- de los templos, el Kumano Nachi Taisha, bendecido por la cascada más grande de Japón (133 metros de alto y 30 de ancho en sus días de mayor caudal).

El más bello- de los templos, el Kumano Nachi Taisha, bendecido por la cascada más grande de Japón

Hay dos paradas del bus: la primera junto al camino que lleva a la base del salto de agua y la segunda, junto a la larga y empinada escalinata que conduce al templo. Empezamos por este último, del que nos separan 366 escalones, antes descender hacia la pagoda de cuatro pisos que la cascada custodia a sus espaldas. Es Japón concentrado en una imagen que, por fortuna, hoy no estropea la niebla. Es, también, la culminación de nuestro camino espiritual, que ha ensanchado el alma y devuelto el corazón a esos rincones de la infancia donde corretea el asombro.

Tras pagar 300 yuanes por cabeza (estudiantes 200), salvamos otros 103 escalones hasta la idílica laguna donde el agua rompe tras precipitarse más de un centenar de metros. Las fotos son inevitables, como el cansancio, que a estas alturas empieza a incordiar. Nos dirigimos, también en autobús, a la localidad pesquera de Kii-Katsuura, centro neurálgico japonés de la pesca del atún. Ya reconfortados por el baño en una guest-house junto a la estación de tren, caminamos de noche el solitario muelle de barcos turísticos ya amarrados y lonja cerrada, compramos un kimono de segunda mano y tomamos una de las mejores decisiones del viaje, cenar en Katsugati un memorable menú de atún por 1.800 yuanes (2.800 si incorpora atún ahumado). A nuestro lado, una pareja de occidentales cena en quimono. La capacidad del ser humano de infligirse ridículos no tiene límites.

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