Derrick, un sudafricano ya entrado en canas, me explicaba el otro día que “en Ciudad del Cabo todos somos extranjeros llegados de todo el planeta”. Este es un argumento que usan especialmente los blancos y que no comparten los negros porque básicamente viene a decir que este país se inventó cuando llegó el grupo del holandés Riebeeck, en 1652, y su ejército de plantadores de lechugas. Es importante el concepto para los problemas raciales del país, ya que si los negros no estaban antes, los blancos pueden reclamar esta tierra como propia. Hay toda una guerra de libros y teorías sobre esta cuestión.
Pero yo de lo que quiero hablar es de la multiculturalidad de esta ciudad a la que se refería Derrick. Una de las más mezcladas con las que yo me he tropezado en todo el planeta y con una cierta tradición de apertura como la que se vivió en al District Six, un barrio que se opuso al régimen del apartheid hasta que fue demolido por las excavadoras del régimen que no podían consentir que blancos, negros y mestizos vivieran juntos.
Lo cierto es que esta mezcla hoy existente de tantas nacionalidades le da un toque divertido e interesante a la ciudad. Aquí vinieron los holandeses, a los que siguieron los franceses, alemanes e ingleses (hablo de Europa). Luego, desde Asia hubo un importante flujo migratorio, especialmente de India, China y Malasia. Desde África, con la llegada de la democracia, han desembarcado por aquí congoleños, angoleños, mozambiqueños, zimbabuenses..,en busca de fortuna. Y desde el mundo occidental una tropa de mochileros perdidos con rastas, mechas y sandalias. ¿Resultado? Una fuerte mezcla cultural y religiosa que hace más atractiva la ciudad. Hay, por dentro, muchas tensiones étnicas y raciales, pero para mi es una oportunidad de conocer diversas culturas.
Aquellas casas donde se instalaron los descendientes de esclavos asiáticos, es hoy una barriada distinta integrada en esta multicultural ciudad
Yo, por ejemplo, tengo una sinagoga a diez metros de mi balcón. No puedo explicar el alborozo que me crea en el corazón cuando empieza el jazán (oficiante de los rezos) a animar al público y 30 segundos después tengo un concierto dentro de mi casa justo cuando estoy escribiendo en la terraza. Sin embargo, me encanta verlos reunirse en la puerta. Veo a los hombres con su Kipá (gorrro) y a las mujeres y niños llegar desde distintas partes de la ciudad. Me sirve de acicate para aprender algo sobre su cultura.
Luego, en el centro, no mucho más lejos, está el bonito barrio de Bo-Kaap y sus preciosas casas de colores. Conocido como el barrio malayo, es la zona de los musulmanes. Aquellas casas donde se instalaron los descendientes de esclavos asiáticos, es hoy una barriada distinta integrada en esta multicultural ciudad. Huele a la pimienta y el clavo que se vende en las pequeñas tiendas que salpican la zona. Sin problemas, sin tensiones. Sus calles empedradas y empinadas son pintorescas cuando el sol explota sus colores.
Y, desde luego, hay también iglesias católicas y protestantes por toda la ciudad. Es entre estos dos grupos religiosos donde está el conflicto religioso más fuerte de la urbe. Auténtico odio sembrado durante las guerras anglo-boer y las primeras conquistas. Me he propuesto intentar entender más este problema, pero no es fácil aquí que la gente te hablé de sus ideologías o creencias. Un amigo de Guatemala que lleva aquí siete años, por ejemplo, me explicó que tuvo una novia con la que la relación fue imposible porque la familia de ella no podía aceptar que él era católico. “Para los protestantes el Papa es casi el Diablo”, me dijo.
Todo en Ciudad del Cabo, en este aspecto, está integrado. Es como si en esta esquina del mundo toda esta mezcla, aunque distante entre ellos y llena de problemas económico-raciales que ya explicaré en otra ocasión, es culturalmente aceptada.
Me encanta esa parte inocente e irreal africana. Forma parte de su esencia, de su proceso descolonizador, cuando creyeron que sólo la nueva democracia les haría ricos y prósperos como lo eran sus antiguos amos.
Pero quizá lo mejor para mi es hablar con los taxistas. Muchos son africanos llegados de otros países. El otro día cogí a un angoleño divertidísimo que ya me había llevado el año pasado. El tipo se muere de risa por todo, dando continuos golpes al volante con cada carcajada. Nos reconoce a Natasa y a mi. “Me vuelvo a Angola”, nos explica. Lleva trece años en la ciudad, pero regresa a su tierra. “Es mejor ir a Angola ahora. Han descubierto muchos diamantes”. ¿Y qué vas a hacer? “Voy a ser un hombre de negocios”, nos contesta. ¿Cuáles? “Distintos negocios”, insiste. ¿Serás millonario? “Sí, sí…eso”, repite entre risas estridentes. “Acuérdate de mi cuando seas rico”, le digo. “Claro, claro… dame tu email y estamos en contacto” y vuelta a descojonarse.
Me encanta esa parte inocente e irreal africana. Forma parte de su esencia, de su proceso descolonizador, cuando creyeron que sólo la nueva democracia les haría ricos y prósperos como lo eran sus antiguos amos. Sueñan con el dorado del dinero, con las oportunidades de tener negocios que en muchos casos terminan en nada. Recuerdo que en Zambia un conductor me diseccionaba el país y las excelencias de los chinos, indios, zimbabuenses, sudafricanos para cada tipo de negocio. Tras 20 minutos de teórica le pregunto: ¿Y vosotros? El hombre me mira y me dice: “No, nosotros no valemos para los negocios. Valemos para trabajar, no para dirigir”, y se quedó tan tranquilo. “Pero es vuestro país, debéis hacerlo próspero”, le espeto. “Nos gusta vivir tranquilos y disfrutar de la vida”, me replica y comenzó a reírse y a explicarme sus distintas amantes, lo que quiere a sus nietos, lo que le gusta reunir a su enorme familia…
Por último, Ciudad del Cabo es zona de mochileros llegados desde EE UU, Europa o Japón. Es también una urbe a la que viene mucho colombiano y brasileño a aprender inglés. Por supuesto, está plagada de chinos (son los que están colonizando África). En el restaurante chino que ahí debajo de mi casa entre ayer y tenían todo preparado para el nuevo año chino. Todo lleno de conejos de cartón colgados por todas partes (es el año del conejo en China). “¿Habrá fiesta mañana (era el miércoles)?”, pregunto. “Sí, una gran fiesta. lo tenemos todo ocupado”, me dice un camarero negro del que nos hemos hecho coleguillas. “Vaya, me hubiera gustado venir”. “Déjeme que mire”, me contesta el camarero. Al rato aparece una china con un libro de reservas que pesaba seis kilos. “Me queda una mesa”. “Ok, ¿qué van a hacer en la fiesta, cuál es el menú?”, le digo. La tipa me mira desconcertada y me dice “nada”, mirando de reojo los conejos de cartón que había colgados por todas partes.
Me encanta esta parte de Ciudad del Cabo.