Vilanculos: despedidas en el paraíso

Mientras esperábamos bajo el sol a que alguien viniera a rescatarnos y veíamos pasar a mozambiqueños que andan, como la mayoría de africanos, en medio de la nada hacía otra nada, aparece un camión del hotel. Uno ya puede intuir que debe tratarse de un sitio especial un lugar que defiende un camino imposible

El camión encalla en un banco de arena. No avanza y Lion, nuestro conductor, empeora la situación con acelerones sin sentido que lo único que hacen es hundir las ruedas en el arenal. No hay culpas cuando se hace todo lo posible, pero en este caso hace falta algo más que intención para mover una mole de varias toneladas que se ha tragado la arena. Estamos a cuatro kilómetros del hotel, Villas do Indico, en la localidad mozambiqueña de Vilanculos. A la derecha se ve un mar de color turquesa. Al fondo, la Isla de Benguera en la que estuve en abril. El mismo lugar desde otro ángulo. Nunca es el mismo, siempre hay matices nuevos y en esta ocasión los habrá por decenas. Entonces no lo sabía, pero este segundo encuentro con un sitio que hace seis meses desconocía su existencia se convertiría en un recuerdo imborrable para el resto de mi vida.

Gran parte de culpa en esa sensación la tiene un portugués despeinado, de aspecto despreocupado y un corazón demasiado generoso. Mientras esperábamos bajo el sol a que alguien viniera a rescatarnos y veíamos pasar a mozambiqueños que andan, como la mayoría de africanos, en medio de la nada hacía otra nada, aparece un camión del hotel. Uno ya puede intuir que debe tratarse de un sitio especial un lugar que defiende un camino imposible. Baja Víctor Hugo, sonriente, tranquilo, sin la ceremonia obligada del dueño de un hotel a sus huéspedes. Remolca nuestro mastodonte de metal y nos subimos al suyo, más preparado para sus ruedas y sus manos, hasta llevarnos a su casa, que Villas do Indico es una gran casa que alquila balcones que dan al paraíso.

La llegada al hotel supuso un chute de adrenalina para algunos de los viajeros, los menos, que atravesaron Zimbabue con la esperanza de huir rápido de él. En todo  caso, es un final de viaje perfecto, sin duda, que el Índico es un regalo a los sentidos. Aparece entonces Ana Paula, la mujer de Víctor, que comparte con su pareja la original cultura de tratar a los clientes como compañeros de ruta. Una tipa, ya hablaré de ellos en profundidad en el próximo post, cálida e inteligente. A Bernardo, Fernando y yo nos toca dormir en el hospedaje colindante con el hotel de la pareja lusa. Una cabaña de madera que tiene una terraza que cuelga del agua. El primer atardecer, tumbado en una de las camas exteriores es perfecto. El anochecer, sentado en el mismo lugar, eterno.

Entramos en el agua y se acercan dos mujeres mozambiqueñas. No hablan portugués, la comunicación es imposible, y se dedican a reírse a carcajadas probablemente del paliducho que intenta hablar con ellas

El viaje en grupo ya se ha terminado. La mayoría se apunta a excursiones que ofrece el hotel. Buceo, pesca, visita al archipiélago de Bazaruto… Yo ya hice todas esas excursiones hace tres meses y decido quedarme en el hotel. Me apetece un poco de soledad, de calma, de encontrar algo que sé que ya he perdido. Hay una parte de final ya irremediable en aquel lugar y un cierto pánico a aceptarlo (se repetirá esa sensación). Por la mañana me voy a caminar por la interminable y bellísima playa que rodea el hotel. Varios kilómetros después regreso y me encuentro con Irene, una de las compañeras de ruta que también ha preferido algo de singular frente a tanto plural obligado. En los últimos días he conversado mucho con ella. Es una polemista a la que le gusta dar sus opiniones sin indiferencia. Varios vinos blancos después, bajo una sombrilla, confirmo mi percepción. Es una tipa que merece la pena, que aporta cosas en las que pensar y sonrisas. Entramos en el agua y se acercan dos mujeres mozambiqueñas. No hablan portugués, la comunicación es imposible, y se dedican a reírse a carcajadas probablemente del paliducho que intenta hablar con ellas.

Al día siguiente, nos vamos Fernando, Bernardo y yo hasta Vilanculos. Lo hacemos andando por la playa. Unos cuantos kilómetros de vida sin vida que aparece de los matorrales que nacen de las dunas. Ves a las recogedoras de algas, de conchas, los pescadores y los niños que venden en medio de aquel vacío su artesanía made in china (por supuesto, hecho por sus manos). Para nosotros, como grupo de tres, es una despedida. Bernardo y yo, por entonces, hemos decidido quedarnos más tiempo que el grupo que regresa a España.  Fernando volverá a su Sevilla, a seguir planificando viajes junto a su perro. Llegamos hasta el puerto, que parece un cementerio de barcos que llegaron allí hace años y no volvieron a partir. Hay un cierto olor a pescado recién sacado del mar y barcos de vela que cargan a decenas de personas que bajan y suben de ellos cargados de bolsas. Probablemente van a las islas de Bazaruto. Todo aquel desorden parece la estampida de un baile de salón. Podría estar horas contemplándolo.

Comemos juntos, los tres, mojando algo de marisco en cerveza y vino. Hablamos de los que hablan los enamorados de perderse, de futuros destinos, de huídas, de vidas imposibles. Aquella noche se alarga en exceso, ya en el hotel, hasta convertirse en amanecer para los más atrevidos. Me despido con pena de la tripulación, tres compañeros de viaje con los que he compartido momentos magníficos. Da pena saber que probablemente nunca los volveré a ver. A la mañana siguiente se repite el ritual con el resto. Gente con las que he compartido un viaje durante tres semanas y que en segundos serán un eterno recuerdo. Como el viaje, la experiencia, mi último año y medio. Ellos se van, yo me quedo con Bernardo. Brutal experiencia la que se avecina: Víctor y Ana Paula.

Este viaje forma parte de la ruta de la agencia Kananga por Zimbabue: Ruta por gran Zimbabue

Ruta Kananga:http://www.pasaporte3.com/africa/viajes/zimbabue-mozambique/zimbabue-mozambique.php


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