Robos que sufrí por la Policía en África

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En medio del camino entre Chimoio y Vilanculos un policía detiene el camión. Un control más de carretera de los tantos con los que tropiezas en esta tierra. Un agente, tan ceremonioso en las formas como inservible en el fondo, entra en el camión y pide uno a uno los pasaportes de todo el grupo. Los mira sin mirarlos con el gesto de quien presume que la seguridad de todo Mozambique, y casi de todo el sur de África, recae bajo sus hombros. Todo lo hace con parsimonia, tomándose su tiempo, sabedor de que un grupo de viajeros agotado acaba aflojando billetera por cada minuto que se retrasa su ducha y, en este caso, toalla de playa (nos dirigimos al llamado Caribe africano: playa). Sale del camión, charla con el conductor y reemprendemos la marcha.

Desconozco si hubo que pagar mordida (es casi seguro que sí), no pude verlo y no le pregunte a Lion, nuestro conductor, pero aquella anécdota me hizo recordar experiencias anteriores como la que pasó en Zimbabue, donde una foto sacada a destiempo hizo que unos guardias se cobraran una multa que va directa a su cartera. Es importante guardar las formas y rendir una cierta pleitesía que no hiera sensibilidades. Todos sabemos que es un robo a “placa armada”, pero lo importante es que no se note para que la negociación del precio sea a la baja. Hacerlo fácil en estas situaciones, sin caer en ser un bobo del que intuyan que se pueden llevar los empastes, es todo un arte que se aprende control a control y frontera a frontera. Por supuesto, la ridícula negociación sobre infracción de las normas, en la que se pagó al grupo de policías en metálico la cantidad convenida tras el regateo, se hace frente a todos, que sería una falta de autoridad humillante para los agentes esconder que te están robando.

Su radar, de mano, a lo lejos parecía una caja de zapatos, de cerca es probable que lo fuera

En Lusaka, Zambia, en su estación de autobuses viví hace un año lo que acabó siendo un robo. Nada más bajar del vehículo, en una terminal caótica donde yo era un “blanco” único y fácil, me enciendo un cigarro. Enseguida se me abalanzan un grupo de hombres que dirige un espasmódico cabecilla que lleva un chaleco que pone seguridad. Gritan, me rodean y uno me coge el cigarro (empieza a fumarlo unos metros más allá). Yo no entiendo nada y sólo acierto a comprender que el tipo me dice que está prohibido fumar allí. A mi alrededor todo es un caos de gente que empuja, sube bolsas y recoge los bultos del autocar. Empujo a uno de los tipos que me rodea. Noto manos, zarandeos. Más tumulto, más ruido, más calor intenso. De pronto, el líder me dice que tengo que pagar una elevada multa y me señala unos carteles en los que pone prohibido fumar. Consigo callarle, le digo que no se preocupe, que recojo primero mi maleta.

Veo entonces al conductor del autocar, busco refugio en él. ¿Es de verdad un guardia?, le digo. El tipo se limita a afirmar con la cabeza, con desgana. Comprendo que o están compinchados o no le interesan los problemas de un turista. El ridículo hombre de seguridad, pequeño y delgado, no para de amenazarme con detenerme y llevarme al calabozo. Veo entonces un cartel, dentro de la propia estación, en el que pone Estación de Policía. “Mira, allí está la comisaría, vamos”, le digo. Se le cambia la cara y comienza a amenazar ya con tono de consejo amigable: “Te saldrá mucho más caro y pueden detenerte”. “No te preocupes, vamos”, reitero. A medio camino, ya cerca de la puerta me para y me dice: “Bueno, te perdono. ¿Me das algunas monedas?”, me espeta. “No”.” ¿Me  compras una Coca Cola?”. “No, le digo ya con tono hastiado”. El ridículo guarda de seguridad capta el mensaje y se diluye corriendo entre la marabunta de gente. Es entonces, cuando me calmo, y compruebo que me han robado mi cuaderno de notas del viaje (días después, también comprobé que me robaron un segundo móvil que nunca usaba).

Dejo para el final, el delirante robo que sufrí en Marruecos por un agente que paró el coche alquilado en el que viajaba con dos amigos y que nos multó por exceso de velocidad. Su radar, de mano, a lo lejos parecía una caja de zapatos, de cerca es probable que lo fuera. Pronto se acerca a la ventanilla y nos explica que íbamos muy deprisa, con cara de que íbamos a más de 600 kilómetros por hora. Estamos en medio de una carretera vacía del sur de Marruecos, sin más respiraciones que contar que las nuestras. Entendemos que hay que intentar negociar, ponerse borde no parece una buena opción con dos tipos armados y desafiantes. Uno de mis amigos le explica al guardia que no tenemos dinero, que viajamos muy justitos y que no podemos pagar lo que nos pide. Lo hace casi pidiendo una amnistía económica. El policía, muy entrenado, negociaba igual que se negocia en los bazares de Marrakech: precio desorbitado que se va bajando. Finalmente rebajamos por diez la cantidad inicial y es entonces cuando el guardia cierra literalmente una compraventa, no un robo. Mientras negociábamos comía unas mandarinas. Saca de la bolsa tres piezas y nos dice: Una para ti, otra para ti y otra para ti. Precio total por las mandarinas X (no recuerdo la cantidad que pagamos). Lo cierto es que nos subimos al  coche muertos de risa, robados y comiendo tres buenas mandarinas. Uno aprende a aceptar lo inaceptable.

Estos son sólo algunos ejemplos personales, hasta divertidos, de la corrupción que he vivido en África  (podría haber contado más de las fronteras de Sudáfrica, Suazilandia o Namibia). Un problema atroz que los condena y los consume. En Zambia vi carteles patrocinados por la UE, ONU y el propio Gobierno zambiano alertando de la corrupción policial. Hay un proyecto interesantísimo web que se llama: Africa: What is your story? (cuál es tu historia) que anima a los africanos a denunciar los casos de corrupción que sufren de forma anónima. Los derechos humanos se pisotean de forma reiterada en este continente sin necesidad de esconderse, sin verdugos ni víctimas, que ambos se mezclan hasta difuminarse. Pondré otro ejemplo: cuando llegué a Sudáfrica en marzo de 2010 el General Jefe de la Policia, Bheki Cele, acumulaba tantos casos de corrupción que costaba contarlos. Ha sido destituido en octubre de 2011. Uno no sabe si verlo como una buena o una mala noticia.

P.D. Es sólo una reflexión que sentí en el viaje. En el próximo post contaré la llegada a ese maravilloso Caribe africano que es Vilanculos.

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Comentarios (4)

  • Mere

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    Pues sí que resulta rentable en el desierto «el negocio de las mandarinas» Menos mal que estaban ricas ¡qué os salieron a precio de oro! No queda otra, con armas y para-uniformes de por medio se tienen las de perder y es que ellos siempre jugarán más fuerte ¡mejor entrar en su juego o estás vendido! Sólo hay que salir de ahí, no valdría de nada hacerse el héroe Ciao!

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  • Eduardo

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    Que bueno, después de pasados uno se ríe pero hay que vivir la situación e imagino que algunos días uno se sienta un poco hastiado. Es una pena por que al final eso limita el desarrollo, bien por las reticencias de los turistas o frenos a pequeñas iniciativas empresariales.

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  • javier

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    Hola a ambos (Mere y Eduardo),

    este post habla de situaciones concretas, pero ni mucho menos desanima a viajar ni incide en la fácil temática de tener miedos. Intenta explicar una cara de la corrupción galopante que sacude África y en la que por desgracia a veces está inmersa la Policía. En un año y medio por esa tierra no he tenido ningún gran problema, ahora, por conversaciones con otros viajeros también, un control policial se puede convertir en un intento por parte del agente de sacarse un sobre sueldo.
    abz

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