Harto de esperar en Wadi Halfa, en el polvoriento norte de Sudán, harto de que el tiempo sea un círculo que nunca se rompe, decido proveerme de un vehículo. Me gustaría alquilar una pick up y salir con Alicia hacia cualquier parte para dormir en el desierto bajo las estrellas. Lo que sea con tal de salir de la maldición de Wadi Halfa. Le pregunto al tipo del hotel. O al tipo que es amigo del tipo del hotel, porque con esta gente nunca se sabe; es simplemente uno que está por aquí y por allá, que a veces ocupa la mesa de recepción y otras sestea en la pequeña tienda de al lado donde solo venden pastillas de jabón, melaza y agua. El caso es que es un tío simpático que medio chapurrea algunas palabras de inglés, que ya es más de lo que hace el 80% de la población cuyo don de lenguas se limita a “mister” y “güilcom”.
Le explico mi deseo y hace un par de llamadas. Al cabo de un par de horas tengo la respuesta: si acepto un conductor sudanés, no hay problema, pero eso de que me dejen un coche para ir a mi aire no puede ser. Sin embargo, ese precisamente es el problema: estoy harto de andar siempre con un sudanés pegado a la chepa, por muy simpático que sea. Lo que quiero es largarme y dejar atrás este agujero negro y a todos sus habitantes.
Aparece un enorme pick up Toyota Hilux casi nuevo. Lo conduce un tipo grande, oscuro como todos aquí, reidor como todos aquí y salido como todos aquí. Si quiero puedo conducir el coche y darme una vuelta con “mi mujer”, incluso me saldrá gratis si él viene con nosotros. La idea de conducir para que un menda de estos se refocile la vista con las, por otro lado, muy discretas formas de Alicia y que encima nos martirice sin cesar con sus bromas y comentarios se me hace tan intolerable que ni pagando aceptaría el trato.
¿Y si nos dejamos de leches y me alquila el coche por un precio razonable en dólares? Los sudaneses se ponen serios y me preguntan “how much?”. Bueno, ya hemos llegado al punto de comienzo de una negociación. Hasta ahora todo era hojarasca y borboteo incomprensible en árabe. Una cosa curiosa también por aquí es que hablan y hablan sin parar y apenas se dicen nada. Me lo comentó el panameño que conocí en el barco. “Con lo que hablan, si se dijeran cosas sustanciales, estos tíos resolverían todos sus problemas en poco tiempo”.
La idea de conducir para que un menda de estos se refocile la vista con las, por otro lado, muy discretas formas de Alicia
Pero no. Hablan mucho y soplan aire. Mas por fin parece que ahora vamos a cerrar el punto crucial del asunto. Hay coche y solo falta saber cuánto tengo que pagar por 24 horas de uso. Ofrezco 40 dólares y ellos se descojonan. 400 piden nada menos. Están locos. No puedo pagar 400 dólares. No lo vale, no los tengo y no me da la gana. Eso es más que nuestro total presupuesto para todo el viaje a través de Sudán. Pero hablan en serio. Estos forajidos del desierto no nos dejarían el jodido coche por menos dinero.
Acepto mi derrota. No hay coche para escapar a la inmensidad del desierto. Nos tocará soportar otro día de la marmota. Entonces oigo un petardeo que me suena familiar. “Oh, diablos”, me digo excitado. Tal vez haya una escapatoria, una falla en el agujero negro, un resquicio de libertad y una luz al final del largo túnel. “Sí, claro que sí”, exclamo cuando delante de mí pasa un astroso Tuc Tuc. Se lo señaló al empleado del hotel y le digo que eso es lo que quiero en un inglés tan básico que podría entenderlo hasta el Alfredo Landa de las películas de suecas.
El menda se ríe, pero asiente. Si estoy tan loco como para subirme en un tuc tuc, él me lo conseguirá. Llama por teléfono y al poco rato aparece uno. El tuc tuc no es más que un chasis de motocarro con motor de vespa. Sencillo, fácil de manejar, divertido y suficiente para que nos alejemos de Wadi Halfa los kilómetros necesarios como para creer que hemos cambiado de planeta. Éste además luce impecable. Aprendo en dos minutos los rudimentos de conducción y quedamos en que mañana lo usaré durante doce horas. ¿El precio? Piden cincuenta dólares que quedan reducidos a veinticinco. Es un robo pero me apiado porque pienso que es la herramienta de trabajo del tipo y que debo pagar el lucro cesante de esas doce horas. El tuc tuc es el taxi de los pobres y pocas veces se ve uno vacío. Trabajan a destajo por muy pocas libras. Error. Nunca ha de bajarse la guardia.
No puedo decir que tenga una pinta especialmente horrible porque tiene la misma pinta de basura rodante que el resto de tuc tuc que pululan por Wadi Halfa
Al día siguiente aparece el mismo conductor pero el tuc tuc es otro. Éste está mucho más cascado. No puedo decir que tenga una pinta especialmente horrible porque tiene la misma pinta de basura rodante que el resto de tuc tuc que pululan por Wadi Halfa. En fin, la perspectiva de un poco de libertad y las pocas ganas de ponerme a discutir otra vez hacen que acepte y cometa el segundo error de principiante: pagar por adelantado. Una vez los dólares en poder del conductor, toda reclamación posterior será estéril.
Pero eso ahora no me importa. Estoy tan feliz con mi nuevo bólido que sólo pienso en escapar. Llamo a Alicia a voces y baja emocionada. Nos espera un día de excursión. Así que montamos y nos convertimos en una motorizada pareja de pálidos extranjeros que causa sensación allá donde va. Los lugareños sencillamente no dan crédito al vernos. Para ellos resulta inconcebible, estrafalario y posiblemente inadecuado.
Lo primero es desayunar. Vamos donde el tipo de los falafel. Alucina. Luego a tomar café en el puesto de Aida. Hay infinidad de estos sencillos puestos donde mujeres negras vestidas con luminosos colores cuecen agua y la mezclan con café o té y algunas especias y un quintal de azucar. Pero Alicia se ha encariñado de Aida, Aida de Alicia y probablemente de la media libra de más que consigue sacarnos por cada té o café. Pero eso qué importa si es simpática y abraza a mi compañera de viaje, que ya está más que harta de esperar su moto y agradece estas muestras de cariño.
Luego del refrigerio, al mercado, a comprar una sandía. Alicia se baja y filma mis evoluciones alrededor de la plaza de puestos. Las frutas están expuestas colgadas de ganchos como los plátanos o sobre el mostrador de piedra sobre el que se tumban los vendedores con los pies descalzos. Cuando estamos en el momento álgido de la filmación, un par de tipos abordan a Alicia. Uno de ellos no dice nada, no habla inglés, pero el otro le pregunta por el permiso para hacer fotos. Está prohibido. Necesitamos una autorización que no tenemos y que hoy no podemos conseguir. Así es Sudán. Los mercados pueden ser secretos militares y las sandías objetivos del contubernio judeomasónico.
Decidimos alejarnos de la población y perdernos por la soledad que hay en las orillas del Lago Nubia. Ahí se produce la primera avería. El tuc tuc no embraga. Se ha soltado una tuerca que une el cable del cambio con los engranajes. Enrosco con las manos un tornillo y salimos. Nos metemos en una pista y en un giro se nos cae la sandía. La recojo aunque se ha rajado un poco. Cuando enfilamos hacia el lago. El tuc tuc se para. Hay que empujarlo. En otro giro, se vuelve a caer nuestra esférica provisión. Nos damos cuenta bastante tarde, cuando ya hemos alcanzado la orilla.
Aquí hay cientos de bellos pájaros pero también miles de tábanos y libelulas que persiguen a quien se mueva. Cuando intentamos salir, el tuc tuc no arranca. Se ha vuelto a perder la dichosa tuerca. Utilizo la que el dueño usa para cerrar el capó del motor y con la ayuda de un grupo de mujeres nubias, que nos empujan entre risas, conseguimos arrancar el trasto. Mal que bien llegamos al hotel cansados pero divertidos. Ha sido una pequeña gran aventura y por unas horas hemos conseguido romper el maleficio.
Y parece que lo hemos roto de verdad. Al caer la tarde nos dicen que el barco ha llegado. Subimos en el tuc tuc junto a Johan, el alemán que conduce un camión 4×4, y salimos zumbando para el puerto. Aunque lo de zumbar es un decir. El tuc tuc se para en medio de la carretera. Esta vez es la gasolina. Se ha salido el macarrón. Localizado el problema, lo resuelvo y salimos de nuevo. En la barrera del puerto el par de desharrapados de uniforme no saben darnos una explicación coherente, aunque sí mucha simpatía, mucho güilcom y mucho mister. Ni puto caso. Atrochamos hacia los muelles y desde un centenar de metros Johan reconoce el perfil de su camión. Alegría. Las motos están ahí. Si todo va bien, conseguiremos salir del agujero mañana. Casi me da la impresión de que el tuc tuc vuela feliz camino del hotel.