Debre Damo: el monasterio de la cuerda y la serpiente

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
Previous Image
Next Image

info heading

info content

El monje lanza la cuerda desde lo alto. Miro hacia arriba. Más de 15 metros de pared vertical me separan del religioso. Es la única manera de subir al monasterio. Estoy en sus manos.

Quizá he escrito “cuerda” con demasiada rapidez. Se trata, en realidad, de tiras de piel de buey entrelazadas a las que hay que agarrarse para trepar por la roca mientras, desde arriba, intentan izarte a pulso como un saco gracias a un rudimentario arnés: un nudo alrededor de la cintura. Pienso fugazmente en lo mucho que me ha costado llegar hasta este paisaje pedregoso del norte de Etiopía colindante con Eritrea. Pienso en una posible caída. Pienso, sobre todo, en por qué estoy aquí.

Quince años atrás había conocido al comboniano Juan González Núñez, uno de los mayores conocedores y divulgadores de la historia etíope en nuestro país. De su excepcional “Etiopía: hombres, lugares y mitos” se me quedó grabada una frase, casi un reto:

“Pocos amigos de la historia etíope pueden gloriarse de haber llegado hasta Debre Damo y subido por la pared de roca desnuda colgados de una cuerda”

El misionero escribió ésto a principios de los años 80. Un cuarto de siglo después, todo había cambiado. Estos paisajes desolados ya no son el cobijo de la guerrilla del Tigray y el sangriento conflicto bélico con Eritrea (del que aún quedan rescoldos) ya es historia. Las facilidades para llegar son ahora infinitamente mayores. Y eso que estas tierras todavía esconden un buen número de minas de aquellos años sangrientos. Había que intentarlo.

Medio centenar de lugareños lamenta con cánticos y rezos la muerte de un ser querido. A mí me parece un réquiem al enésimo turista a punto de despeñarse

En la ruta desde Axum a Mekele, encaminarse a Debre Damo obliga a dirigirse hacia el norte, a la frontera con Eritrea, lo que alarga mucho el camino en un país donde los caminos no se recorren, se paladean. La presencia de soldados fusil en ristre es cada vez mayor.

Tras una infernal pista de pedruscos y socavones traicioneros hemos llegado por fin a un poblado fantasma que se asienta -circundado por un horizonte de tierra seca, de chumberales y euforbias- a los pies de Debre Damo. Hay que continuar subiendo a pie, con la amenazante presencia de la mole de piedra de más de un kilómetro de largo y 400 de ancho sobre nuestras cabezas. Medio centenar de lugareños lamenta con cánticos y rezos la muerte de un ser querido. A mí me parece un réquiem al enésimo turista a punto de despeñarse.

No es, éste de Debre Damo, un monasterio cualquiera. A finales del siglo V, un grupo de monjes conocidos como “los nueve santos” se encargaron de evangelizar el norte del país. Uno de ellos, san Miguel Aregawi, fue el fundador de este recóndito monasterio situado a 2.200 metros de altitud.

En semejante trance, me conjuro para trepar por la pared desnuda ahuyentado la tentación de hacerlo como un cántaro. ¿Y si el monje desfallece y suelta la cuerda? ¿Y si se rompe y me despeño? Pero ahora tengo otras preocupaciones. Mis amigos etíopes me han explicado que nadie que tenga su conciencia en paz debe tener miedo a caerse. Por si acaso, improviso un acelerado examen de conciencia que, ante la avalancha de errores y desatinos, no hace sino intranquilizarme todavía más.

Me agarro a cualquier presa como si me fuera la vida. Resoplando como un becerro camino del matadero, consigo hacerme oír por los de arriba

La leyenda apunta que Aregawi pudo trepar hasta la cima ayudado de una gigantesca serpiente enviada por Dios para que fundara el monasterio, que todavía hoy prohíbe el acceso a las mujeres (he leído que los monjes ni siquiera suben a Debre Damo animales hembras). Pero aquí no hay ni rastro de serpientes encantadas.

Dos adolescentes, monaguillos del monasterio, se ofrecen a subir junto a mí a cambio de unos dólares que todavía no piden, pero que se intuyen. Alguien pregunta allí arriba si estoy preparado. En ningún caso, pero qué mas da. Me agarro a cualquier presa como si me fuera la vida mientras tiran de mí cada vez con más presión. Resoplando como un becerro camino del matadero, consigo hacerme oír por los de arriba.

–Wait, wait, please– les grito para que no continúen tirando.

Aún tengo que pararme un par de veces más. Nunca pensé que 17 metros dieran para tanto. Los últimos metros son todavía más expuestos, pero al menos ya puedo verle la cara a mis dos ángeles benefactores. Estoy arriba. Los chicos sonríen. Yo, también. Había luz al final del túnel.

Mientras llegamos a la pradera, se adivinan ya los techos rojos de la iglesia, flanqueada por una torre de tres pisos de planta cuadrada. Salen a mi encuentro cuatro monjes envueltos en ropajes humildes. Uno de ellos se adelanta y ofrece la cruz a los dos muchachos para que la besen. Me intriga saber si todavía está prohibido subir animales hembras.

–Tenemos gallinas y gatas– reconoce uno de los monjes. El progreso está en marcha.

Uno de los sacerdotes explica que los más jóvenes bajan cada día a por comida para toda la comunidad. En este nido de monjes-pájaro son los benjamines los que alimentan a sus mayores.

Mientras el sacerdote cumplimenta la hoja de visita con lángida parsimonia, uno de los chavales me invita a entrar a la iglesia después de descalzarnos. Apenas hay luz. En el Qeddest, lugar santo por excelencia, el muchacho orilla cualquier remilgo y me descubre el Tabot, el libro sagrado de la liturgia, dejando al descubierto sus páginas de esmerada caligrafía geez (el latín etíope) y grabados inundados de color. Mientras, el monje guardián sigue encorvado sobre el papel, sin moverse del quicio de la puerta, envolviendo de ceremoniosidad el cobro de los 100 birrs de la entrada (apenas ocho euros al cambio, un sablazo considerable por estos lares).

Caminamos sobre un inmenso camposanto. Me han recibido los monjes vivos y me despiden los muertos

Subimos al cercano campanario. A nuestros pies, hasta donde alcanza la vista, se encuentran las habitaciones de los más de 200 monjes, de una sola planta y construidas en piedra. Un estrecho camino desciende el peñón de Debre Damo por el norte, donde al poco rato descuella una bella capilla pintada de azul, encaramada en una terraza natural.

Caminamos sobre un inmenso camposanto, sobre el último reposo de los monjes que ya entregaron su alma a Dios o al diablo. Las tumbas más antiguas aprovecharon pequeñas cuevas donde asoma un fémur rebelde por aquí o una calavera expectante por allá… Me han recibido los monjes vivos y me despiden los muertos. Nada que objetar.

Ahí abajo sigue el monje-polea, esperando su merecida recompensa. Me puede pedir lo que quiera, pero se conforma con veinte birrs. Su mozo de cuerda, aprovechando la coyuntura, reclama otros diez. Se ha desatado la caza del “faranji”.

La operación resulta ahora mucho más sencilla y menos fatigosa y en un abrir y cerrar de ojos ya estoy abajo. Media docena de muchachas cantan y bailan alborozadas a los pies de Debre Damo, no sé si para celebrar que el “faranji” ha regresado de una pieza o para aportar su granito de arena al común objetivo de que me vaya sin un birr en los bolsillos.

Tras cumplimentar las últimas propinas, que elevan la factura a unos diez euros, doy la espalda al peñón con la satisfacción del viejo sueño cumplido. El cortejo fúnebre no se ha disuelto todavía. Hombres y mujeres siguen llorando al difunto por separado entre chumberas atormentadas por el sol fronterizo.

  • Share

Comentarios (10)

  • Juancho

    |

    Tenemos gallinas y gatas. El progreso está en marcha. Qué genial historia, Ricardo. Enhorabuena

    Contestar

  • ricardo

    |

    Tu que tambien has viajado lo tuyo, Juancho, sabes perfectamente que el progreso es siempre una verdad relativa. Gracias por tu apoyo. Me alegra de que te haya gustado. Etiopía desde luego merece un viaje. Abz

    Contestar

  • gabi c

    |

    Brutal, me ha encantado esta aventura

    Contestar

  • IKorca

    |

    Gracias por compartir esta gran aventura Etíope, ya que nosotras tras llegar allí no pudimos subir . Sobre todo enhorabuena subir a Debre Damo, que no es fácil.

    Contestar

  • ricardo

    |

    Gracias Ikorca. La verdad es que cuando ves caer la cuerda y miras para arriba se te cae el alma a los pies. ¿No os avisaron de que no dejaban entrar a las mujeres o queriais probar suerte en todo caso? Seguiré contando historias de mi viaje por Etiopía, espero que las sigas con el mismo interes. Un saludo

    Contestar

  • Alex

    |

    Te descubro asombrado por aquí (sobre todo gracias a la foto) con esta magnífica historia. Me das bastante envidia a pesar de la cuerda jeje. Enhorabuena y un abrazo desde zgz (y en recuerdo de Tallin siempre…)

    Contestar

  • ricardo

    |

    Que bueno saber de ti Alejandro! Precisamente la semana proxima voy a estar por zaragoza. Si te va bien nos vemos y nos tomamos algo. Ya me alegra ponerte por fin un mail que no sea para pedirte un favor. Gracias como siempre por tu apoyo. Abz

    Contestar

  • belen

    |

    Te felicito Ricardo. No podías haber contado la historia mejor. La verdad es que como mujer me indigna esto de que nos deniegen en acceso a determinados sitios, en Etiopía no es infrecuente, aunque si te soy sincera, ni pudiendo me subo por esa cuerda por llamarla de alguna forma.
    FELICIDADES A TODOS POR VUESTRA PÁGINA. MUCHOS EXITOS QUE SEGURO LLEGARÁN.

    Contestar

  • ricardo

    |

    Gracias Belen. Tienes razon que en Etiopía se impide en muchos templos la entrada a las mujeres (no en todos, Debre Libanos por ejemplo).Se agradecen los elogios. Todos los que hacemos VaP trabajamos con la ilusión de que la web se convierta en un referente en el panorama viajero. Nuestro éxito, en todo caso, es cada uno de nuestros lectores.

    Contestar

Escribe un comentario