Aviso: este post enlaza con el que escribí la semana pasada e intenta describir la difícil dualidad que se vive en Ciudad del Cabo. La estrecha línea entre ambos mundos y el equilibro que creo es bueno mantener es una complicada ecuación que resolver. Es fácil caer y deslizarse en tópicos de los que yo no estoy a salvo. Hoy toca la otra cara de la realidad, la mía en todo cas
Los últimos días en la ciudad, curiosamente, los gasto en uno de los sitios que menos me gustaban desde que llegué: el famosísimo puerto y centro comercial del Waterfront. Cada mañana me levanto y recorro el Beach Road, desde Sea Point hasta el mismo puerto. Una forma de calmar los nervios que más tenía que ver con disfrutar del camino que de la meta. Es más la ruta lo que me lleva hasta allí.
Calculo que será una caminata de unos cuatro kilómetros. Un inmenso parque pegado al océano en el que te cruzas con gente que sale a exhibir fibra, dejas algunos bares y restaurantes a la derecha, cruzas junto al viejo faro, pasas el campo de fútbol y el cañón que todos los días avisa de que son las doce del mediodía, tropiezas con el Radisson Hotel y su terraza de uñas de porcelana con vistas y llegas hasta el que es sin duda uno de los corazones de la ciudad, desde luego lo es de la troupe turística, el puerto. En el camino, por supuesto, todo ese diseño vital está salpicado de gentes que duermen bajo los árboles, que ven pasar el día bajo sus sombras o que deambulan arrastrando los pies sobre los hombros.
El Waterfront fue el primer emblema que visité en Ciudad del Cabo mi primera mañana en este lugar. Me pareció un horror, un inmenso centro comercial lleno de tiendas de la aldea global y restaurantes de comida rápida al que acudí con cierta frecuencia a hacer las compras por no tener coche propio para huir de la ciudad. Probablemente los prejuicios o los complejos no me dejaron nunca disfrutar del todo aquel lugar hasta ahora, cuando ya me estoy yendo un año y medio después, en el que ya no busco nada que no sea una copa de vino blanco tranquila.
¿O es que en Roma no hay decenas de personas disfrazadas de legionarios romanos con los que hacerse una foto junto al Coliseo?
Justo cuando llego hasta sus puertas por última vez aparece el autobús que algunas veces tomé cuando no hice el trayecto andando (se inauguró para el Mundial). Siempre vacío, reluciente y sin gastar por una población que se divide entre los que van en coche y a los que tres rands de diferencia (tres céntimos de euro) son un lujo que no pueden permitirse. Los incómodos y enloquecidos minibús cuestan cinco rands, el autobús, ocho. Unos van llenos mientras el aire acondicionado del autobús municipal sólo sirve para enfriar al que lo conduce y a los pocos usuarios a los que nos sobraban tres céntimos de euro.
Visa, música y malabares
Cruzo la zona de tiendas de la que cuelgan carteles enormes de Visa del techo como perfecta declaración de intenciones, paso junto a la gran pantalla exterior en la que vi la fiesta de inauguración del Mundial de Fútbol junto a miles de sudafricanos y todos los partidos de la selección local (qué recuerdos tan imborrables). Me detengo a contemplar alguno de los diferentes shows de grupos de música y baile que tocan jazz o danzan imitando a los terribles zulúes que tan lejos quedan de este mundo de lujo; hay también malabaristas de la vida que se ganan la vida contorsionando hasta su sombra. Ahora yo no me alarma como al principio el espectáculo, que lo consideraba un ridículo teatro para turistas. Ahora lo entiendo como parte de una ciudad con la que no comulgo en algunas cosas, pero que tiene los mismos ritmos y costumbres que encontré en otros lugares sin que me parecieran tan infames y me hicieran retirarme. ¿O es que en Roma no hay decenas de personas disfrazadas de legionarios romanos con los que hacerse una foto junto al Coliseo?
Me siento en la terraza del Den Naker, un restaurante belga que pone unas raciones de mejillones y patatas fritas por las que merecería la pena venir andando desde El Cairo. Desde mi silla contemplo la preciosa Table Mountain, que esa mañana ofrece el espectáculo del mantel: las nubes trepan la montaña por detrás y caen despacio y a plomo por la ladera como si se cubriera la mesa. Sólo me tomo un vino blanco, bajo un sol que calienta en pleno invierno, contemplando a algunos leones marinos que sacan la cabeza del agua. Sólo hago eso, en un entorno bello, en el que se pueden disfrutar del tiempo sin prisas y contemplar el pasar de la gente. Lo hago sin complejos y sin pasiones, que este no es ni de lejos mi lugar ni, ahora comprendo, debo aborrecerlo. Es sólo un sitio agradable para tomar algo sin pensar que en África los centros comerciales de lujo son una imbecilidad preparada para ricos o turistas. Quitarse prejuicios es importante para viajar y algunas veces el clasismo se ejerce injusta y falsamente mirando para arriba. Si van a Ciudad del Cabo disfruten de tomar una cerveza en el Waterfront, sin más, algo que yo al principio no supe o quise entender.