Kenia: la dura carretera del descalzo pastor perdido

Por: Miquel Silvestre (texto y fotos)
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Despierto pronto en el rudimentario cobijo del maestro. Salgo a correr por la pista asolada. Solo el páramo verde me rodea. Estoy inmerso en el corazón de África y  eso me hace sentir vivo, alerta, feliz. Lo que piso es una tierra dura y salvaje. Aquí no llegan los safaris. No hay vistosos masai ni festivales de coros y danzas, solo  unos paupérrimos pastores a quienes la sequía ha matado el ganado. La ayuda internacional ha salvado los seres humanos pero los está convirtiendo en mendigos. La atroz dependencia de Etiopía puede repetirse aquí. El sol se eleva sobre mí y siento que es hora de regresar al campamento. Nos espera un día largo de piedras y polvo. Las horas de luz son escasas y aún no puedo predecir la cantidad de acontecimientos que se precipitarán a lo largo de la jornada.

Antes de marcharnos, nos dicen que la carretera es muy mala, muchas piedras. Es verdad. La pista es peor en este tramo que en el anterior, mucho peor. Primero consiste en barro seco con enormes y profundas rodadas en las que las BMW casi se sumergen por completo. Aunque eso sí, el escenario es sobrenatural. Inmenso y despejado con una alta cordillera a lo lejos cubierta de nubes que dejan ver su silueta de serrucho afilado El más alto es el monte Kenia, uno de los picos más importantes de África. Nos cruzamos con algunos animales salvajes como un zorro plateado o unos pequeños antílopes que van en parejas. Hace calor, la meseta está sembrada de una hierba corta como un cepillo, las acacias salpican aquí y allá el horizonte. No hay nadie, solo el sol, el viento y el silencio. Según vamos adentrándonos en este territorio asolado aumenta la sensación de irrealidad, de estar en otro planeta. En este reino de la evanescencia donde patinamos sobre piedras se suceden los encuentros asombrosos. En una larga recta repleta de gruesa grava diviso dos sombras a lo lejos. Son dos caminantes. Cuando estoy muy cerca de ellos me dicen algo. No puedo oírles debido al crujido de las ruedas sobre el material de aluvión. Freno sobre el inestable piso y me giro para saber qué quieren. Son dos africanos fibrosos y escuálidos. Dos pastores sin ganado. Dos almas errantes. En un inglés perfecto uno de ellos, el más joven, se dirige a mí para preguntarme si en esta carretera he visto a un hombre sin zapatos.

 

—He visto muchos—confirmo.
—Lleva una chaqueta igual que esta—dice cogiendo la de su compañero, una especie de sobretodo verdoso y mugriento, dos o tres tallas más grandes de las que necesitaría.
Niego con la cabeza. —No me he fijado—reconozco—, me he cruzado con gente pero voy demasiado pendiente del camino.
La conversación ha ido adquiriendo tintes surrealistas y absurdos que se disparan hasta la enésima potencia cuando después de habernos quedado mirando unos a otros sin decir nada durante un rato les pregunto por qué le buscan.
—Se ha perdido—dice mi interlocutor. Literalmente: “He lost his way”. Ha perdido su camino. ¿Perderse? Perderse es imposible aquí y mucho menos perder el camino. No hay más camino que esta herida de piedra en el desierto.
Esta atroz senda va de  Moyale a Isiolo y no hay nada más. No hay otra alternativa. Ninguna otra posibilidad. Nada que no sea circular en un sentido o en otro. Ahora mismo estamos en  uno de los tramos más alejados de cualquier población: a veinte o treinta kilómetros de Turbi y a cincuenta o sesenta de Bubissa. Aquí no hay opción a perderse, pero aún así dos caminantes misteriosos, dos pobres pastores sin ganado, persiguen por alguna extraña razón a otro tipo aún más pobre que ellos que no tiene ni para calzado. La pista se va poniendo mala, pésima, terrible. Es muy exigente incluso para mí, pero para Alicia es un suplicio. La miro circular con dificultad y me admira su determinación. Ha querido intentar la pista de Moyale y llora dentro del casco debido a la impotencia. Cuando tengo que coger su moto para que supere un tramo especialmente jodido me asombra lo difícil de gobernar que es. No me extraña que le duelan los hombros, los brazos, las manos. Se le duermen continuamente y es normal. Debe hacer una fuerza terrible para mantener a Descubierta dentro de la senda y que no se caiga.

En un inglés perfecto uno de ellos, el más joven, se dirige a mí para preguntarme si en esta carretera he visto a un hombre sin zapatos

Está harta, cansada, deprimida, pero sigue avanzando. Es una valiente que ha topado por fin con la ola que yo predecía. Ayer estaba eufórica, feliz en Turbi  durmiendo en un catre y comiendo gallina vieja. La inmersión en la naturaleza total del África que no sale en las postales le estaba sentando bien, pero pasó mala noche por culpa de los jodidos burros, que no dejaron de rebuznar. Yo ni los oí, pero ella tiene el oído fino. Apenas concilió el sueño una hora seguida y hoy está agotada. Ayer se cayó y le hizo gracia. La pista era complicada pero no imposible, sufría pero se divertía. Hoy no hay nada de eso. Hoy solo hay desesperación por la imposibilidad de adaptarse. No es culpa suya, sino de una moto que no está diseñada para este terreno. Llora, sufre, gime, pero lucha. Habría que ver a algunos machotes en este camino cabrón. Seguro que muchos no daban tanto de sí como ella. Me admira  contemplar su determinación. Se ha metido sola en este lío y no hace a nadie responsable de ello. Sé que esta pista solo tiene 500 kilómetros y que por mal  que vayan las cosas siempre hay una solución y que en tres días estaremos en Nairobi bebiendo cerveza y comiendo delicatessen. Aún así, me pongo en su pellejo, siento su sufrimiento y admiro su valor. Es una gran mujer de pequeño tamaño y fuerza inmensa.

A eso de las dos y media de la tarde, cuando ya llevamos cerca de cinco horas de viaje diviso un campamento de trabajadores. Es la base de los chinos que construye la nueva carretera y poco después un grupo de unas  pocas edificaciones bajas. Es Bubisa, donde está el hotel cuyo dueño me puede proveer de gasolina. Nada más aparecer se suma una cohorte de críos que nos acompaña hasta el pequeño restaurante donde un anciano musulmán vende modestos suministros a los trabajadores de la compañía china. Me fijo en dos curiosas señales de prohibido: no se puede fumar ni masticar mirra.

Los tipos del lugar nos informan de que la pista es mucho mejor desde que están los chinos trabajando en ella. Les creemos y nos vemos capaces de llegar a Marsabit al anochecer. Arrancamos las motos, nos metemos por donde nos indican y apenas un kilómetro y medio después de abandonar el poblado acontece el desastre que tanto temíamos. Alicia va delante, supera un pequeño talud, encuentra un manchón de arena, la rueda trasera patina, el protector del cárter golpea con una roca y se cae.

Me acerco y la ayudo a levantarse. Entonces nos damos cuenta de que está chorreando aceite. Descubierta se desangra. Se ha roto la tapa del cárter y pronto el  motor quedará sin lubricante. Es el fin del trayecto en moto por la pista de Moyale. Alicia se derrumba. Se pone a sollozar. La entiendo perfectamente. Con lo que le ha costado llegar hasta aquí superando escollos mucho más complicados y su esfuerzo se trunca por una pequeña roca que apenas sobresale unos centímetros del suelo. Pero se le habían metido muchas piedras entre el motor y el protector. Al golpear en seco contra éste, ha sido como si un cuchillo cortase mantequilla. Me arrodillo junto a ella y le digo que no se preocupe, que no es grave, que no pasa nada, que se arreglará fácil, que estamos en el mejor lugar para que esto haya  pasado. No solo lo puede arreglar cualquier mecánico local sino que en Nairobi hay un mecánico fantástico, Chris, el alemán dueño de Jungle Juction. Le he visto reparar cualquier avería con pocos medios. Además hay incluso un concesionario BMW. Lo único que necesitamos es llevar la moto a Nairobi, así que es urgente buscar ayuda. Echo un vistazo a mi alrededor y veo que estamos frente a un poblado de nómadas y en una pista paralela a la que usan los chinos para transportar los materiales. Salgo a esa pista de trabajo y hago señas al primer Land Cruiser que pasa. El conductor es un joven africano. Le explico la situación y me dice que él no puede  hacer nada, que es solo un trabajador, pero que en el campamento chino seguro que me ayudarán. Monto con él y nos dirigimos hacia allí.

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Comentarios (2)

  • A dos ruedas

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    Otra historia cojon… Eres un crack, me encantaría vivir tus viajes. Te sigo y me encantan tus historias. A propósito, el libro de Un Millón de Piedras es la caña.

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  • josean

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    Dale gas Miquel, dale!! Eres todo un orgullo para los moteros. Menudo aventurón. Tira millas y mira por todos los que no veremos nunca esos paisajes.
    De un motero en la reserva

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