El archipiélago de Bazaruto: la brutal belleza de un adiós

(…) el Azura transporta a sus adinerados clientes, acababa de alojarse Harrison Ford, en helicóptero desde el aeropuerto. ¿Cómo puede uno cruzarse el planeta para dormir en un lugar en el que no estás dispuesto ni a recorrer sus calles ni sus aguas? (…) Por Javier Brandoli.

La barca del Hotel Villas do Indico sale temprano. El mar está en calma, lo que aplaca mi miedo perenne a que mi oído me juegue una mala pasada. Salgo a navegar con mi pequeña “familia” portuguesa. Tres amigos, Bernardo, Vítor y Ana Paula, con los que tengo la sensación de compartir un tiempo detenido, el nuestro, el que creó algo más que efímeros lazos de viaje. Se conoce mucha gente cuando te pierdes por los mapas, pero la mayoría son de paso. Hay un pacto de viajeros eventuales que es bueno admitir: en los cruces de caminos se termina la amistad, tal cual, y te conviertes en agradable recuerdo. Aquí hay una excepción.

Las seis ínsulas forman un Parque Nacional Marino protegido al que poco a poco los dólares van quitando terreno salvaje a cambio de lodges. Es realmente un paraíso aún desconocido

Al grupo se une otro joven portuguesa que está de paso, viaja sola. Navegamos hacia el corazón del archipiélago de Bazaruto, a su isla principal. Las seis ínsulas forman un Parque Nacional Marino protegido al que poco a poco los dólares van quitando terreno salvaje a cambio de lodges. Es realmente un paraíso aún desconocido, otro más, que diviso desde la proa con el agua pegándome en la cara La mirada se te pierde observando las viejas barcas de estilo swahili, sus redes cayendo al mar o, quizá, viendo pasar un grupo de delfines que andan sobre las olas.

Nuestra primera parada me devuelve a la isla de Benguerra, en la que estuve en abril. “Tomaremos una cerveza en el lujoso hotel Azura”, propone Vítor. Yo entonces le hice un reportaje fotográfico al otro gran hotel de la isla (hay tres), el Marlin Lodge. Me quedo con aquel primero. Puede que sea por el concepto: el Azura transporta a sus adinerados clientes, acababa de alojarse Harrison Ford, en helicóptero desde el aeropuerto. ¿Cómo puede uno cruzarse el planeta para dormir en un lugar en el que no estás dispuesto ni a recorrer sus calles ni sus aguas? Del hangar del velódromo a la pista de aterrizaje de tu mansión de lujo. Sin olores, sin tactos, sin ruidos de coches, ni saborear el caos del puerto, sin gente… Sin viaje al fin y al cabo.

Volvemos a la barca y nos dirigimos a la gran isla, Bazaruto. Le pido a mis compañeros de travesía que nos acerquemos a un arenal donde recordaba haber visto grupos de flamencos rosas. Seguían allí, como si no se hubieran movido en todos estos meses, andando en hilera con sus patas de alambre.  Me gusta contemplarlos con su aire despreocupado, sabedores que son dueños de una playa carente de sombras, de humanos. Luego, nos dirigimos a la gran duna. Paramos la barca y comemos en un pequeño arenal, frente a la isla, nacido de las entrañas del Índico. No hay nadie, nada, sólo nosotros, nuestros bocadillos y unas cervezas aún frías. De vez en cuando se acerca alguna ave a observar a los extraños. No queda lejos la espectacular barrera de coral que rodea el archipiélago, ni la zona en la que es fácil bucear entre tiburones ballena o la posibilidad de ver cinco especies de tortugas en peligro de extinción. Esta es área de buceadores y pescadores que viene de todo el mundo (recientemente, Mozambique ha sido elegido el tercer mejor destino de playa mundial por los lectores del periódico Sunday Times).

No queda lejos la espectacular barrera de coral que rodea el archipiélago, ni la zona en la que es fácil bucear entre tiburones ballena

Tras el almuerzo decidimos, todos menos Ana Paula, escalar la gran duna. No es fácil trepar por la arena, pero en la cresta nos espera una de esas imágines inolvidables. No llevo la cámara de fotos lo que convierte el momento en íntimo. A un lado tengo un mar de mil colores, al otro una isla salpicada de pequeños riachuelos y una vegetación salvaje. La única vida que se observa es un rebaño de cabras que devora la vegetación hasta la frontera entre el verde y el blanco. La duna avanza hacia dentro, a pasos lentos y centenarios, dejando algún arbusto enterrado entre su arena. El resto son ramas, más o menos frondosas, que se pierden hasta el horizonte. No me doy cuenta, pero varios minutos después me quedó profundamente dormido, hipnotizado por la estampa. Belleza.

Me despiertan unos gritos. Es Vítor que baja a brincos la enorme duna a buscar a su esposa. Ella ha decidido unirse a la fiesta. Son una pareja formidable, envidiable. Viven el amor respetando espacios y acortándolos de motu propio. Ríen, se abrazan, suben el arenal de la mano. Esta vez nos sentamos todos, en silencio, señal de que sobran las palabras. Se hace tarde, hay que volver. Vuelvo una y otra vez la cabeza, detengo mis pasos y vuelvo a girarme hasta que ya dejo de contemplar aquel pequeño paraíso. Otra vez el mar golpeándome en la cara se encarga de zarandear mis pensamientos. Llegamos a casa, al hotel, a ese maravilloso lugar que dejo hace tiempo para mí de ser un negocio para convertirse en un pequeño hogar. Atardece. Un grupo de pescadores, chiquillos, tira de una enorme red que lleva todo el día esperando. Bernardo los ayuda mientras yo, esta vez, me dedico a tirar alguna foto y contemplar mi última puesta de sol en Vilanculos.  Sé que toca volver a Ciudad del Cabo.

Aquella última noche se llena de grandes conversaciones, íntimas, llenas de risas, de anécdotas de personas que soñamos con ver lo que hay siempre al otro lado. A la mañana siguiente Vítor y Ana Paula nos llevan a Bernardo y a mí a nuestros lugares de partida. Él hará el mismo viaje que hice yo en abril, en chapas (autobuses locales) hasta Maputo. Intercambiamos consejos, siento ganas de irme con él y seguir la aventura, pero mis tiempos personales me obligan a volver. En medio de aquel caos de furgonetas de sexta mano nos despedimos con un fuerte abrazo. Me separo de mi amigo, mi confidente, mi compañero de ruta al que hace 24 días no conocía y ahora siento tan cercano. Luego toca el aeropuerto. La misma escena. Vítor y Ana Paula me ofrecen que me quede con ellos el tiempo que yo decida. Me lo dicen en el coche. Lo dicen sinceramente.  Otra duda. Quiero quedarme; debo irme. La despedida nos humedece los ojos entre abrazos. Sale el avión mientras pienso que nunca en mi vida había tropezado con tres personas que en tan poco tiempo me ofrecieran tanto. Tanta generosidad abruma. Tengo una deuda de por vida que nadie me exigirá pagar.

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