¿Qué viajero no se ha hecho alguna vez esa pregunta lejos de casa? Incluso el más fascinante de los viajes se cobra de peaje, por el camino, algún que otro lugar desolado. Sitios adonde nadie parece interesado en ir y en los que, sin embargo, uno está. En el pueblo tibetano de Shegar, a una jornada del campamento base del Everest en Rongbuk, la dichosa pregunta retumbó con más fuerza que nunca dentro de mí.
La jornada de nueve horas de infame carretera había pasado factura. Y aunque nunca se pierde del todo la perspectiva, el viajero siempre mantiene al llegar a un lugar desconocido la ilusión de una ducha caliente, una habitación confortable y, rozando ya la demencia, unos baños limpios. En Shegar, con toda la tarde por delante a la espera de reemprender mañana la jornada, esa cotidiana esperanza estaba a punto de esfumarse.
El hotel Kangjong asomaba a un lado de la carretera: dos hileras de habitaciones que daban a un patio al aire libre. Con los riñones en rebeldía, bajamos del Toyota con un montón de huesos buscando todavía su sitio. No es la mejor manera para descubrir una habitación, la nuestra, huérfana de baño y donde la anacrónica presencia de una palangana como las de nuestros abuelos hace presagiar una gélida ducha de gato. Pero lo peor está por llegar. La dueña del establecimiento nos guía por un pasillo hasta los baños, en realidad un pestilente cuartucho sin luz con dos agujeros en el suelo de madera. A Belén casi se le saltan las lágrimas. Y la pregunta, la jodida pregunta inquisidora, empieza a acosarme.
Mallory y su compañero Andrew Irvine fueron fotografiados por última vez la madrugada del 6 de junio de 1924 camino de la cima. Nunca regresaron
Por ahora tengo respuesta. He venido a Shegar porque aquí acampó en sus tres expediciones pioneras al Everest (1921, 1922 y 1924) el legendario escalador George Mallory. En la última, en este mismo lugar (ascendiendo a su fortaleza o dzong) probó los polémicos equipos de oxígeno con los que la expedición británica esperaba convertirse en la primera en hollar la cima de la montaña más alta de la Tierra. Pesados como bloques de hormigón, unos arreglos de última hora habían reducido su peso y facilitado su uso. Mallory, muy reticente con la posibilidad de utilizarlos en el asalto a la cima, terminó convenciéndose de que sus beneficios eran mayores que los inconvenientes.
Con ellos a la espalda, mes y medio después de probarlos en las laderas de Shegar, Mallory y su compañero Andrew Irvine fueron fotografiados por última vez la madrugada del 6 de junio de 1924 camino de la cima. Nunca regresaron. La diosa de las montañas se tragó con ellos el misterio de si consiguieron alcanzar realmente la cima. A mí me gustaría pensar que así fue.
Pero a Belén, las acampadas del tal Mallory a comienzos del siglo pasado le traen al pairo. Sólo ve un páramo desolado sin el menor atisbo de comodidad donde estamos condenados a pasar la noche. A punto de derrumbarse -la mezcla de cansancio y hastío hace estragos- se refugia en la habitación.
Apoyados en un muro, cerveza tibia a la vera, nos tostamos al sol durante el resto de la tarde riéndonos de nosotros, un ejercicio siempre saludable
Hace unos meses, en la maravillosa Uganda, terminé en un paraje similar, plagado de preguntas y sin ninguna respuesta, con mi amigo y socio en esta singladura de VaP Javier Brandoli, que hace tiempo que decidió bautizar estos lugares inolvidables como “hoyos”. Hoima, se llamaba es hoyo. La parada y fonda estaba a desmano, pero habíamos insistido en detenernos a hacer noche para visitar el viejo palacio imperial de un antiguo rey. Pero era día festivo y las chozas, pues en eso consistía el palacio, no se podían visitar. Teníamos, pues, todo el día por delante en ese maravilloso hoyo. No hubo discusiones. Nos pusimos enseguida de acuerdo en que lo único aprovechable que podíamos hacer era beber. Bajo una palapa, en la terraza del hotel, las cervezas y los vinos se sucedieron en procesión interminable. La noche terminó con los dos hombres blancos incursionándose en un escenario, ridiculizados por un enano, en la gran fiesta de la independencia de Uganda. El hoyo, al final, no se nos había tragado.
Pero en Shegar no había fiestas, ni enanos, ni siquiera cerveza fría. Sólo nos quedaba el sol y la necesidad de dar unos cuantos pasos atrás para disfrutar de la perspectiva de encontrarnos a sólo unas horas del Everest, unos privilegiados, en suma. Así que apoyados en un muro, cerveza tibia a la vera, nos tostamos al sol durante el resto de la tarde riéndonos de nosotros, un ejercicio siempre saludable en cualquier viaje, desgranando anécdotas y masticando la fortuna de encontrarnos en este bendito hoyo tibetano.
Resultaba cómico asistir en primera fila a la llegada de nuevos huéspedes. Tres jóvenes australianos, dos hombres y una mujer, se bajan del todoterreno absolutamente descoyuntados. Se desperezan con estruendo, seguro que soñando también secretamente con algo parecido a una habitación. La mujer hace girar la llave y les invita a pasar. Salen unos segundos después con el gesto demudado. La gobernanta les entrega la llave y cuando desaparece, los tres se miran y rompen a reír con estruendo. Acaban de darse cuenta de que han llegado a un hoyo.