Había que despertarse temprano para tener posibilidades de desembarcar antes que se desatara el viento. De pie en la popa del barco esperábamos que volviera la lancha de avanzada y saber si estaban dadas las condiciones para bajar. Estábamos a un kilómetro del Cabo de Hornos pero era muy posible que no pudiéramos pisarlo.
Una vez más yo estaba siguiendo los pasos de Charles Darwin, el autor de la Teoría de la Evolución, esta vez en el extremo sur del continente americano. El joven Charles, a bordo del Beagle, había esperado varios días para desembarcar en ese mismo lugar pero el mal tiempo allí es muy obstinado. Prueba de ello son las decenas de naufragios que ocurrieron en las cercanías. Una vieja leyenda dice que los albatros que suelen volar en la zona son las almas de los marinos que perecieron allí. Por esa razón se eligió la imagen del albatros para el monumento de Hornos, una manera de recordar a quienes perdieron la vida intentando el cruce de los océanos.
Volvió la lancha de avanzada levantando espuma para todos lados. “¿Cómo está?”, preguntó el contramaestre al lado mío. “Mal. Olas y viento. Pero, al que no le importe mojarse puede venir” contestó el marinero. Yo quería ir, no me iba a perder la oportunidad de superar a Darwin, ¿no?
Nuestra lancha avanzaba en contra del viento dando fuertes panzazos ante cada ola. Nos acercábamos a la costa de la isla que no es otra cosa que un altísimo acantilado
Hacia la navidad de 1833 el Beagle capeaba un fuerte temporal al doblar el cabo y desembarcar un grupo de la tripulación en la isla de Hornos. Una ola casi doblega al famoso barco, por lo que el capitán Fitz Roy decidió retirarse a la cercana isla Hermite y esperar allí mejor tiempo para volver a “atacar” el Cabo. Pero pasaron veinte días sin que los vientos le dieran un minuto de paz. Fitz Roy decidió dejar el Cabo para otra oportunidad y llevó el barco, por entre las islas cercanas, hacia el norte. Su amigo Darwin se quedó sin pisar el Cabo de Hornos, yo no.
Nuestra lancha avanzaba en contra del viento dando fuertes panzazos ante cada ola. Nos acercábamos a la costa de la isla que no es otra cosa que un altísimo acantilado cuyos pies se encuentran enormes rocas que alguna vez habrán caído de la cima. Al acercarnos el viento paró, estábamos al abrigo del acantilado. Aprovechando una ola el marinero hizo gala de su experiencia al encallar la lancha en la pequeñísima playa de guijarros. “¡Bajen antes de la próxima ola!” nos ordenó. Obedecimos inmediatamente. Estábamos empapados pero sanos y contentos de haberlo logrado.
Una escalera de muchos tramos nos llevó a la cima del acantilado donde, sin el abrigo de su pared, nos azotó un viento increíble. Inmediatamente me imaginé lo malo que sería para un barco a vela enfrentar un temporal entre esas piedras mortales. ¡Cuantos fueron derrotados en el intento de cruzar de un océano al otro!
La inclemencia del Cabo de Hornos explicaba porqué España, de Magallanes en adelante, lo había descartado como ruta para llegar al Perú y demás colonias sobre la costa del Pacífico. La ruta del oro americano elegida por Madrid era cruzando el istmo de Panamá a lomo de mula en lugar de que los galeones encararan las peligrosas aguas de Hornos. En cambio los corsarios ingleses sí optaban por este peligroso camino para pillar y piratear los puertos de la América española.
La isla sólo tiene vegetación rastrera, la única que aguanta el insoportable soplido del viento. Pero entre las rocas costeras, aquí y allá, anidan algunas aves y descansan algunos lobos marinos. Esto explica que aún en esta isla inhóspita vivieran, o sobrevivieran, algunos indígenas fueguinos. Me costaba entender como en sus piraguas podían enfrentar un mar tan bravo. Cuantos de esos albatros que nos sobrevolaban representarían las almas de los fueguinos desaparecidos.
Avanzamos contra el viento por un prolijo sendero elevado que protege las matas rastreras del paso de los turistas y leímos la placa que recuerda el paso de Fitz Roy en Cabo de Hornos en 1830. El capitán en su primer viaje, antes de viajar con Darwin, había desembarcado en el Cabo e incluso dejado un recordatorio. Pocos años atrás un marino chileno lo buscó por la isla y su esfuerzo se vio coronado por el éxito. Encontró, en la cima del cerro, el mismísimo Cabo, un agujero cubierto con piedras. Excavó y halló una placa de cerámica con la inscripción “HMS Beagle”, una bandera británica y varias monedas. Era el “testimonio” que Fitz Roy describió en sus memorias de viaje y que me inspiró a escribir el cuento “El testimonio” en mi último libro.
“Bienvenidos a la isla de Hornos” nos saludó amablemente la mujer del marino a cargo del faro
Llegamos al monumento del albatros, desde el que se tiene una vista privilegiada del famoso promontorio: el Cabo de Hornos. La fortuna nos sonrió y un rayo de luz se coló por entre los nubarrones para darle una pincelada de color a ese triste pero soberbio paisaje. Mi mujer lo aprovechó para sacar unas fotos estupendas. El rayo se esfumó y deshicimos nuestros pasos enfilando al faro de la isla. Una ráfaga nos clavó un fino granizo en la cara. ¡Está bien! No podíamos pretender tener sol y calor en el Cabo de Hornos. ¡Sería impropio!
Al abrir la puerta de la casilla al pie del faro entramos en otro mundo, sin frío, ni viento, ni lluvia. “Bienvenidos a la isla de Hornos” nos saludó amablemente la mujer del marino a cargo del faro. Se escuchaba el barullo de fondo de sus dos hijos, una niña y un niño, jugando y peleando a la vez. Los chicos son iguales hasta en el fin del mundo. La familia del farero estaba destinada a ese remoto lugar durante un año de servicio. Les faltaban apenas un par de meses antes de volver a Santiago.
Mientras mi mujer mandaba una postal a nuestros familiares desde esa estafeta postal, la más austral del continente, yo dejaba un saludo en el libro de visitas. De repente se abrió la puerta y se asomó uno de los guías. “El tiempo empeora. Dice el Capitán que debemos volver al barco inmediatamente.” En broma casi le pregunto si se refería al Capitán Fitz Roy, como si yo fuera Darwin, pero me di cuenta que realmente llovía fuerte. “El Horno no está para bollos pensé”, le dije a mi mujer sin poder dominar mi malísimo sentido del humor.
Salimos a los apurones. El sendero nos llevó por al lado de un helicóptero y contenedores militares. La marina chilena estaba sacando las minas que se colocaron allí en la triste época en que nuestros países hermanos casi van a la guerra.
Bajamos con cuidado la escalera del acantilado y nos subimos al último bote. Apenas dimos la vuelta una ola me mojó hasta los dientes. El motor rugió pero el aullido del viento era más fuerte. Mientras galopábamos un mar indomable recordé una frase del diario del Darwin. Que decía algo así: “A las tres de la tarde doblamos el Cabo pero poco después éste nos hizo pagar tributo mandándonos una tormenta derecho a nuestros dientes.” Me di vuelta para darle una última mirada al mítico Cabo de Hornos.
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Gerardo Bartolomé es viajero y escritor. Para conocer más de él y su trabajo ingrese a www.GerardoBartolome.com