Cerca de la muerte

Por: Javier Brandoli (texto y fotos)

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(La foto pertenece a un viejo cementerio abandonado. Un lugar de tumbas que los locales no les gusta entrar por miedo. La muerte forma parte de la vida de esta comunidad)

En dos días he visto a dos personas tiritar de pánico. Pensé que ambos podían morir, ellos también. Su cuerpo temblaba hasta impresionarme su aparente fragilidad… La naturaleza en África es dura, las condiciones para enfrentarse a ella también.

El pasado jueves estaba sentado en la puerta de un bar cuando escuché unos gritos desesperados de una chica. Me levanté alarmado y vi a una joven tumbada en el suelo y un hombre intentando calmarla a su lado. Ella lloraba y su cuerpo se convulsionaba en el suelo. Tenía un ataque de pánico. “Me ha mordido una cobra, me ha mordido una cobra”, gritaba. Él intentaba calmarla, levantaba su pierna e intentaba ver si había sido mordida. Ella temblaba y gritaba sin ser capaz de entender nada. “Una cobra, una cobra”, decía entre un llanto desesperado. Comencé a gritar para que viniera más gente a ayudarla.

“Me ha mordido una cobra, me ha mordido una cobra”, gritaba

La llevamos a un sofá entre varias personas. Yo pensaba que quizá le quedaban minutos de vida. Si le hubiera mordido una mamba la vida podía estar acabando para aquella mujer. Tan simple, tan real. Ella sabía eso y su cara estaba desencajada como un puzle al que le faltan piezas. Temblaba, temblaba todo su cuerpo con espasmos. Una mujer pidió leche mientras intentaban calmarla. “La sangre fluye más rápido, y con ella el veneno que lleva dentro, cuando te alteras”, me explicó. Le echaron leche por la pierna para ver si había alguna mordedura. No la había. Mientras, su amigo le hacía un torniquete en el muslo. “No, no ha sido mordida”, concluimos.

Ella seguía sin creer. Sus hombros de balanceaban y sus ojos se hinchaban. “No te ha mordido”, le explicábamos y ella conseguía poco a poco fijar la mirada en una pierna que no se inflamaba. “Ha pisado a la serpiente y esta le ha subido por el tobillo”, relataba su compañero. No la había mordido, sólo la había rozado y con esa fue suficiente para que aquella mujer entrara en un total pánico. No olvidaré sus ojos, su cara de terror, su cuerpo descontrolado por espasmos de miedo. Es duro pensar que te ha podido pasar algo que te condena a vivir unos pocos minutos más de vida. Unos minutos… y el fin.

No olvidaré sus ojos, su cara de terror, su cuerpo descontrolado por espasmos de miedo

A la mañana siguiente cogimos un barco para ir a la Isla de Bazaruto. Llegamos a una playa de pescadores locales que cargaban cajas y cajas de sardinas que habían pescado con sus redes y secaban bajo un imponente sol. Aquella playa es espectacular, larga, eterna, rodeada de altas dunas de fina arena y arbusto. Estábamos solos, allí no van turistas, en medio de una población que nos miraba con curiosidad.

Entonces dos chicos jóvenes gritaron “socorro, socorro”. A su lado empezaron a gritar también unas chicas. Miramos al mar y vimos a lo lejos una embarcación que había volcado, sólo se veía la vela y los gestos lejanos de auxilio de unas personas. Nos abalanzamos a toda prisa sobre nuestra motora y salimos a rescatarlos. Unos minutos después nuestra embarcación llegaba hasta la vieja barca hundida.

El único soporte que le mantenía enganchado a la vida estaba hundiéndose. No sabía nadar

Sobre la madera había un niño, no tendría más de cinco años, que temblaba de miedo y llanto junto a otro joven de no más de 20 años. El pequeño estaba en pánico. El único soporte que le mantenía enganchado a la vida estaba hundiéndose. No sabía nadar. Lloraba. Subimos a los chicos a nuestro barco y remolcamos el viejo madero hundido. A mi lado, Majine, un musulmán que nos había invitado a conocer aquellos terrenos, decía: “Dios es grande, Dios es grande. Nos ha mandado aquí para salvar la vida de esas personas”. Así era. Fue la casualidad la que mantiene a ese niño con vida. Si nosotros no hubiéramos llegado a esa playa en ese exacto momento, el asustado crío estaría quizá muerto en el fondo del Índico. Otro proyecto de pescador que muere prematuramente ahogado allí sin ceremonia que le recuerde. Otro más y otro menos. Otro que no tuvo la suerte de una barca rápida que lo rescatara del fin.

P.D. Las cobras, muy numerosas en Mozambique, matan gente. Probablemente la frecuencia de muerte es menor que la que ocurre con los accidentes de autobuses, pero el miedo a estos reptiles es muy extendido entre la población. Uno no sube a un «chapa» (bus) y piensa que puede morir, pero sí que andando por el campo puede fallecer por la mordedura de una serpiente . Hay también población que pese a vivir cerca del mar no sabe nadar y fallece en estas aguas.

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Comentarios (6)

  • Kawil

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  • Iria Costa

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    Y este Jueves otra vez, que gran disfrute voy a tener 😀

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  • Juan Antonio Portillo

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    Gracias Javier por trasladarme tus vivencias y narrarlas de esa forma tan natural, espontánea, sencilla y auténtica. Gracias por ese impulso instintivo para ir a salvar la vida de aquellos chicos. Estábais ahí, en ese preciso momento, para salvarlos. Ese acto os honra y seguro que esos chicos os recordarán de por vida. Un abrazo

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  • Javier Brandoli

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    En realidad puede que Majine tuviera razón: estábamos allí, por casualidad, para salvarle. O quizá no y todo fuera una buena coincidencia para aquel niño. En todo caso, se salvó. Gracias a ti por leernos

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  • Juan Antonio Portillo

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    Estoy absolutamente convencido de que las casualidades o coincidencias, como se las quiera denominar, tienen siempre un motivo por el cual aparecen…….

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  • Noeli

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    Coincidencias….casualidades….

    Tu post y los comentarios han hecho que venga a mi mente El Cuaderno Rojo de Paul Auster (por cierto, lo recomiendo).

    Besis

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